– No es eso -se rió el tío Ataúlfo-. Como vives en París, le inspiras respeto. Vivir en esa ciudad es toda una credencial para él, equivale a haber triunfado en la vida.
A la mañana siguiente, puntual como un reloj, Alberto pasó unos minutos antes de las ocho, acompañado del ingeniero Cánepa, encargado de los trabajos en la playa de Cantolao y el muelle de La Punta, un hombre ya mayor,.de anteojos oscuros y con una gran barriga cervecera. Éste se bajó de la camioneta Cherokee de Alberto y me cedió el asiento de adelante. Los dos ingenieros llevaban pantalones vaqueros, camisas abiertas y casacas de cuero. Me sentí ridículo con mi ternito, mi camisa de cuello y mi corbata junto a esos caballeros de atuendo deportivo.
– Le va a impresionar mucho el viejo Arquímedes -me aseguró el ingeniero amigo de Alberto, al que éste le decía Chicho-. Es un loco lindo. Lo conozco hace veinte años y todavía me deja boquiabierto con las historias que cuenta. Es un mago, ya lo verá. Y un contador de anécdotas amenísimo.
– Habría que ponerle una grabadora, te juro, tío Ricardo -empalmó Alberto-. Sus historias de los rompeolas son macanudas, yo ando siempre jalándole la lengua.
– Todavía no me cabe en la cabeza lo que me contaste, Alberto -dije yo-. Sigo pensando que me has estado tomando el pelo. Me parece imposible que para construir un espigón en el mar se necesite más un brujo que un ingeniero.
– Pues, mejor créaselo -lanzó una carcajada Chicho Cánepa-. Porque, si alguien lo sabe soy yo, por experiencia amarga.
Le dije que dejara de ustearme, que no era tan viejo, y que a partir de ahora nos tuteáramos.
Ibamos siguiendo la carretera de la playa, rumbo a Magdalena y San Miguel, al pie de los acantilados desnudos y, a nuestra izquierda, un mar agitado y medio oculto por la neblina en el que, a pesar de ser todavía invierno, había algunos tablistas corriendo olas enfundados en sus trajes de goma. Silentes, borrosos, cabalgaban sobre el mar, algunos con los brazos en alto y balanceando el cuerpo para guardar el equilibrio. Chicho Cánepa contó lo que le había ocurrido con uno de los espigones de la Costa Verde que acabábamos de dejar atrás, ese a medio hacer que lucía un mástil en la punta. La Municipalidad de Miraflores le había encargado ensanchar la pista y construir dos rompeolas para ganarle una playa al mar. No tuvo ninguna dificultad con el primero, que se erigió en el lugar que Arquímedes aconsejó. Chicho quería que el segundo estuviera a distancia simétrica del otro, entre los restaurantes Costa Verde y La Rosa Náutica. Arquímedes se obstinó: no iba a resistir, el mar se lo tragaría.
– No había ninguna razón para que no resistiera -dijo el ingeniero Cánepa, enfático-. Yo sé de esas cosas, para eso he estudiado. Las olas y las corrientes eran las mismas que golpeaban al primero. La línea de ruga, idéntica, así como la profundidad del zócalo marino. Los peones me insistieron que le hiciera caso a Arquímedes, pero me pareció un capricho de un viejo borracho para justificar su sueldo. Y lo construí donde me pareció. ¡En mala hora, amigo Ricardo! Le metí el doble de piedras y de mezcla que al primero, y el maldito se me arenaba una y otra vez. Provocaba remolinos que alteraban todo el entorno y creaban corrientes y mareas que volvieron la playa un peligro para los bañistas. En menos de seis meses, el mar me hizo trizas el endemoniado espigón y lo dejó hecho la ruina que has visto. Cada vez que paso por ahí me arde la cara. ¡Un monumento a mi vergüenza! La Municipalidad me multó y resulté perdiendo plata.
– ¿Qué explicación te dio Arquímedes? ¿Por qué no podía construirse ahí el rompeolas?
– Las explicaciones que te da no son explicaciones -dijo Chicho-. Son cojudeces. Como «El mar no lo acepta ahí», «Ahí no encaja», «Ahí se va a mover y, si se mueve, el agua lo tumba». Huevadas así, sin pies ni cabeza. Brujerías, como tú dices, o lo que sea. Pero, después de lo que me pasó en la Costa Verde, yo, calladito, lo que el viejo diga. En materia de rompeolas, no hay ingeniería que valga: él sabe más.
La verdad, me sentía impaciente por conocer a esa maravilla de carne y hueso. Alberto dijo que ojalá lo encontráramos en plena observación del mar. Entonces, Arquímedes se volvía un espectáculo: sentado en la playa con las piernas cruzadas como un Buda, inmóvil, petrificado, podía pasarse horas escudriñando las aguas, en estado de metafísica comunicación con las fuerzas ocultas de las mareas y los dioses de las honduras marinas, interrogándolos, escuchándolos o rezándoles en silencio. Hasta que, por fin, parecía resucitar. Mascullando algo se ponía de pie y, haciendo un enérgico ademán, sentenciaba: «Sí se puede», o «No se puede», en cuyo caso había que irse a buscar otro lugar propicio para el rompeolas.
Y, entonces, de pronto, a la altura de la placita de San Miguel empapada por la garúa, sin sospechar la con moción que iba a desencadenar en mi intimidad, al ingeniero Chicho Cánepa se le ocurrió decir:
– Es un viejo lindo y fantaseador. Siempre anda contando extravagancias, porque también le dan delirios de grandeza. En una época se inventó que tenía una hija en París y que se lo iba a llevar a vivir allá, con ella, ¡a la Ciudad Luz!
Fue como si la mañana se hubiera quedado de repente a oscuras. Sentí la acidez que me producía a veces una antigua úlcera al duodeno, un chisporroteo de luces de fogueo en la cabeza, no sé exactamente qué más sentí pero fueron muchas cosas y, en ese momento, supe por qué, desde que a Alberto Lamiel se le ocurrió contarme en el Regatas la historia de Arquímedes y los rompeolas de Lima, había sentido ansiedad, la extraña comezón que precede a lo inesperado, la premonición de un cataclismo o de un milagro, como si aquella historia contuviera algo que me concernía profundamente. A duras penas me aguanté las ganas de abrumar a preguntas a Chicho Cánepa por lo que acababa de decir.
Apenas bajamos de la camioneta en el malecón Figueredo de La Punta, frente a la playa de Cantolao, supe quién era Arquímedes sin necesidad de que me lo señalaran. No se estaba quieto. Caminaba con las manos en los bolsillos, a la orilla misma donde venían a morir los suaves tumbos en la playita de piedras y guijarros negros que yo no había vuelto a ver desde mi adolescencia. Era un cholo blancón y misérrimo, esmirriado, con los pelos ralos y revueltos, alguien que había traspasado seguramente hacía tiempo esa edad donde comienza la vejez, la anodina estación en la que desaparecen las distancias cronológicas y un hombre puede tener setenta, ochenta y acaso noventa años sin que se note mucho la diferencia. Vestía una camisa azul raída, en la que apenas quedaba un botón y a la que el viento de la fría y gris mañana inflaba, dejando ver el pecho lampiño y huesudo del viejo, que, algo curvado sobre sí mismo y tropezando en las piedras de la playa, iba de un lado al otro, dando unas zancadas de garza y amenazando con derrumbarse a cada paso.
– ¿Ése es, no es cierto? -les pregunté.
– Quién va a ser, sino él -dijo Chicho Cánepa, Y, haciendo bocina con las manos, gritó-: ¡Arquímedes! ¡Arquímedes! Ven, aquí hay alguien que quiere conocerte. Vino desde Europa para verte la cara, figúrate.
El viejo se detuvo y su cabeza dio un respingo. Nos miró, desconcertado. Luego, asintió y avanzó hacia nosotros, haciendo equilibrio sobre las piedras negras y plomizas de la. playa. Cuando estuvo más cerca, pude verlo mejor. Tenía las mejillas hundidas, como si hubiera perdido toda la dentadura, y le partía el mentón una hendidura que bien podía ser una cicatriz. Lo más vivo y potente de su persona eran sus ojos, pequeños y acuosos pero intensos y beligerantes, que miraban sin pestañear, con fijeza insolente. Debía de ser muy viejo, sí, por las arrugas de su frente y las que rodeaban sus ojos y daban a su cuello la apariencia de una cresta de gallo, y por las manos nudosas de uñas negras que tendió para saludarnos.
– Eres tan famoso, Arquímedes, que, aunque no te lo creas, mi tío Ricardo ha venido desde Francia a conocer al gran constructor de rompeolas de Lima -le dijo Alberto, dándole una palmada en la espalda-. Quiere que le expliques cómo, por qué, sabes dónde se puede levantar un rompeolas y dónde no.