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Nunca pude darle una explicación convincente de por qué la niña mala no quiso venir a Lima conmigo, porque yo tampoco la tenía. Tomó con disimulado escepticismo que ella no hubiera podido abandonar su trabajo porque, precisamente en esta época del año, la compañía tenía que hacer frente a una demanda abrumadora de convenciones, conferencias, bodas, banquetes y celebraciones de toda índole, lo que le impedía tomarse un par de semanas de vacaciones. Yo no me lo creí tampoco, allá en París, cuando ella esgrimió ese pretexto para no acompañarme, y se lo dije. La niña mala acabó entonces por reconocerme que no era cierto, que, en realidad, no quería venir a Lima. «¿Y por qué. se puede saber?», la tentaba yo. «¿No extrañas tanto la comida peruana? Pues, te propongo un par de semanas con todas las exquisiteces de la gastronomía nacional, el ceviche de corvina, el chupe de camarones, el arroz con pato, el lomito saltado, la causa, el seco de chabelo y todo lo que se te antoje.» No hubo forma, ni en serio ni en broma aceptó mis señuelos para convencerla. No iría al Perú, ni ahora ni nunca. No volvería a poner los pies allá ni por un par de horas. Y cuando yo quise cancelar el viaje, para no dejarla sola, ella insistió en que viajara, alegando que, justamente en esta época, estarían en París los Gravoski, a los que podía recurrir si en algún momento necesitaba ayuda.

Encontrar ese trabajo había sido el mejor remedio para su estado de ánimo. También la ayudó, me parece, que, después de superar las mil complicaciones, nos casáramos y ella se convirtiera, según le gustaba decirme a veces en la intimidad, en «una mujer que, por primera vez en su vida, a punto de cumplir 48 años, tenía sus papeles en regla». Yo pensé que siendo la personita inquieta y libérrima que siempre había sido, trabajar en una compañía que organizaba «eventos sociales» la aburriría muy pronto, y que sería una empleada tan poco competente que la despedirían. No fue así. Al contrario, al poco tiempo se ganó la confianza de su jefa. Y ocuparse, hacer cosas, asumir obligaciones, aunque fuera pedir precios en hoteles y restaurantes, cotejarlos y negociar descuentos," averiguar lo que las empresas, asociaciones, familias, aspiraban a tener -qué clase de paisajes, hoteles, menús, espectáculos, orquestas- en torno a sus encuentros, banquetes, aniversarios, lo tomaba muy a pecho. No sólo trabajaba en la oficina, también en la casa. En las tardes y en las noches, yo la oía, pegada al teléfono, discutiendo detalles de esos contratos con infinita paciencia o dando cuenta a Martine, su jefa, de las gestiones del día. A veces, debía viajar a provincias -generalmente a Provenza, la Costa Azul o Biarrhz- acompañando a Martine, o enviada por ésta. Entonces, me llamaba todas las noches, y me contaba, con lujo de detalles, sus quehaceres del día. Le había hecho bien tener su tiempo ocupado, adquirir responsabilidades y ganar dinero. Otra vez se vestía con coquetería, iba a peluquerías, masajistas, manicuristas y pedicuristas, y constantemente estaba dándome la sorpresa de un cambio de maquillaje, peinado o atuendo. «¿Haces esto para estar a la moda o para tener siempre enamorado a tu marido?» «Lo hago sobre todo porque a los clientes les encanta verme bonita y elegante. ¿Te da celos?» Sí, me daba. Yo seguía enamorado de ella como un becerro y creo que ella lo estaba también de mí, porque, salvo pequeñas crisis pasajeras, desde aquella noche en que estuve a punto de zambullirme en el Sena, advertía unos detalles en nuestra relación antes impensables en ella. «Esta separación de dos semanas será una prueba», me dijo, la noche de mi partida. «A ver si te enamoras más de mí p me dejas por una de esas peruanitas traviesas, niño bueno.» «Para peruanitas traviesas, tengo de sobra contigo.» Había conservado su esbelta silueta -iba siempre los fines de semana al gimnasio de l'avenue Montaigne a hacer ejercicios y nadar- y su cara seguía fresca y animosa.

Nuestro matrimonio fue toda una aventura burocrática. Aunque a ella la tranquilizaba saber que ahora tenía por fin su situación en regla, yo sospechaba que si algún día, por alguna razón, las autoridades de Francia se ponían a escarbar sus papeles, descubrirían que nuestro matrimonio tenía tantos vicios de fondo y de forma que era inválido. Pero no se lo decía, y menos ahora que, luego de cumplirse los dos años de casados, el gobierno francés acababa de concederle la nacionalidad, sin sospechar que la flamante madame Ricardo Somocurcio ya había sido antes naturalizada francesa por matrimonio con el nombre de madame Robert Arnoux.

Para poder casarnos hubo que fabricarle papeles falsos, con un nombre distinto al que tenía cuando se casó con Robert Arnoux. No lo hubiéramos conseguido sin la ayuda del tío Ataúlfo. Cuando le describí, a grandes rasgos, el problema, sin darle más explicaciones que las indispensables y evitando los detalles escabrosos de la vida de la niña mala, me respondió en el acto que no necesitaba saber más. El subdesarrollo tenía soluciones prontas, aunque algo onerosas, para casos como éste. Y, dicho y hecho, en pocas semanas me envió una partida de nacimiento y otra de bautizo, impartidas por la municipalidad y la parroquia de Huaura, a nombre de Lucy Solórzano Cajahuaringa, con las que, siguiendo sus instrucciones, nos presentamos ante el cónsul del Perú en Bruselas, amigo suyo. El tío Ataúlfo le había explicado previamente por carta que Lucy Solórzano, novia de su sobrino Ricardo Somocurcio, había perdido todos sus papeles, incluido el pasaporte, y necesitaba uno nuevo. El cónsul, una reliquia humana de chaleco, leontina y monóculo, nos recibió con una prudente pero educada frialdad. No nos hizo una sola pregunta, por lo que entendí que había sido informado por el tío Ataúlfo de más cosas de las que aparentaba saber. Fue amable, impersonal y guardó todas las formas. Ofició al Ministerio de Relaciones Exteriores y por intermedio de éste al de Gobierno y Policía, y envió copias de las partidas de nacimiento y de bautizo de mi novia, pidiendo autorización para extender un nuevo documento. Al cabo de dos meses la niña mala tenía un pasaporte flamante y una identidad nueva, con la que pudimos gestionarle, siempre en Bélgica, una visa de turista para Francia, avalada por mí, francés nacionalizado y residente en París. De inmediato iniciamos los trámites en la alcaldía del Cin-quiéme, en la plaza del Panteón. Allí nos casamos Finalmente, en octubre de 1982, un mediodía otoñal, con la sola

compañía de los Gravoski, que oficiaron de testigos. No hubo banquete de bodas ni celebración alguna porque esa misma tarde partí yo a Roma con un contrato de dos semanas en la FAO.

La niña mala estaba mucho mejor. Me costaba trabajo a veces verla haciendo una vida tan normal, entretenida con su trabajo y, me parecía, contenta, o por lo menos resignada a esa vida pequeñoburguesa que hacíamos, trabajando mucho toda la semana, preparando la comida en las noches y yendo al cine, al teatro, a una exposición o a un concierto y a cenar en la calle los fines de semana, casi siempre solos, o con los Gravoski cuando estaban aquí, pues ellos seguían pasando varios meses al año en Princeton. A Yilal lo veíamos sólo en los veranos, pues el resto del año permanecía en un colegio de New Jersey. Sus padres habían decidido que se educara en los Estados Unidos. No había huella en él del antiguo problema. Hablaba y crecía con normalidad y parecía muy bien integrado al mundo estadounidense. Nos enviaba postales o una cartita cada tanto y la niña mala le escribía todos los meses y siempre le estaba despachando algún regalo.