A la mañana siguiente llamé desde la calle a la clínica de Petit Clamart y la secretaria del doctor Zilacxy me dio una cita para dos días después. También ella me precisó que el director quería verme a solas. En la tarde fui a la Unesco a explorar qué posibilidades había de un contrato, pero el jefe de intérpretes me dijo que por el resto del mes no había nada y me propuso más bien recomendarme para una conferencia de tres días, en Burdeos. No acepté. Tampoco la agencia del señor Charnés tenía nada para mí de inmediato en París o alrededores, pero, como mi antiguo patrón vio que andaba necesitado de trabajo, me confió un alto de documentos para traducir, del ruso y del inglés, bastante bien pagados. Así que me instalé a trabajar en la salita comedor de mi casa, con mi máquina de escribir y mis diccionarios. Me impuse un horario de oficina. La niña mala me preparaba tacitas de café y se ocupaba de las comidas. De tanto en tanto, como lo haría una recién casada llena de atenciones por su marido, se venía a colgar de mis hombros y a darme un beso por la espalda, en el cuello o la oreja. Pero cuando llegaba Yilal se olvidaba por completo de mí y se dedicaba a jugar con el niño como si fueran de la misma edad. En las noches, después de la cena, oíamos discos antes de dormir, y a veces ella se quedaba dormida en mis brazos.
No le dije que tenía cita en la clínica de Petit Clamart y salí de casa con el pretexto de una entrevista para un posible trabajo en una empresa de las afueras de París. Llegué a la clínica media hora antes de lo convenido, muerto de frío, y esperé en la sala de visitas, viendo caer una nieve floja sobre el césped. El mal tiempo había desaparecido a la fuente de piedra y a los árboles.
El doctor Zilacxy, vestido de idéntica manera a como lo vi por primera vez, un mes antes, estaba acompañado por la doctora Roullin. Me cayó simpática de entrada. Era una mujer gruesa, todavía joven, con unos ojos inteligentes y una sonrisa amable que casi no se apartaba de sus labios. Tenía en el brazo un cartapacio, que pasaba de una manó a otra, rítmicamente. Me habían recibido de pie y, aunque había en el despacho unos asientos, no me invitaron a sentarme.
– ¿Cómo la ha encontrado? -me preguntó el director a manera de saludo, dándome la misma impresión que la primera vez: alguien que no estaba para perder tiempo en circunloquios.
– Magníficamente bien, doctor -le respondí-. Es otra persona. Se ha repuesto, le han vuelto las formas y los colores. La noto muy tranquila. Y han desaparecido esos ataques de terror que la atormentaban tanto. Ella les está muy agradecida. Y yo también, por supuesto.
– Bien, bien -dijo el doctor Zilacxy, barajando las manos como un ilusionista y moviéndose en el sitio-. Sin embargo, le prevengo que, en estas cosas, uno no puede fiarse nunca de las apariencias.
– ¿En qué cosas, doctor? -lo interrumpí intrigado.
– En las cosas de la mente, mi amigo -sonrió él-. Si usted prefiere llamarlo el espíritu, no tengo objeción. La señora está físicamente bien. Su organismo se ha recuperado, en efecto, gracias a la vida disciplinada, el buen régimen alimenticio y los ejercicios. Ahora, hay que procurar que siga las instrucciones que le hemos dado sobre comidas. No debe abandonar la gimnasia y la natación, que le han hecho mucho bien. Pero, en el aspecto psíquico, tendrá usted que mostrar mucha paciencia. Está bien orientada, me parece, aunque el camino que le queda por recorrer será largo.
Miró a la doctora Roullin, que hasta entonces no había abierto la boca. Ella asintió. Sus ojos penetrantes tenían algo que me sobresaltó. Vi que abría el cartapacio y lo hojeaba, de prisa. ¿Me iban a dar una mala noticia? Sólo ahora, el director me señaló las sillas. Ellos se sentaron también.
Su amiga ha sufrido mucho -dijo la doctora Roullin, con tanta amabilidad que parecía querer decir algo muy distinto--. Ella tiene una verdadera olla de grillos en la cabeza. A consecuencia de lo lastimada que está. De lo que sufre todavía, más bien.
– Pero, también psicológicamente la encuentro mucho mejor -dije yo, por decir algo. Los preámbulos de los dos médicos habían terminado por asustarme-. Bueno, supongo que, después de una experiencia como lo de Lagos, ninguna mujer se recupera nunca del todo.
Hubo un pequeño silencio y otro rápido cambio de miradas entre el director y la doctora. Por el gran ventanal que daba al parque, los copos que caían eran ahora más densos y más blancos. El jardín, los árboles, la fuente habían desaparecido.
– Esa violación probablemente nunca ocurrió, señor -sonrió la doctora Roullin, con afabilidad. E hizo un gesto como disculpándose.
– Es una fantasía construida para proteger a alguien, para borrar las pistas -añadió el doctor Zilacxy, sin darme tiempo a reaccionar-. La doctora Roullin lo sospechó en la primera entrevista que tuvieron. Y luego lo confirmamos cuando la dormí. Lo curioso es que inventó eso para proteger a alguien que, durante mucho tiempo, años, usó y abusó de ella de manera sistemática. Usted estaba al tanto, ¿no es verdad?
– ¿Quién era el señor Fukuda? -preguntó la doctora Roullin, con suavidad-. Ella habla de él con odio y, a la vez, reverencia. ¿Su marido? ¿Una aventura?
– Su amante -balbuceé yo-. Un personaje sórdido, de negocios turbios, con el que vivió en Tokio varios años. Ella me explicó que la había abandonado cuando supo que, en Lagos, los policías que la detuvieron la violaron. Porque creyó que le habían contagiado el sida.
– Otra fantasía, ésta para protegerse a sí misma -volatineó las manos el director de la clínica-. Ese señor no la echó, tampoco. Ella escapó de él. Sus terrores vienen de ahí. Una mezcla de miedo y de remordimiento, por haber huido de una persona que ejercía un dominio absoluto sobre ella, que la había privado de soberanía, de orgullo, de autoestima y, casi, de razón.
Yo había abierto la boca, pasmado. No sabía qué decir.
– Miedo de que él pudiera perseguirla para vengarse y castigarla -encadenó la doctora Roullin, con el mismo tono amable y discreto-. Pero, que osara escapar de él, fue una gran cosa, señor. Un indicio de que el déspota no había destruido por completo su personalidad. Ella conservaba, en el fondo, su dignidad. Su libre albedrío.
– Pero, esas heridas, esas llagas -pregunté, y me arrepentí al instante, adivinando lo que me iban a responder.
– Él la sometía a toda clase de vejaciones, para su diversión -explicó el director, sin demasiados rodeos-. Era un exquisito y un técnico a la vez, en la administración de sus placeres. Usted debe hacerse una idea clara de lo que ella soportó, para poder ayudarla. No tengo más remedio que ponerlo al tanto de detalles desagradables. Sólo así estará en condiciones de darle todo el apoyo que necesita. La azotaba con unos cordones que no dejan marcas. La prestaba a sus amigos y guardaespaldas, en medio de orgías, para verlos, porque era también un voyeur. Lo peor, quizás, lo que ha dejado una marca más fuerte en su memoria, eran los vientos. Lo excitaban mucho, por lo visto. La hacía beber unos polvos que la llenaban de gases. Era una de las fantasías con que se gratificaba ese excéntrico señor: tenerla desnuda, a cuatro patas, como un perro, soltando vientos.
– No sólo le destrozó el recto y la vagina, señor
– dijo la doctora Roullin, con la misma suavidad y sin renunciar a la sonrisa-. Le destrozó la personalidad. Todo lo que había en ella de digno y de decente. Por eso, se lo repito: ella ha sufrido y sufrirá aún muchísimo, aunque las apariencias digan lo contrario. Y actuará a veces de una manera irracional.
Se me había secado la garganta y, como si me hubiera leído el pensamiento, el doctor Zilacxy me alcanzó un vaso de agua con burbujas.