– O sea, un rompeolas no sale bien o mal debido a causas técnicas, cálculos acertados o errados, aciertos o defectos de construcción, sino a extraños conjuros, a la magia blanca o negra -le tomé el pelo-. ¿Eso es lo que quieres decirme, tú, ingeniero graduado en M.I.T.? ¿La brujería ha llegado a Cambridge, Massachusetts?
– Eso mismo, si lo quieres poner así -me festejó él. Pero volvió a ponerse serio y a afirmar, con enérgicos movimientos de cabeza-: Un rompeolas funciona o no funciona por razones que la ciencia no está en condiciones de explicar. El asunto es tan fascinante que estoy escribiendo un pequeño report para la revista de mi universidad. Te encantaría conocer a mi informante. Se llama Arquímedes, un nombrecito que le cae al pelo. Un personaje de película, tío Ricardo.
Luego de oír las historias de Alberto, los rompeolas del Club Regatas que divisábamos desde la terraza de Alfresco cobraban una aureola legendaria, de monumentos ancestrales, espolones de piedras que no sólo estaban allí, hendiendo el mar, para obligarlo a retirarse, entregando una ceja de playa a los bañistas, sino como reminiscencias de una vieja estirpe, construcciones medio urbanas, medio religiosas, productos a la vez de pericia artesanal y de una sabiduría secreta, sagrada y mítica antes que práctica y funcional. Según mi supuesto sobrino, para construir un rompeolas, determinar exactamente el lugar donde debía ser erigida aquella armazón de bloques de piedras superpuestas o unidas con mezcla, no era suficiente, ni siquiera necesario, el menor cálculo técnico. Lo indispensable era el «ojo» del práctico, especie de brujo, chamán, adivinador, a la manera del rabdomante que detecta los pozos de agua oculta bajo la superficie de la tierra, o del maestro chino de Feng Shui que decide la dirección en que debe ser orientada una casa y los muebles que la ocupan para que los futuros habitantes vivan en paz y disfruten de ella, o, en su defecto, se sientan hostilizados y empujados a desavenencias y fricciones, capaz de detectar por palpito o ciencia infusa -como lo venía haciendo desde hacía medio siglo en la costa de Lima el viejo Arquímedes- dónde construir el rompeolas para que las aguas lo aceptaran y no le sacaran la vuelta arenándolo, socavándolo, doblegándolo por los flancos, impidiéndole cumplir su cometido de rendir al mar.
– A los surrealistas les hubiera encantado oír una cosa así, sobrino -le dije yo, señalando los rompeolas del Regatas sobre los que revoloteaban gaviotas blancas, patillos negros y una bandada de alcatraces de mirada filosófica y buches como cucharones-. Los rompeolas, el perfecto ejemplo de lo maravilloso-cotidiano.
– Después me explicarás quiénes son los surrealistas, tío Ricardo -dijo el ingeniero, llamando al mozo e indicándome de manera perentoria que él pagaría la cuenta-. Ya veo, aunque te hagas el escéptico, mi historia de los rompeolas te ha dejado knocked out de la impresión.
Sí, me había dejado intrigadísimo. ¿Hablaba en serio? Lo que me contó Alberto me estuvo dando vueltas desde ese día, yéndose y volviendo a mi conciencia de tanto en tanto, como si intuyera que siguiendo esa leve huella iba a encontrarme de pronto con la cueva de un tesoro.
Había vuelto a Lima por un par de semanas, de manera un tanto precipitada, con la intención de despedir y enterrar al tío Ataúlfo Lamiel, quien había sido llevado de urgencia a la Clínica Americana, con su segundo ataque cardíaco, y sometido a una operación a corazón abierto, sin muchas esperanzas de sobrevivir a la prueba. Pero, sorprendentemente, sobrevivió y parecía incluso en franco proceso de recuperación con sus ochenta años y sus cuatro by-passes. «Tu tío tiene más vidas que un gato», me dijo el doctor Castañeda, el cardiólogo de Lima que lo operó. «La verdad, yo creí que de ésta no salía.» Mi tío Ataúlfo intervino para decir que era yo, con mi venida a Lima, quien le había devuelto la vida, y no los matasanos. Ya había dejado la Clínica Americana y convalecía en su casa, cuidado por una enfermera permanente y por Anastasia, la criada nonagenaria que lo había acompañado toda la vida. La tía Dolores había fallecido un par de años atrás. Aunque traté de alojarme en un hotel, él insistió para llevarme a su casita de dos pisos, no lejos del Olivar de San Isidro, donde tenía sitio de sobra.
El tío Ataúlfo había envejecido mucho y era ahora un hombrecito frágil que arrastraba los pies y delgadito como un palo de escoba. Pero conservaba la cordialidad desbordante de siempre y se mantenía alerta y curioso, leyendo, ayudándose con una lupa de filatelista, tres o cuatro periódicos diarios, y escuchando todas las noches las noticias para saber cómo andaba el mundo en que vivimos. A diferencia de Alberto, el tío Ataúlfo tenía sombrías prevenciones sobre el futuro inmediato. Creía que Sendero Luminoso y el MRTA (Movimiento Revolucionario Túpac Amaru) tenían para rato y desconfiaba del triunfo del Apra en las próximas elecciones que las encuestas pronosticaban. «Será el puntillazo para el pobre Perú, sobrino», se quejaba.
Yo volvía a Lima después de casi veinte años. Me sentía un extranjero total, en una ciudad en la que casi no quedaba rastro de mis recuerdos. La casa de mi tía Alberta había desaparecido y, en su lugar, surgido un feo edificio de cuatro pisos. Lo mismo ocurría por doquier en Miraflores, donde apenas resistía la modernización una que otra de esas casitas con jardines de mi infancia. Todo el barrio se había despersonalizado con una profusión de edificios de alturas desiguales y la multiplicación de comercios y bosques aéreos de avisos luminosos que competían en vulgaridad y mal gusto. Gracias al ingeniero Alberto Lamiel, había podido echar una ojeada a los barrios miliunanochescos donde se habían desplazado los ricos y acomodados. Estaban rodeados por las gigantescas barriadas, llamadas ahora, eufemísticamente, pueblos jóvenes, donde se habían refugiado millones de campesinos bajados de la sierra, huyendo del hambre y la violencia -las acciones armadas y el terrorismo estaban concentrados en la región de la sierra central principalmente-, que malvivían en casuchas de esteras, palos, latas, trapos o lo que fuera, en asentamientos donde, en la mayoría, no había agua, ni luz, ni desagües, ni calles, ni transporte. Esa coexistencia de la riqueza y la pobreza hacía que, en Lima, los ricos parecieran más ricos y los pobres más pobres. Muchas tardes, cuando yo no salía a reunirme con mis viejos amigos del Barrio Alegre o con mi flamante sobrino Alberto Lamiel, me quedaba conversando con el tío Ataúlfo y este tema volvía obsesivamente a nuestra conversación. A mí me parecía que las diferencias económicas entre la muy pequeña minoría de peruanos que vivía bien y disfrutaba de educación, trabajo, diversiones, y los que a duras penas sobrevivían en condiciones pobres o misérrimas, se habían agravado en estas dos décadas. Según él, era una falsa impresión, debido a la perspectiva que yo traía de Europa, donde la existencia de una enorme clase media diluía y borraba esos contrastes entre los extremos. Pero en el Perú, donde la clase media era muy delgada, aquellos enormes contrastes habían existido siempre. El tío Ataúlfo vivía consternado con la violencia que se abatía sobre la sociedad peruana. «Siempre sospeché que esto podía pasar. Ya está, ha ocurrido. Menos mal que la pobre Dolores no llegó a verlo.» Los secuestros, las bombas de los terroristas, la destrucción de puentes, carreteras, centrales eléctricas, el ambiente de inseguridad y vandalismo, se lamentaba, retrasarían muchos años más ese despegue del país hacia la modernidad en el que el tío Ataúlfo nunca había dejado de creer. Hasta ahora. «Yo ya no veré ese despegue, sobrino. Ojalá que tú sí.»