Aunque dicen que sólo los imbéciles son felices, confieso que me sentía feliz. Compartir mis días y mis noches con la niña mala me llenaba la vida. A pesar de lo cariñosa que era conmigo, en comparación con lo glacial que había sido en el pasado, ella había conseguido, en efecto, hacerme vivir siempre intranquilo, con la aprensión de que, un buen día, de la manera más inesperada, volvería a las andadas y se esfumaría sin decirme adiós. Siempre se las arreglaba para hacerme saber, o mejor dicho adivinar, que había uno o varios secretos en su vida diaria, una dimensión de su existencia a la que yo no tenía acceso y de la que podía provenir en cualquier momento un terremoto que echaría abajo nuestra convivencia. No me acababa de entrar a la cabeza que Lily la chilenita aceptara que el resto de su vida fuera lo que era ahora: la de una parisina de clase media, sin sorpresas ni misterio, sumida en una estrictísima rutina y desprovista de aventuras.
Nunca estuvimos tan unidos como en los meses que siguieron a nuestra reconciliación, llamémosla así, aquella noche en la que el desconocido clochard surgió en medio de la lluvia y la oscuridad, en el Pont Mirabeau, para salvarme la vida. «¿No sería el mismo Dios en persona el que te cogió de las piernas, niño bueno?», se burlaba ella. Nunca se creyó del todo que estuve a punto de matarme. «Cuando uno quiere suicidarse, lo hace, y no hay clochard que te lo impida, Ricardito», me dijo más de una vez. En esa época todavía los ataques de terror le sobrevenían de cuando en cuando. Entonces, exangüe, con los labios cárdenos, muy pálida y con grandes ojeras, no se apartaba de mí un solo segundo. Me seguía por toda la casa como un perrito faldero, tomada de mi mano, prendida de mi correa o mi camisa, porque ese contacto físico le daba la mínima seguridad sin la cual, me decía balbuceando, «me desintegraría». Verla sufrir de esa manera me hacía sufrir a mí también. Y, algunas veces, la inseguridad que la poseía en medio de la crisis era tal que ni siquiera al baño podía ir sola; muerta de vergüenza, con los dientes chocándole, me pedía que entrara con ella al excusado y la tuviera de la mano mientras hacía sus necesidades.
Nunca pude hacerme una idea precisa de la naturaleza del miedo que de pronto la invadía, sin duda porque ello no tenía una explicación racional. ¿Eran imágenes difusas, sensaciones, presentimientos, la adivinación de que algo terrible estaba por abatirse sobre ella y destrozarla? «Eso y mucho más.» Cuando padecía uno de esos ataques de miedo, que por lo general le duraban unas horas, esa mujercita tan audaz y de tanto carácter se volvía tan indefensa y vulnerable como una niñita de pocos años. Yo la sentaba en mis rodillas y la hacía acurrucarse contra mí. La sentía temblar, suspirar, aferrada a mí con una desesperación que nada atenuaba. Al cabo de un rato, caía dormida en un sueño profundo. Luego de una o dos horas, despertaba y estaba bien, como si nada le hubiera ocurrido. Todos mis ruegos para que aceptara volver a la clínica de Petit Clamart fueron inútiles. Al final, dejé de insistir porque la sola mención del tema la enfurecía. En esos meses, pese a estar tan unidos físicamente, apenas hacíamos el amor, porque ni siquiera en la intimidad de la cama alcanzaba la mínima tranquilidad, el momentáneo abandono, para entregarse al placer.
El trabajo la ayudó a salir de ese período difícil. Las crisis no desaparecieron de golpe, pero fueron haciéndose menos frecuentes y también menos intensas. Ahora, parecía mucho mejor, convertida casi en una mujer normal. Bueno, en el fondo yo sabía que ella no sería nunca una mujer normal. Y tampoco quería que lo fuese, porque lo que yo amaba en ella era también lo indómito e imprevisible de su personalidad.
En las charlas que reñíamos durante su convalecencia, el tío Ataúlfo nunca me hizo preguntas sobre el pasado de mi mujer. Le enviaba saludos, estaba encantado de tenerla en la familia, esperaba que alguna vez se animara a venir a Lima para conocerla, pues, en caso contrario, a él, a pesar de sus achaques, no le quedaría otro remedio que ir a visitarnos a París. Tenía enmarcada en una mesita de la sala la foto que le enviamos, tomada el día de nuestro matrimonio, al salir de la alcaldía, con el telón de fondo del Panteón.
En esas charlas, generalmente en las tardes, después del almuerzo, que se prolongaban a veces horas, hablábamos mucho del Perú. Él había sido un belaundista entusiasta toda su vida, pero ahora, apenado, me confesó que el segundo gobierno de Belaunde Terry lo había decepcionado. Salvo devolver los periódicos y los canales expropiados por la dictadura militar de Velasco Alvarado, no se había atrevido a corregir ninguna de las seudoreformas de aquélla, que habían empobrecido y enconado aún más al Perú, y, además, habían provocado una inflación que daría el triunfo al Apra en las próximas elecciones. Y, a diferencia de su sobrino Alberto Lamiel mi tío no se hacía ilusiones con Alan García. Yo me decía que, sin dupla, había en el país donde yo había nacido y del que me había apartado de una manera cada día más irreversible, muchos hombres y mujeres como él, básicamente decentes, que, a lo largo de toda una vida, habían soñado con un progreso económico, social, cultural y político, que hiciera del Perú una sociedad moderna, próspera, democrática, con oportunidades abiertas a todos, sólo para verse frustrados una y otra vez, y que, como el tío Ataúlfo, llegaban a la vejez -a orillas de la muerte- aturdidos, preguntándose por qué en vez de avanzar retrocedíamos y estábamos ahora peor -con más contrastes, desigualdades, violencias e inseguridad- que cuando empezaron a vivir.
– Qué bien hiciste en irte a Europa, sobrino -era su estribillo, que repetía atusándose la barbita entrecana que se había dejado crecer-. Imagínate lo que sería de ti si te hubieras quedado a trabajar aquí, con todos estos apagones, bombas y secuestros. Y la falta de trabajo para los jóvenes.
– No estoy tan seguro, tío. Sí, es verdad, tengo una profesión que me permite vivir en una ciudad maravillosa. Pero, allá, he terminado por convertirme en un ser sin raíces, en un fantasma. Nunca seré un francés, aunque tenga un pasaporte que diga que lo soy. Allá seré siempre un méteque. Y he dejado de ser un peruano, porque aquí me siento todavía más extranjero que en París.
– Pues, supongo que sabes que, según una encuesta de la Universidad de Lima, el sesenta por ciento de los jóvenes tienen, como primera aspiración en la vida, irse al extranjero; la inmensa mayoría a Estados Unidos y el resto a Europa, a Japón, a Australia, a donde sea. Cómo podríamos reprochárselo, ¿no es cierto? Si su país no puede darles ni trabajo, ni oportunidades, ni seguridad, es lícito que quieran marcharse. Por eso le tengo tanta admiración a Alberto. Hubiera podido quedarse en Estados Unidos con un magnífico puesto y prefirió venir a romperse el alma por el Perú. Ojalá no lo lamente. Él te ha tomado mucho aprecio, ¿te has dado cuenta, no, Ricardo?
– Sí, tío, y yo también a él. La verdad, es muy amable. Gracias a mi sobrino he conocido otras caras de Lima. La de los millonarios y la de las barriadas.
Precisamente en ese momento sonó el teléfono y era Alberto Lamiel, que me llamaba.
– ¿Te gustaría conocer al viejo Arquímedes, el constructor de rompeolas del que te hablé?
– Claro que sí, hombre -le dije, entusiasmado.
– Están construyendo un nuevo espigón en La Punta y el ingeniero de la municipalidad es mi amigo Chicho Cánepa. Mañana en la mañana, si te parece. Pasaré a buscarte a las ocho. ¿No es muy temprano para ti, no?
– Me debo haber vuelto muy viejo, tío Ataúlfo, a pesar de tener sólo cincuenta años -le dije a éste, cuando colgué el teléfono-. Porque, Alberto, siendo tu sobrino, es en realidad mi primo. Pero él se empeña en llamarme tío. Debo parecerle prehistórico.