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Al día siguiente de llegar a París, antes incluso de haberme entrevistado con los Gravoski, fui a visitarla a la clínica de Petit Clamart. Era un día gris y lluvioso y la floresta vecina había sido deshojada y quemada casi enteramente por el invierno. El parque de la fuente de piedra, ahora sin cisnes, estaba cubierto por una neblina húmeda y tristona. Me hicieron pasar a un salón bastante amplio donde había algunas personas sentadas en sillones, en lo que parecían grupos familiares. Esperé, junto a una ventana, desde la que se divisaba la fuente, y de pronto la vi entrar, en bata de baño, una toalla en la cabeza a modo de turbante y sandalias.

– Te hice esperar, perdona, estaba en la piscina, nadando -me dijo, empinándose para besarme en la mejilla-. No tenía idea que ibas a venir. Sólo ayer recibí tu cartita de Alejandría. ¿De veras vamos a ir en luna de miel a una playa del sur de España?

Nos sentamos en esa misma esquina y ella acercó su silla a la mía hasta que nuestras rodillas se tocaron. Me estiró las dos manos para que se las cogiera y así estuvimos, con los dedos entrelazados, la hora que duró nuestra conversación. El cambio era notable. Se había repuesto, en efecto, y otra vez su cuerpo tenía formas y la piel de su cara ya no transparentaba los huesos ni lucía los pómulos hundidos. En sus ojos color miel oscura asomaban otra vez la vivacidad y la picardía de antaño y en su frente culebreaba la venita azul. Movía sus gruesos labios con una coquetería que me recordaba a la niña mala de los tiempos prehistóricos. La noté segura, tranquila, contenta por lo bien que se sentía y porque, me aseguró, ya no le venían sino muy de vez en cuando esos ataques de miedo que los dos últimos años la habían puesto al borde de la locura.

– No necesitas decirme que estás mejor -le dije, besándole las manos y devorándola con los ojos-. Basta verte. Estás linda otra vez. Estoy tan impresionado que apenas sé lo que digo.

– Y eso que me has pescado saliendo de la piscina -me respondió, mirándome a los ojos de manera provocadora-. Espérate que me veas arreglada y maquillada. Te vas a caer de espaldas, Ricardito.

Esa noche les conté a los Gravoski, con quienes cené, la increíble mejora de la niña mala luego de tres semanas de tratamiento. Ellos la habían visitado el domingo anterior y tenían la misma impresión. Seguían felices con Yilal. El niño se animaba cada vez más a hablar, en casa y en el colegio, aunque ciertos días se encerraba de nuevo en el silencio. Pero, no cabía la menor duda: no era posible una vuelta atrás. Había salido de esa prisión en la que se había refugiado él mismo y estaba cada vez más reintegrado a la comunidad de los seres hablantes. En la tarde, me había saludado en españoclass="underline" «Tienes que contarme de las pirámides, tío Ricardo».

Los días siguientes me dediqué a limpiar, ordenar y embellecer el piso de Joseph Granier para recibir a la paciente. Hice lavar y planchar las cortinas y las sábanas, contraté a una señora portuguesa para que me ayudara a barrer y encerar los pisos, sacudir las paredes, lavar la ropa, y compré flores para los cuatro jarrones de la casa. Puse el paquete con el vestido de baile egipcio en la cama del dormitorio, con una tarjetita risueña. La víspera del día en que ella iba a dejar la clínica estaba yo tan ilusionado como un chiquillo que sale con una chica por primera vez.

Fuimos a recogerla en el auto de Elena, acompañados por Yilal, que no tenía clases ese día. Pese a la lluvia y a la grisura del aire yo tenía la sensación de que el cielo enviaba chorros de luz dorada sobre Francia. Ella estaba ya lista, esperándonos a la entrada de la clínica, con su maleta a los pies. Se había peinado con cuidado, pintado un poco los labios, echado algo de colorete en las mejillas, arreglado las manos y alargado las pestañas con rímel. Tenía puesto un abrigo que yo no le había visto hasta entonces, color azul marino, con un cinturón de gran hebilla. Cuando la vio, a Yilal se le iluminaron los ojos y corrió a abrazarla. Mientras el portero instalaba el equipaje en el auto de Elena, pasé por la administración y la mujer del moño me alcanzó la factura. El total ascendía más o menos a lo que había previsto el doctor Zilacxy: 127.315 francos. Yo tenía depositados 150.000 en mi cuenta, para ese fin. Había vendido todos los bonos del Tesoro en que guardaba mis ahorros y obtenido dos préstamos, uno de la mutual gremial de la que era miembro, cuyos intereses eran mínimos, y, otro, de mi propio banco, la Société Ge nérale, con -intereses más elevados. Todo indicaba que era una excelente inversión, la paciente lucía muchísimo mejor. La administradora me dijo que llamara a la secretaria del director a pedirle a éste una cita, pues el doctor Zilacxy quería verme. Añadió: «A solas».

Aquélla fue una noche muy hermosa. Cenamos donde los Gravosky muy ligero, aunque con una botella de champagne, y, apenas regresamos a la casa, nos abrazamos y nos besamos mucho rato. Al principio con ternura, luego con avidez, con pasión, con desesperación. Mis manos auscultaban todo su cuerpo y la ayudaron a desnudarse. Era maravilloso: su silueta, siempre delgada, tenía otra vez curvas, formas sinuosas, y era delicioso sentir en mis manos y en mis labios, cálidos, suaves, bien formados, sus pechitos de pezones erectos y pequeñas corolas granuladas. No me cansaba de aspirar el perfume de sus axilas depiladas. Cuando estuvo desnuda la levanté en brazos y la llevé al dormitorio. Me miró desnudarme con una de esas sonrisitas burlonas de antaño:

– ¿Me vas a hacer el amor? -me provocó, hablando como si cantara-. Pero si todavía no se han cumplido los dos meses que ordenó el médico.

– Esta noche no me importa -le respondí-. Estás demasiado linda, y si no te hiciera el amor me moriría. Porque yo te quiero con toda mi alma.

– Ya me parecía raro que no me hubieras dicho todavía ninguna huachafería -se rió ella.

Mientras le besaba todo el cuerpo, despacio, empezando por los cabellos y terminando en la planta de los pies, con infinita delicadeza e inmenso amor, la sentí ronronear, encogerse y estirarse, excitada. Cuando besé su sexo lo sentí muy húmedo, latiendo, hinchado. Sus piernas se apretaron en torno a mí, con fuerza. Pero, apenas la penetré, dio un aullido y rompió en llanto, haciendo muecas de dolor.

– Me duele, me duele -lloriqueó, retirándome con las dos manos-. Quería darte gusto esta noche, pero no puedo, me desgarra, me duele.

Lloraba besándome en la boca con angustia y sus cabellos y sus lágrimas se me metían por los ojos y por la nariz. Se había echado a temblar como cuando le sobrevenían los ataques de terror. Yo le pedí perdón a mi vez, por haber sido un bruto, un irresponsable, un egoísta. La amaba, nunca la haría sufrir, ella era para mí lo más precioso, lo más dulce y tierno de la vida. Como el dolor no cedía, me levanté, desnudo, y traje del baño una toallita empapada en agua tibia y con ella le repasé el sexo con suavidad, hasta que, poco a poco, el dolor fue cediendo. Nos abrigamos con la frazada y ella quiso que terminara en su boca pero me resistí. Estaba arrepentido de haberla hecho sufrir. Hasta que estuviera completamente bien no se volvería a repetir lo de esta noche: haríamos una vida casta, su salud era más importante que mi placer. Me escuchaba sin decir nada, pegada a mí y totalmente inmóvil. Pero, mucho rato después, antes de quedarse dormida, con sus brazos alrededor de mi cuello y sus labios pegados a los míos, me susurró: «Tu car-tita de Alejandría la leí diez veces, por lo menos. Dormía con ella todas las noches, apretadita entre mis piernas».