– Eso no se explica -me estiró la mano el viejo, despidiendo una lluviecita de saliva al hablar-. Eso se siente en las tripas. Mucho gusto, caballero. ¿Es usted un franchute, entonces?
– No, soy peruano. Pero vivo allá hace muchos años.
Tenía una vocecita cascada y aguda y apenas terminaba las palabras, como si le faltara el resuello para pronunciar todas las letras. Casi sin hacer una pausa, apenas me hubo saludado se dirigió a Chicho Cánepa:
– Lo siento, pero creo que aquí no se va a poder, ingeniero.
– Cómo que crees -se enfureció éste, alzando!a voz-. ¿Estás o no estás seguro?
– No estoy seguro -reconoció el viejo, incómodo, frunciendo todavía más la cara. Hizo una pausa y, echando una ojeada veloz al océano, añadió-: Mejor dicho, ni siquiera sé si estoy seguro. No se enoje usted conmigo, pero hay algo como que me dice que no.
– No jodas, pues, Arquímedes -protestó el ingeniero Cánepa, manoteando-. Tienes que darme una conclusión categórica. O, carajo, no te pago.
– Es que a veces el mar es una hembra mañosa, de esas que dicen «sí, pero no», «no, pero sí» -se rió el viejo, abriendo de par en par una bocaza en la que se veían apenas dos o tres dientes. Y entonces me di cuenta de que su aliento estaba impregnado de un olor fuerte y picante, a algún cañazo o pisco muy recio.
– Estás perdiendo tus poderes, Arquímedes -le dio otra palmada afectuosa mi sobrino Alberto-. Antes nunca dudabas en estas cosas.
– No creo que sea así, ingeniero -dijo Arquímedes, poniéndose muy serio. Señaló con un ademán las aguas verde grisáceas-. Son cosas del mar, que tiene sus secretos, como todo el mundo. Casi siempre me doy cuenta a la primera luqueada si se puede o no se puede. Pero esta playa de Cantolao es bien jodida, tiene sus truquitos y me despista.
La resaca y el ruido de los tumbos al golpear contra las piedras de la playa eran muy fuertes y, por momentos, la voz del viejo se me perdía. Le descubrí un tic: de tanto en tanto se llevaba una mano a la nariz y la sobaba, muy rápido, como espantando un insecto.
Se habían acercado un par de hombres con botas y casacas de lona con unas letras amarillas estampadas que decían «Municipalidad del Callao». Chicho Cánepa y Alberto hicieron un aparte con ellos. Oí que aquél les decía, sin importarle que lo oyera Arquímedes: «Ahora resulta que el pendejo no está seguro si se puede o no se puede. Así que la decisión tendremos que tomarla nosotros, nomás».
El viejo estaba a mi lado, pero no me miraba. Ahora tenía de nuevo la vista clavada en el mar y, al mismo tiempo, movía despacito los labios, como rezando o hablando solo.
– Arquímedes, me gustaría invitarlo a almorzar -le dije, en voz baja-. Para que me hable un poco de los rompeolas. Es un tema que me interesa muchísimo. Usted y yo solos. ¿Aceptaría?
Volvió la cabeza y me clavó su mirada quieta, ahora grave. Lo había desconcertado mucho mi invitación. Una expresión de recelo asomó entre sus arrugas y frunció el ceño:
– ¿A almorzar? -repitió, confuso-. ¿Adonde?
– A donde usted quiera. A donde le guste. Usted elige el lugar y yo lo invito. ¿Aceptaría?
– ¿Y, cuándo? -ganó tiempo el viejo, escrutándome con desconfianza creciente.
– Ahora. Hoy, por ejemplo. Digamos que lo recojo aquí mismo, a eso de las doce, y nos vamos a almorzar juntos donde usted escoja. ¿Aceptaría?
Después de un rato, asintió, sin dejar de mirarme, como si yo, de pronto, me hubiera vuelto una amenaza para él. «¿Qué demonios puede querer este sujeto conmigo?», decían sus ojos quietos y líquidos, de un color pardo amarillento.
Cuando, media hora después, Arquímedes, Alberto, Chicho Cánepa y los tipos de la Municipalidad del Callao acabaron de discutir, y mi sobrino y su amigo subieron a la camioneta que habían dejado cuadrada en el malecón Figueredo, les anuncié que yo me quedaría por aquí. Quería caminar un poco por La Punta, recordando mi juventud, cuando a veces veníamos con mis amigos del Barrio Alegre a los bailes del Regatas Unión y a enamorar a unas mellizas rubiecitas, las Lecca, que vivían cerca de aquí y que participaban en los campeonatos de veleros del verano. Luego me regresaría a Miraflores en un taxi. Se quedaron un poco sorprendidos, pero, al final, partieron, no sin recomendarme que tuviera mucho cuidado dónde me metía, el Callao estaba lleno de pericotes y los atracos y los secuestros estaban a la orden del día últimamente.
Di un largo paseo, remontando los malecones Figueredo, Pardo y Wiese. Las grandes casonas de cuarenta o cincuenta años atrás lucían descoloridas, mordidas y ensuciadas por la humedad y el tiempo, y sus jardines marchitos. Aunque en franca decadencia, el barrio guardaba rastros de su antiguo esplendor, como una vieja señora que arrastrara consigo una sombra de la belleza que fue. Estuve curioseando las instalaciones de la Escuela Naval, a través de las rejas. Vi a un grupo de cadetes, con uniformes blancos de diario, desfilando, y a otro que, a la orilla del embarcadero, ataba los cabos de una lancha al muelle. Y, mientras, todo el tiempo, me repetía: «Es imposible. Es absurdo. Un disparate sin pies ni cabeza. Olvídate de esa fantasía, Ricardo Somocurcio». Era una demencia suponer semejante asociación. Pero, al mismo tiempo, recapacitaba: ya me habían pasado bastantes cosas en la vida para saber que nada era imposible, que las más estrafalarias e inverosímiles coincidencias y ocurrencias podían suceder cuando estaba de por medio esa mujercita que era ahora mi mujer. A pesar de las decenas de años que no volvía por aquí, La Punta no había cambiado tanto como Miraflores, tenía siempre un aire señorial, pasado de moda, una pobreza elegante. Ahora entre las casas, también habían surgido algunos edificios impersonales y opresivos, como en mi antiguo barrio, pero eran escasos y no llegaban a destruir del todo la armonía del conjunto. Las calles estaban casi desiertas, salvo por alguna que otra sirvienta que venía de hacer las compras, y alguna que otra ama de casa que empujaba un cochecito con un niño o había sacado a su perro a orinar a la orilla del mar.
A las doce llegué de nuevo a la playa de Cantolao, ahora casi enteramente cubierta por la neblina. Sorprendí a Arquímedes en la postura en que me lo había descrito Alberto: sentado como un Buda, inmóvil, mirando fijamente el mar. Estaba tan quieto que una bandada de gaviotas blancas caminaba alrededor de él, indiferente a su presencia, picoteando entre las piedras en busca de algo de comer. El rumor de la resaca era más fuerte. A ratos, las gaviotas chillaban al mismo tiempo: un sonido entre ronco y agudo, a veces estridente.
– Sí se puede construir el rompeolas -dijo Arquímedes al verme, con una sonrisita de triunfo. Y chasqueó los dedos-: Al ingeniero Cánepa le voy a dar un alegrón.
– ¿Ahora sí está usted seguro?
– Segurísimo, claro que sí -dijo, moviendo varias veces la cabeza y con un tonito jactancioso. Sus ojitos brillaban de satisfacción.
Me señaló el mar con absoluta convicción, como indicándome que la evidencia estaba allí para cualquiera que se dignara verla. Pero yo lo único que veía era una lengua de agua gris verdosa, manchada de espuma, que embestía contra las piedras, provocando un ruido simétrico y por momentos estruendoso, y se retiraba dejando unas madejas de yuyos color marrón. La neblina avanzaba y pronto nos iba a envolver.
– Me deja usted maravillado, Arquímedes. ¡Qué facultades tiene! ¿Qué ha pasado desde esta mañana, cuando usted dudaba, y ahora, en que por fin está seguro? ¿Ha visto algo? ¿Ha oído algo? ¿Ha sido un pálpito, una adivinación?
Como vi que el viejo tenía dificultades para incorporarse, lo ayudé, tomándolo del brazo. Era delgadito, sin músculos, de huesos blandos, como la extremidad de un batracio.