Выбрать главу

– No me has dado una respuesta, guerrillera. Ésta debe ser la decimoquinta declaración de amor que te hago. ¿Te vas a casar conmigo, sí o no?

– No lo sé -me respondió, muy en serio, abrazada a mí-. Tengo que pensarlo todavía.

Los Gravoski partieron a Estados Unidos un día soleado, primaveral y con los primeros brotes verdes en los castaños, las hayas y los chopos de París. Fuimos a despedirlos al aeropuerto de Charles de Gaulle. Cuando abrazó a Yilal a la niña mala los ojos se le llenaron de lágrimas. Los Gravoski nos habían dejado la llave de su piso para que le echáramos un vistazo de cuando en cuando y evitáramos que lo invadiera el polvo. Eran muy buenos amigos, los únicos con los que teníamos esa amistad visceral a la sudamericana, y esos dos años de ausencia los íbamos a echar mucho de menos. Como vi a la niña mala tan abatida por la partida de Yilal, le propuse que, en vez de volver a la casa, diéramos un paseo o fuéramos a un cine. Luego la llevaría a cenar a un pequeño bistrot de la Ile Saint Louis que le gustaba mucho. Se había encariñado tanto con Yilal que, mientras dábamos un paseo por los alrededores de Notre Dame, rumbo al restaurante, le dije bromeando que, si quería, una vez que nos casáramos podíamos adoptar un niño.

– Te he descubierto una vocación de mamá. Siempre creí que no querías tener hijos.

– Cuando estaba en Cuba, con ese comandante Chacón, me hice anudar las trompas porque él quería un hijo y a mí me horrorizaba la idea -me contestó, con sequedad-. Ahora me arrepiento.

– Adoptemos uno -la animé-. ¿No es lo mismo, acaso? ¿No has visto la relación que tiene Yilal con sus padres?

– No sé si es lo mismo -murmuró y sentí que su voz se había vuelto hostil-. Además, ni siquiera sé si me voy a casar contigo. Cambiemos de tema, por favor.

Se había puesto de muy mal humor y yo comprendí que, sin quererlo, había tocado algún rincón lastimado de su intimidad. Traté de distraerla, y la llevé a ver la catedral, un espectáculo que, con todos los años que llevaba en París, nunca dejaba de deslumbrarme. Y, esa noche, más que otras veces. Una luz débil, con un aura levemente rosada, bañaba las piedras de Notre Dame. La mole parecía ligera por la simetría perfecta de sus partes, que se equilibraban y sostenían con delicadeza, para que nada se desajustara ni soltara. La historia y la luz tamizada cargaban esa fachada de alusiones y resonancias, de imágenes y referencias. Había muchos turistas, tomándose fotos. ¿Era la misma catedral escenario de tantos siglos de la historia de Francia, la misma que inspiró la novela de Víctor Hugo que me había exaltado tanto cuando la leí, de niño, en Miraflores, en casa de mi tía Alberta? Era la misma y otra, añadida de mitologías y sucesos más recientes. Bellísima, transmitía una impresión de estabilidad y permanencia, de haber escapado a la usura del tiempo. La niña mala me oía alabar a Notre Dame como si oyera llover, sumida en sus pensamientos. En la comida estuvo cabizbaja, enfurruñada, y apenas probó bocado. Y esa noche se durmió sin darme las buenas noches, como si yo tuviera la culpa de la partida de Yilal. Dos días después, viajé a Londres, con un contrato de una semana de trabajo. Al despedirme de ella, muy de mañana, le dije:

– No importa que no nos casemos si no quieres, niña mala. Tampoco hace falta. Tengo que decirte una cosa, antes de partir. En mis cuarenta y siete años de vida, nunca he sido tan feliz como en estos meses que llevamos juntos. No sabría cómo pagarte la felicidad que me has dado.

– Apúrate, vas a perder el avión, empalagoso -me fue empujando ella hacia la puerta.

Estaba todavía de mal humor, recluida en sí misma mañana y tarde. Desde la partida de los Gravoski casi no había podido conversar con ella. ¿Tanto la afectaba la ida de Yilal?

Mi trabajo en Londres fue más interesante que el de otras conferencias y congresos. Era una reunión convocada con uno de esos títulos anodinos que se repiten sin descanso con temas diferentes: «África: impulso al desarrollo». Lo auspiciaban el Commonwealth, las Naciones Unidas, la Unión de Países Africanos y varios institutos independientes. Pero a diferencia de otros certámenes, hubo muy serios testimonios de dirigentes políticos, empresariales o académicos de países africanos sobre el estado calamitoso en que habían quedado las antiguas colonias francesas e inglesas al alcanzar la independencia, y los obstáculos que encontraban ahora para ordenar la sociedad, estabilizar las instituciones, liquidar el militarismo y el caudillismo, integrar en una unidad armónica a las distintas etnias de cada país y despegar económicamente. La situación de casi todas las naciones representadas era crítica; y, sin embargo, la sinceridad y la lucidez con que esos africanos, la mayoría muy jóvenes, exhibían su realidad tenían algo vibrante, que inyectaba un ímpetu esperanzador a esa trágica condición. Aunque usaba también el español, me tocó interpretar sobre todo del francés al inglés o viceversa. Y lo hice con interés, curiosidad y ganas, alguna vez, de hacer un viaje de vacaciones por África. Aunque no podía olvidar que por ese continente había hecho sus correrías la niña mala, al servicio de Fukuda.

Cada vez que salía en viaje de trabajo fuera de París, hablábamos cada dos días. Me llamaba ella, pues era más barato; los hoteles y pensiones recargaban bárbaramente las llamadas internacionales. Pero, a pesar de que yo le había dejado el teléfono del Hotel Shoreham, en Bayswater, los dos primeros días en Londres la niña mala no me llamó. Al tercero, lo hice yo, temprano, antes de salir al Instituto del Commonwealth, donde se celebraba la conferencia.

La noté muy rara. Lacónica, evasiva, irritada. Me asusté, pensando que a lo mejor le habían vuelto los antiguos ataques de pánico. Me aseguró que no, se sentía bien. ¿Extrañaba a Yilal, entonces? Claro que lo extrañaba. ¿Y a mí también me extrañaba un poquito?

– A ver, déjame pensarlo -me dijo, pero el tono de su voz no era el de una mujer que bromea-. No, francamente, no te extraño mucho todavía.

Me quedó un mal gustito en la boca cuando colgué. Bueno, todo el mundo tenía sus períodos de neurastenia, en los que prefería mostrarse antipático para dejar sentado su disgusto con el mundo. Ya se le pasaría. Como dos días después tampoco me llamó, lo hice yo de nuevo, también muy temprano. No contestó el teléfono. Era imposible que saliera de la casa a las siete de la mañana: no lo hacía jamás. La única explicación era que seguía de mal humor -pero ¿de qué?- y que no quería.contestarme, pues sabía muy bien que era yo quien la llamaba. Volví a llamarla en la noche y tampoco levantó el teléfono. Llamé cuatro o cinco veces en el curso de una noche de desvelo: silencio total. Los chirridos intermitentes del teléfono me persiguieron las veinticuatro horas siguientes hasta que, apenas terminada la última sesión, corrí al aeropuerto de Heathrow a tomar mi avión a París. Toda clase de pensamientos tenebrosos me hicieron infinito el viaje y, luego, el recorrido del taxi de Charles de Gaulle a la rué Joseph Granier.

Eran las dos y pico de la madrugada, cuando, bajo una lluviecita persistente, abrí la puerta de mi departamento. Estaba a oscuras, vacío, y sobre la cama había una cartita escrita a lápiz sobre ese papel amarillo rayado que teníamos en la cocina para anotar los asuntos del día. Era un modelo de hielo y laconismo: «Ya me cansé de jugar al ama de casa pequeñoburguesa que te gustaría que fuera. No lo soy ni lo seré. Te agradezco mucho lo que has hecho por mí. Lo siento. Cuídate y no sufras mucho, niño bueno».

Desempaqué, me lavé los dientes, me acosté. Y estuve el resto de la noche pensando, divagando. ¿Esto habías estado esperando, temiendo, no? Sabías que iba a ocurrir tarde o temprano, desde que, siete meses atrás, instalaste a la niña mala en la rué Joseph Granier. Aunque, por cobardía, hubieras tratado de no asumirlo, de esquivarlo, engañándote, diciéndote que ella, por fin, después de esas horribles experiencias con Fukuda, había renunciado a las aventuras, a los peligros, y se había resignado a vivir contigo. Pero siempre supiste, en el fondo de los fondos, que aquel espejismo duraría sólo lo que durase su convalecencia. Que la vida mediocre y aburrida que llevaba contigo la cansaría y que, una vez que recobrase la salud, la confianza en sí misma y se le evaporara el remordimiento o el miedo a Fukuda, se las arreglaría para encontrar a alguien más interesante, más rico y menos rutinario que tú, y emprendería una nueva travesura.