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Las semanas y meses que siguieron fueron de mucho trabajo. Para ir pagando los préstamos y al mismo tiempo mantener los gastos corrientes que, ahora, viviendo la niña mala conmigo, habían aumentado, tuve que aceptar todos los contratos que se presentaban y, al mismo tiempo, en las noches, o muy temprano en las mañanas, dedicar dos o tres horas a traducir documento: que me encargaba la oficina del señor Chames, quien, fiel a su costumbre, siempre estaba esforzándose por echarme una mano. Iba y venía por Europa, trabajando en conferencias y congresos de toda índole, y acarreaba conmigo las traducciones, que continuaba en las noches, en hoteles y pensiones, en una maquinita portátil. No me importaba el exceso de trabajo. La verdad es que me sentía feliz viviendo con la mujer que amaba. Ella parecía restablecida del todo. Jamás hablábamos de Fukuda, ni de Lagos, ni de la clínica de Petit Clamart. íbamos al cine, alguna vez a oír música a una cave de jazz de Saint Germain y, los sábados, a cenar en algún restaurante no muy caro.

Mi único derroche era el gimnasio, porque estaba seguro que a la niña mala le hacía mucho bien. La inscribí en un gimnasio de l'avenue Montaigne, que tenía una piscina temperada, y ella iba allí, de buena gana, varias veces por semana, a hacer clases de aerobics con un monitor y a nadar. Ahora que había aprendido, la natación era su deporte favorito. Cuando yo no estaba, solía pasar buena parte del tiempo con los Gravoski, quienes, finalmente, obtenido el permiso de Elena, preparaban viaje a Estados Unidos para la primavera. Ellos la llevaban de tanto en tanto a ver una película, una exposición o a cenar en la calle. Yilal había conseguido enseñarle el ajedrez y le daba las mismas palizas que en las damas.

Un día, la niña mala me dijo que, como se sentía ya perfectamente bien, lo que parecía cierto dado su buen aspecto y el amor a la vida que parecía haber recobrado, quería buscar un trabajo, para no perder el tiempo y para ayudarme con los gastos de la casa. Le mortificaba que yo me matara trabajando y que ella no hiciera otra cosa que ir al gimnasio y jugar con Yilal.

Pero, cuando empezó a buscar trabajo, surgió el problema de los papeles. Tenía tres pasaportes, uno peruano caducado, otro francés y otro inglés, los dos últimos falsos. En ninguna parte le darían un trabajo en regla, siendo ilegal. Y menos en esos tiempos en que, en toda Europa occidental, y sobre todo en Francia, había aumentado la paranoia contra los inmigrantes de países del tercer mundo. Los gobiernos restringían las visas y comenzaban a perseguir a los extranjeros sin permiso de trabajo.

El pasaporte inglés, que lucía una foto suya con un maquillaje que le cambiaba casi totalmente el semblante, estaba extendido a nombre de Mrs. Patricia Steward. Me explicó que, desde que su ex esposo David Richardson demostró la bigamia que anulaba su matrimonio inglés, perdió de manera automática la ciudadanía británica que obtuvo al casarse. El pasaporte francés que consiguió gracias a su marido anterior no se atrevía a utilizarlo porque no sabía si monsieur Robert Arnoux se había decidido finalmente a denunciarla, le había abierto un juicio penal o acusado de bigamia o cualquier otra cosa para vengarse. Fukuda le había procurado para sus viajes africanos, al igual que el inglés, un pasaporte francés con el nombre de madame Florence Milhoun; en él, la fotografía la mostraba muy joven y con un peinado muy distinto del que llevaba normalmente. Con este pasaporte había entrado a Francia la última vez. Yo temía que si la descubrían la echaran del país o algo peor.

Pese a este obstáculo, la niña mala siguió haciendo averiguaciones, contestando a los avisos de ofertas de empleos en Les Échos de oficinas de turismo, relaciones públicas, galerías de arte y compañías que trabajaban con España y América Latina y necesitaban personal con conocimientos de español. No me parecía nada fácil que, dada su precaria condición legal, encontrara un trabajo regular, pero no quería desilusionarla y la animaba a continuar sus búsquedas.

Unos días antes del viaje de los Gravoski a los Estados Unidos, en una cena de despedida que les ofrecimos en La Closerie des Lilas, de pronto, después de escuchar a la niña mala contar lo difícil que le estaba resultando conseguir un trabajo donde la aceptaran sin papeles, a Elena se le ocurrió una idea:

– ¿Y por qué no se casan? -se dirigió a mí-: ¿Tienes la nacionalidad francesa, no es cierto? Pues, te casas con ella y le das la nacionalidad a tu mujer. Se acabaron los problemas legales, chico. Será una francesita con todas las de la ley.

Lo dijo sin pensarlo, bromeando, y Simón le siguió la cuerda: ese matrimonio debía esperar, él quería estar presente y ser testigo del novio, y, como no volverían a Francia antes de dos años, teníamos que encarpetar el proyecto hasta entonces. A menos que decidiéramos ir a casarnos a Princeton, New Jersey, en cuyo caso él no sólo sería el testigo sino el padrino, etcétera. De vuelta a la casa, medio en serio medio en juego, le dije a la niña mala, que se estaba desvistiendo:

– ¿Y si seguimos el consejo de Elena? Ella tiene razón: si nos casamos, tu situación queda resuelta en el acto.

Terminó de ponerse el camisón y se volvió a mirarme, con las manos en la cintura, una sonrisita burlona y una actitud de gallito peleador. Me habló con toda la ironía de que era capaz:

– ¿Me estás pidiendo en serio que me case contigo?

– Bueno, creo que sí -intenté bromear-. Si tú quieres. Para resolverte los problemas legales, pues. No vaya a ser que cualquier día te expulsen de Francia por ilegal.

– Yo sólo me caso por amor -dijo ella, asaeteándome con sus ojos y taconeando con el pie derecho adelantado-. No me casaría nunca con un patán que me hiciera una propuesta de matrimonio tan grosera como la que me acabas de hacer tú.

– Si quieres, me pongo de rodillas y, con una mano sobre el corazón, te ruego que seas mi mujercita adorada hasta el fin de los tiempos -dije, confundido, sin saber si ella siempre jugaba o se había puesto a hablar en serio.

El pequeño camisón de organdí transparentaba sus pechos, su ombligo, y la matita oscura de vellos de su pubis. Le llegaba sólo hasta las rodillas y dejaba descubiertos sus hombros y sus brazos. Estaba con los cabellos sueltos y la cara encendida por la representación que había iniciado. El resplandor de la lámpara del velador le caía a la espalda y formaba un nimbo dorado en torno a su silueta. Se la veía muy atractiva, audaz, y yo la deseaba.

– Hazlo -me ordenó-. De rodillas, con las manos en el pecho. Dime las mejores huachaferías de tu repertorio, a ver si me convences.

Me dejé caer dé rodillas y le rogué que se casara conmigo, mientras besaba sus pies, sus tobillos, sus rodillas, acariciaba sus nalgas, y la comparaba a la Virgen Ma na, a las diosas del Olimpo, a Semíramis y a Cleopatra, a la Nausícaa de Ulises, a la Dulcinea del Quijote y le decía que era más bella y deseable que Claudia Cardinale, Erigirte Bardot y Catherine Deneuve juntas. Por fin la cogí de la cintura y la obligué a tumbarse en la cama. Mientras la acariciaba y amaba, la sentí reírse, a la vez que me decía al oído: «Lo siento, pero he recibido mejores peticiones de mano que la suya, señor pichiruchi». Siempre que hacíamos el amor, yo debía tomar grandes precauciones para no dañarla. Y, aunque simulaba creerle que estaba cada vez mejor, el paso del tiempo me había convencido de que no era así y que aquellas heridas de su vagina nunca desaparecerían del todo y limitarían para siempre nuestra vida sexual. Muchas veces evitaba penetrarla y, cuando no, lo hacía con gran cuidado, retirándome apenas sentía que su cuerpo se crispaba y su cara se deformaba en una mueca de dolor. Pero, aun así, esos amores difíciles y a veces incompletos me hacían gozar inmensamente. Darle placer con mi boca y mis manos, y recibirlo de las suyas, me justificaban la vida, me hacían sentir el más privilegiado de los mortales. Ella, aunque a menudo mantenía esa actitud distante que había sido siempre la suya en la cama, a veces parecía animarse y participaba con entusiasmo y ardor, y yo se lo decía: «Aunque no te guste reconocerlo, creo que has empezado a quererme». Aquella noche, cuando ya, exhaustos, estábamos hundiéndonos en el sueño, la amonesté: