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– No te reconozco, no eres tú -murmuró y se le cortó la voz. Se había comenzado a sobar la mejilla y la sien derecha, que, en la media luz, me parecieron hinchadas.

– Estuve a punto de matarme por ti -repetí, la voz impregnada de rencor y de odio-. Me subí a la baranda del puente para tirarme al río y me salvó un clochard. Un suicida, lo que faltaba en tu currículo. ¿Tú crees que vas a seguir jugando así conmigo? Está visto que sólo matándome o matándote me libraré para siempre de ti.

– Mentira, tú no quieres matarte ni matarme -dijo, arrastrándose hacia mí-. Sino cacharme. ¿No es verdad? Yo también quiero que me caches. O, si esa lisura te molesta, que me hagas el amor.

Era la primera vez que le oía esa palabrota, un verbo que no escuchaba hacía siglos. Ella se había incorporado a medias para echarse en mis brazos y me tocaba la ropa, escandalizada: «Estás empapadito, te vas a resfriar, quítate esta ropa mojada, zonzito». «Si quieres, después me matas, pero, ahorita, hazme el amor.» Había recuperado la serenidad y ahora era dueña de la situación. El corazón se me salía por la boca y apenas podía respirar. Pensé que sería estúpido que precisamente en este momento me diera un síncope. Me ayudó a quitarme el saco, el pantalón, los zapatos, la camisa -todo parecía recién salido del agua- y, a la vez que me ayudaba a desvestirme, me pasaba la mano por los cabellos en esa rara, única caricia que se dignaba hacerme algunas veces. «Cómo te late el corazón, tontito», me dijo, un momento después, pegando su oreja a mi pecho. «¿Yo lo he puesto así?» Yo había comenzado a acariciarla también, sin que por ello hubiera dominado la rabia. Pero, a esos sentimientos se mezclaba ahora un deseo creciente que ella atizaba -se había arrancado el vestido de bailarina y tendida sobre mí me secaba moviéndose sobre mi cuerpo-, metiéndome la lengua en la boca, haciéndome tragar su saliva, atrapando mi sexo, acariciándolo con las dos manos, y, por fin, encogiéndose como una anguila sobre sí misma, llevándoselo a la boca. La besé, la acaricié, la abracé, sin la delicadeza de otras veces, más bien con rudeza, todavía herido, dolido, y, por fin, la obligué a sacar mi sexo de su boca y a ponerse debajo de mí. Abrió las piernas, dócilmente, cuando sintió que mi sexo tieso forcejeaba para entrar en ella. La penetré con brutalidad y la sentí aullar de dolor. Pero no me rechazó y, con el cuerpo tenso, esperó, quejándose, gimiendo despacito, que eyaculara. Sus lágrimas mojaban mi cara y yo las lamía. Estaba demacrada, con los ojos desorbitados y la cara descompuesta por el dolor.

– Es mejor que te vayas, que me dejes de verdad -le imploré, temblando de pies a cabeza-. Hoy he estado a punto de matarme y casi te mato a ti. No quiero eso. Anda, búscate otro, uno que te haga vivir intensamente, como Fukuda. Uno que re azote, que te preste a sus compinches, te haga tragar polvos para que le sueltes pedos en su inmunda jeta. Tú no eres para vivir con un santurrón aburrido como yo.

Ella me había pasado los brazos alrededor del cuello y me besaba en la boca mientras yo le hablaba. Todo su cuerpo se restregaba para ajustarse más al mío.

– No pienso irme ni ahora ni nunca -me susurró en el oído-. No me preguntes por qué, porque ni muerta te lo voy a decir. Nunca te voy a decir que te quiero aunque te quiera.

En ese momento debo de haberme desmayado, o dormido de golpe, aunque ya, desde sus últimas palabras, sentí que me abandonaban las fuerzas y todo comenzaba a darme vueltas. Me desperté mucho después, en la habitación a oscuras, sintiendo una forma tibia metida dentro de mí. Estábamos acostados, bajo las sábanas y frazadas, y por la gran claraboya del techo vi titilar alguna estrella. Había cesado de llover hacía rato, sin duda, porque los cristales ya no estaban empañados. La niña mala estaba soldada a mi cuerpo, sus piernas enredadas a las mías y su boca apoyada en mi mejilla. Sentí su corazón; latía, acompasado, dentro de mí. Se me había evaporado la cólera y ahora estaba lleno de arrepentimiento por haberla golpeado y haberla hecho sufrir mientras la amaba. La besé con ternura, tratando de no despertarla, y susurré sin ruido en su oído: «Te amo, te amo, te amo». No estaba dormida. Se apretó a mí y me habló poniendo sus labios sobre los míos, mientras entre palabra y palabra, su lengua picoteaba la mía:

– Tú nunca vas a vivir tranquilo conmigo, te lo advierto. Porque no quiero que te canses de mí, que te acostumbres a mí. Y, aunque vamos a casarnos para arreglar mis papeles, no seré nunca tu esposa. Yo quiero ser siempre tu amante, tu perrita, tu puta. Como esta noche. Porque así te tendré siempre loquito por mí.

Decía esas cosas besándome sin tregua y tratando de meterse enterita dentro de mi cuerpo.

VI. Arquímedes, constructor de rompeolas

– Los rompeolas son el misterio más grande de la ingeniería -exageró Alberto Lamiel, abriendo los brazos-. Sí, tío Ricardo, la ciencia y la técnica han resuelto todos los misterios del Universo, menos ése. ¿Nunca te lo habían dicho?

Desde que el tío Ataúlfo me presentó a este sobrino suyo, ingeniero graduado en M.I.T. y considerado ei as de la familia Lamiel, el joven triunfador que me llamaba tío a pesar de no serlo, pues era sobrino de Ataúlfo por la otra rama de la familia, me había caído algo antipático, porque hablaba demasiado y con un tonito inaguantablemente pontifical. Pero, a todas luces, la antipatía no era recíproca, porque, desde que lo conocí, multiplicaba sus atenciones conmigo y me demostraba un aprecio tan efusivo como incomprensible. ¿Qué interés podría tener para este joven brillante y exitoso, que construía edificios por doquier en la expansiva Lima de los ochenta, un oscuro traductor expatriado que volvía al Perú después de tantos años y lo miraba todo entre nostálgico y alelado? No sé cuál, pero Alberto perdía mucho tiempo conmigo. Me había llevado a conocer los barrios nuevos -Las Casuari-nas, La Planicie, Chacarilla, La Rinconada, Villa-, las urbanizaciones de veraneo que brotaban como hongos en las playas del Sur, y mostrado algunas casas rodeadas de parques, lagos y piscinas que parecían salidas de las películas de Hollywood. Como me oyó decir un día que una de las cosas que más envidiaba de niño a mis amigos miraflorinos era que muchos de ellos fueran socios del Regatas -yo tenía que meterme al Club a escondidas o nadando desde la playita vecina de Pescadores-, me invitó a almorzar a la vieja institución chorrillana. Tal como me lo dijo, las instalaciones del Club eran ahora modernísimas, con sus canchas de tenis y frontón, sus piscinas olímpica y temperada y las dos nuevas playas ganadas al mar gracias a dos largos rompeolas. También resultó cierto que el restaurante Alfresco, del Regatas, preparaba un arroz con mariscos, que, acompañado de cerveza helada, sabía a gloria. El panorama, en este mediodía de noviembre, gris, nublado, de un invierno que se resistía a irse, con los fantasmales acantilados de Barranco y Miraflores medio borrados por la neblina, me removía muchas imágenes del fondo de la memoria. Lo que acababa de decirme sobre los rompeolas me sacó del devaneo en que estaba sumido.

– ¿Hablas en, serio? -le pregunté, picado de curiosidad-. La verdad, no me lo creo, Alberto.

– Yo tampoco me lo creía, tío Ricardo. Pero, te juro que es así.

Era un muchacho alto y agringado, atlético -venía al Regatas a jugar paleta y frontón todos los días a las seis de la mañana-, con el pelo cortado casi al rape, muy moreno, que transpiraba suficiencia y optimismo. Mezclaba en sus frases palabritas en inglés. Tenía una novia en Boston con la que se iba a casar dentro de unos meses, apenas se graduara ella de ingeniero químico. Él había rechazado varias ofertas de trabajo en Estados Unidos luego de recibirse con honores en M.I.T. para venir al Perú a «hacer patria», porque si todos los peruanos privilegiados se iban al extranjero «¿quién iba a meter el hombro y sacar adelante nuestro país?». Con sus buenos sentimientos de patriota me estaba jalando las orejas, pero lo hacía sin darse cuenta. Alberto Lamiel era la única persona de su medio social que lucía tanta confianza en el futuro del Perú. En esos meses finales del segundo gobierno de Fernando Belaunde Terry -fines de 1984-, con la inflación disparada, el terrorismo de Sendero Luminoso, los apagones, los secuestros y la perspectiva de que el Apra, con Alan García, ganara las elecciones del próximo año, había mucha incertidumbre y pesimismo en la clase media. Pero a Alberto nada parecía desmoralizarlo. Andaba con una pistola cargada en su camioneta por si lo asaltaban y la sonrisa siempre en la cara. La posibilidad de que Alan García llegara al poder no lo asustaba. Había asistido a una reunión de empresarios jóvenes con el candidato aprista y le pareció «bastante pragmático, nada ideológico».