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– Ahora bien, hay que decirlo todo. No se equivoque usted. Ella no fue engañada. Fue una víctima voluntaria. Aguantó todo eso sabiendo muy bien lo que hacía -los ojitos del director, de pronto, se pusieron a escrutarme con insistencia, midiendo mi reacción-. Llámelo usted amor retorcido, pasión barroca, perversión, pulsión masoquista o, simplemente, sumisión ante una personalidad aplastante, a la que no conseguía oponer ninguna resistencia. Ella fue una víctima complaciente y aceptó de buena gana todos los caprichos de ese caballero. Eso, ahora, cuando toma conciencia de ello, la enfurece, la desespera.

– Será la convalecencia más lenta, la más difícil

– dijo la doctora Roullin -. Recuperar su autoestima. Ella aceptó, quiso ser una esclava, o poco menos, y fue tratada como tal, ¿comprende? Hasta que, un buen día, no sé cómo, no sé por qué, ella no lo sabe tampoco, se dio cuenta del peligro. Sintió, adivinó que, si seguía así, iba a acabar muy mal, lisiada, loca o muerta. Y, entonces., se fugo. No sé de dónde sacó fuerzas para hacerlo. Hay que admirarla por ello, le aseguro. Quienes llegan a ese extremo de dependencia, no suelen liberarse casi nunca.

– El pánico fue tan grande que se inventó toda esa historia de Lagos, la violación de los policías, que su verdugo la echó por temor al sida. Y llegó a creérsela, incluso. Vivir en esa ficción le daba razones para sentirse más segura, menos amenazada, que vivir en la verdad. Pa ra todo el mundo es más difícil vivir en k verdad que en la mentira. Pero, más para alguien en su situación. Le va a costar mucho acostumbrarse de nuevo a la verdad.

Se calló y la doctora Roullin también permaneció con la boca cerrada. Ambos me miraban con una curiosidad indulgente. Yo bebía el agua a sorbitos, incapaz de decir nada. Me sentía congestionado y transpirando.

– Usted puede ayudarla -dijo la doctora Rou llin, después de un momento-. Más todavía, señor. Usted, le sorprenderá oír esto, probablemente sea la única persona en el mundo que puede ayudarla. Mucho más que nosotros, le aseguro. El peligro es que ella se repliegue en su yo profundo, en una suerte de autismo. Usted puede ser su puente de comunicación con el mundo.

– Ella confía en usted, y creo que en nadie más -asintió el director-. Ella, ante usted, se siente, cómo le diré…

– Sucia -dijo, bajando los ojos un instante, educadamente, la doctora Roullin -. Porque, para ella, aunque no se lo crea, usted es una especie de santo.

La risita que solté sonó muy falsa. Me sentí tonto, estúpido, tuve ganas de mandar al diablo a ese par y decirles que ambos justificaban la desconfianza que había tenido toda la vida por psicólogos, psiquiatras, psicoanalistas, curas, brujos y chamanes. Ellos me miraban como si leyeran mis pensamientos y me perdonaran. La imperturbable sonrisa de la doctora Roullin seguía allí.

– Si tiene usted paciencia y, sobre todo, mucho cariño, ella puede reponer también su espíritu, así como se ha repuesto físicamente -dijo el director.

Les pregunté, porque no sabía ya que más preguntarles, si la niña mala necesitaba volver a la clínica.

– Más bien, lo contrario -dijo la sonriente doctora Roullin-. Ella debe olvidarse de nosotros, que estuvo aquí, que esta clínica existe. Empezar su vida de nuevo y desde cero. Una vida muy distinta de la que ha tenido, con alguien que la quiera y la respete. Como usted.

– Una cosa más, señor-dijo el director, poniéndose de pie e indicándome así que la entrevista se acababa-. A usted le parecerá raro. Pero, ella, y todos quienes viven buena parte de su vida encerrados en fantasías que se construyen para abolir la verdadera vida, saben y no saben lo que están haciendo. La frontera se les eclipsa por períodos y, luego, reaparece. Quiero decir: a veces saben y otras no saben lo que hacen. Éste es mi consejo: no trate usted de forzarla a aceptar la realidad. Ayúdela, pero no la obligue, no la apresure. Ese aprendizaje es largo y difícil.

– Podría ser contraproducente y provocar una recaída -dijo, con una sonrisa críptica, la doctora Rou llin-. Ella, poco a poco, por su propio esfuerzo, tiene que ir reacomodándose, aceptando de nuevo la vida verdadera.

No entendí muy bien lo que querían decirme, pero tampoco traté de averiguarlo. Quería irme, salir de allí y no volver a acordarme de lo que había oído. Sabiendo muy bien que sería imposible. En el tren de cercanías, de regreso a París, me vino una desmoralización profunda. La angustia me cerraba la garganta. No era sorprendente que hubiera inventado lo de Lagos. ¿No se había pasado la vida inventando cosas? Pero me dolía saber que las heridas en la vagina y en el recto se las había causado Fukuda, al que me puse a odiar con todas mis fuerzas. ¿Sometiéndola a qué prácticas? ¿La sodomizaba con fierros, con esos vibradores dentados que ponían a disposición de los clientes en Cháteau Meguru? Sabía que la imagen de la niña mala, desnuda, a cuatro patas, con el estómago hinchado por aquellos polvillos, soltando sartas de pedos, porque esa visión y esos ruidos y olores le producían erecciones al gángster japonés -¿a él sólo, o eran espectáculos que ofrecía también a sus compinches?-, me perseguiría meses, años, acaso el resto de la vida. ¿Eso era lo que la niña mala llamaba, y con qué excitación febril me lo había dicho en Tokio, vivir intensamente? Ella se había prestado a todo eso. Al mismo tiempo que víctima, había sido una cómplice de Fukuda. En ella anidaba pues algo tan sinuoso y avieso como en el horrendo japonés. ¡Cómo no iba a parecerle un santo un imbécil que se acababa de endeudar para que ella sanara y pudiera, pasado algún tiempo, mandarse mudar con alguien más rico o más interesante que el pobre pichiruchi! Y pese a todos esos rencores y furias sólo quería llegar pronto a la casa para verla, tocarla, y hacerle saber que la amaba más que nunca. Pobrecita. Cuánto había sufrido. Era un milagro que estuviera viva. Yo dedicaría todo el resto de mi vida a sacarla de ese pozo. ¡Imbécil!

En París, mi preocupación fue esforzarme por poner una cara natural y evitar que la niña mala recelara lo que me rondaba por la cabeza. Cuando entré a la casa, encontré a Yilal enseñándole a jugar ajedrez. Ella se quejaba de que era muy difícil y exigía pensar mucho, más sencillo y divertido era el juego de damas. «No, no, no», insistía la vocecita chillona del niño. «Yilal te va a aprender.» «Yilal te va a enseñar, no aprender», lo corregía ella.

Cuando el niño se fue, para disimular mi estado de ánimo, me puse a trabajar en las traducciones y estuve tecleando en la máquina hasta la hora de la cena. Co mo tenía la mesa del comedor ocupada con mis papeles, comíamos en la cocinita, en un pequeño tablero con dos taburetes. Ella había preparado una tortilla de queso y una ensalada.

– ¿Qué te pasa? -me preguntó de pronto, mientras comíamos-. Te noto raro. ¿Fuiste a la clínica, no? ¿Por qué no me has contado nada? ¿Te han dicho algo malo?

– No, al contrario -le aseguré-. Estás bien. Lo que me han dicho es que, ahora, necesitas olvidarte de la clínica, de la doctora Roullin y del pasado. Me lo dijeron ellos mismos: que los olvides, para que tu restablecimiento sea total.

En sus ojos vi que sabía que le ocultaba algo, pero no insistió". Fuimos a tomar el café donde los Gravoski. Nuestros amigos andaban muy excitados. Simón había recibido una oferta para pasar un par de años en la Universidad de Princeton, haciendo investigación, en un programa de intercambio con el Instituto Pasteur. A ambos les hacía ilusión ir a New Jersey: en dos años en Estados Unidos Yilal aprendería inglés y Elena podría hacer prácticas en el Hospital de Princeton. Estaban averiguando si el Hospital Cochin le daría una excedencia de un par de años, sin goce de sueldo. Como ellos hablaban todo el tiempo, yo casi no tuve necesidad de abrir la boca, sólo escuchar, o, más bien, simular que escuchaba, por lo que les quedé muy agradecido.