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– He sentido que sí se podía -me explicó Arquímedes, callándose de inmediato, como si ese verbo pudiera aclarar todo el misterio.

Remontamos en silencio la empinada playa pedregosa, hacia el malecón Figueredo. Al viejo se le hundían en las piedras, las zapatillas agujereadas y, corno me pareció que en cualquier momento se iba a caer, lo cogí otra vez del brazo para sostenerlo, pero él se zafó, con un gesto de fastidio.

– ¿Dónde quiere que vayamos a almorzar, Arquímedes?

Dudó un segundo y, después, señaló hacia el borroso y fantasmal horizonte del Callao.

– Allá, en Chucuito, conozco un sitio -dijo, dudando-. El Chim Pum Callao. Hacen buenos ceviches, con pescado fresquito. A veces, el ingeniero Chicho va allá a empujarse unas butifarras.

– Estupendo, Arquímedes. Vamos allá. Me gusta mucho el ceviche y hace siglos que no me como una butifarra.

Mientras caminábamos hacia Chucuito escoltados por una brisa fría, oyendo los chillidos de las gaviotas y el estrépito del mar, le dije a Arquímedes que el nombre de ese restaurante me recordaba a la hinchada del Sport Boys, el celebérrimo equipo de fútbol del Callao, que, en los partidos en el Estadio Nacional, en la calle José Díaz, cuando yo era niño, atronaba las tribunas con esa barra estentórea: «¡Chim Pum! ¡Callao! ¡Chim Pum! ¡Callao!». Y, también, que, pese a todos los años pasados, recordaba siempre a esa pareja milagrosa de delanteros del Sport Boys, Valeriano López y Jerónimo Barbadillo, el terror de todos los defensores que se enfrentaban al cuadro de las camisetas rosadas.

– A Barbadillo y a Valeriano López los conocí yo de muchachos -dijo el viejo; caminaba algo encogido, mirando al suelo, y el viento alborotaba sus pelos ralos y blancuzcos-. Hasta pateamos pelota juntos algunas veces en el estadio del Potao, donde el Boys entrenaba, o en los descampados del Callao. Antes de que se hicieran famosos, por supuesto. En esa época, los futbolistas jugaban sólo por la gloria. A lo más, les caían propinas, de cuando en cuando. A mí me gustaba mucho el fútbol. Pero nunca fui buen futbolista, no tenía resistencia. Me cansaba rápido y llegaba al segundo tiempo jadeando como un perro.

– Bueno, usted tiene otras habilidades, Arquímedes. Eso que usted domina, dónde construir los rompeolas, lo sabe muy poca gente en el mundo. Es una genialidad sólo suya, le aseguro.

El Chim Pum Callao era una fondita de mala muerte, en una de las esquinas del Parque José Calvez. Los alrededores estaban llenos de vagos y chiquillos que vendían dulces, loterías, maní, manzanas confitadas, en unos carritos de madera o en tablas tendidas sobre caballetes. Arquímedes debía andar por aquí con frecuencia, porque saludaba con la mano a los transeúntes y algunos perros callejeros vinieron a enredarse en sus pies. Al entrar al Chim Pum Callao, la patrona del local, una negra gorda con ruleros que atendía detrás del mostrador, un largo tablón apoyado en dos barriles, lo saludó con afecto: «Hola, viejito rompeolero». Había unas diez mesitas rústicas, con asientos que eran bancas, y sólo una parte del techo tenía calamina; en la otra, abierta, se divisaba el cielo nuboso y triste del invierno. Una radio tocaba a todo volumen una salsa de Rubén Blades: Pedro Navaja. Nos sentamos en una mesa cerca de la puerta, pedimos ceviches, butifarras y una cerveza Pilsen bien helada.

La negra con ruleros era la única mujer en todo el local. Casi todas las mesas estaban ocupadas, por dos, tres o cuatro comensales, hombres que debían de trabajar por las cercanías pues algunos tenían los guardapolvos que llevan los obreros de los frigoríficos y, en una mesa, al pie de las bancas, había unos cascos y maletines de electricistas.

– ¿Qué es lo que usted quería saber, caballero? -abrió el fuego Arquímedes. Me miraba lleno de curiosidad y, a intervalos sincrónicos, se llevaba la mano a la nariz, para sobársela y espantar al inexistente insecto-. A qué debo esta invitación, quiero decir.

– Cómo descubrió que tenía usted esa facultad para adivinar las intenciones del mar -le pregunté-. ¿De niño? ¿De joven? Cuénteme. Todo lo que me pueda decir al respecto me interesa mucho.

Se encogió de hombros, como si no recordara o como si la cosa no mereciera que se ocuparan de ella. Murmuró que alguna vez un periodista de La Crónica había venido a entrevistarlo sobre eso y pareció que enmudecía. Por fin, murmuró: «No son cosas que pasan por mi cabeza y por eso no puedo explicarlo. Sé dónde se puede y dónde no. Pero, hay veces que me quedo en ayunas. Quiero decir, no siento nada». Volvió a quedarse callado un buen rato. Sin embargo, apenas trajeron la cerveza y brindamos y nos tomamos un trago, se lanzó a hablar y a contarme su vida, con bastante desenvoltura. No había nacido en Lima, sino en la sierra, en Fallanca, pero su familia bajó a la costa cuando él estaba apenas empezando a caminar, de manera que no tenía ningún recuerdo de la sierra y era como si hubiera nacido en el Callao. Se sentía un chalaco cabal, de corazón. Había aprendido a leer y escribir en la Escuela Fiscal Número 5, de Bellavista, pero no terminó ni siquiera la primaria porque, para «parar la olla de la familia», su padre lo puso a trabajar de vendedor de helados, en un triciclo de una heladería famosísima, ya desaparecida, que estaba en la avenida Sáenz Peña: La Deliciosa. De niño y de joven había sido un poco de todo, ayudante de carpintero, albañil, mandadero de una agencia de aduanas, hasta que por fin entró a trabajar como ayudante de una lancha pesquera, que tenía su base en el Terminal Marítimo. Ahí empezó a descubrir, sin darse cuenta cómo ni por qué, que él y el mar «se entendían como dos yuntas». Sabía olfatear antes que nadie dónde había que tirar las redes porque allí vendrían a buscar comida los bancos de anchoveta y también dónde no, porque allí las malaguas espantarían a los peces y no picaría el anzuelo ni un mísero bagre. Se acordaba muy bien de la primera vez que ayudó a construir un espigón en el mar del Callao, a la altura de La Perla, más o menos donde termina la avenida de las Palmeras. Todos los esfuerzos de los maestros de obra para que la estructura resistiera el oleaje fueron inútiles. «¿Qué mierda pasa, por qué se arena todo el tiempo esta maldita cojudez?» El contratista, un chinocholo chiclayano cascarrabias, se jalaba los pelos y mandaba a la concha de su madre al mar y a todo el mundo. Pero, por más que puteara y carajeara, el mar decía nones. Y, cuando el mar dice nones, es nones, caballero. En esa época él no había cumplido aún veinte años y andaba saltón porque todavía podían levarlo para el servicio militar.

Entonces, Arquímedes se había puesto a pensar, a reflexionar, y, en lugar de putearlo, se le ocurrió «hablarle al mar». Más todavía que eso, «a escucharlo como se escucha a un amigo». Se llevó la mano a la oreja y adoptó una expresión atenta y sometida, como si ahora mismo estuviera recibiendo las confidencias secretas del océano Una vez, el párroco de la iglesita del Carmen de la Legua le había dicho: «¿Tú sabes a quién escuchas, Arquímedes? A Dios. El te dicta esas cosas sabias que dices sobre el mar». Bueno, tal vez, tal vez Dios vivía en el mar. Y así fue, pues. Se puso a escuchar y entonces sí, caballero, el mar le hizo sentir que, si en vez de levantarlo ahí, donde no quería, lo plantaban cincuenta metros más al norte, hacia La Punta, «el mar se resignaría al rompeolas», fue y se lo dijo al maestro de obras. El chiclayano, primero, se cagó de risa, como era de suponer. Pero, después, de pura desesperación, dijo: «Probemos, maldita sea». Probaron en el sitio que sugirió Arquímedes y el rompeolas le paró los machos al mar. Ahí estaba todavía, enterito, resistiendo los clones. Se corrió la voz y Arquímedes se fue haciendo fama de «brujo», de «mago», de «rompeolero». Desde entonces, no se hacía un rompeolas en toda la bahía de Lima sin que los maestros de obra o los ingenieros lo consultaran. No sólo en Lima. A él lo habían llevado a Cañete, a Pisco, a Supe, a Chincha, a un montón de sitios, para que asesorara en la construcción de espigones. Tenía el orgullo de decir que, en toda su larga vida profesional, muy pocas veces se había equivocado. Aunque algunas sí, porque el único que no se equivoca nunca es Dios, y tal vez el Diablo, caballero.