De esa intimidad de diez días saqué una certeza: a la camarada Arlette, la política en general, y la revolución en particular, le importaban un comino. Era probablemente un cuento chino su militancia en la Juventud Comu nista y después en el MIR, así como sus estudios en la Universidad Católica. No sólo no hablaba jamás de temas políticos ni universitarios; cuando yo llevaba la conversación a ese terreno, no sabía qué decir, ignoraba las cosas más elementales y se las arreglaba para cambiar de tema muy de prisa. Era evidente que se había conseguido esta beca de guerrillera para salir del Perú y viajar por el mundo, algo que de otro modo, siendo una chica de origen muy humilde -saltaba a la vista-, jamás hubiera podido hacer. Pero sobre nada de esto me atreví a interrogarla para no ponerla en aprietos, ni obligarla a contarme otro cuento chino.
Al día octavo de nuestra púdica luna de miel accedió, de manera inesperada, a pasar la noche conmigo en el Hotel du Sénat. Era algo que yo le había pedido -rogado- en vano todos los días anteriores. Esta vez, ella tomó la iniciativa:
– Hoy te acompaño yo, si quieres -me dijo, en la noche, mientras comíamos un par de sándwiches de pan baguette con queso gruyere (ya no me quedaban recursos para un restaurante) en un bistrotát la rué de Tournon. Mi pecho se aceleró como si acabara de correr la maratón.
Después de una pesada negociación con el guardián del Hotel du Sénat -«Pos de visites nocturnes a l´hotel, monsieur!»-, que a la camarada Arlette la dejó impávida, pudimos subir los cinco pisos sin ascensor hasta mi buhardilla. Se dejó besar, acariciar, desnudar, siempre con esa curiosa actitud de prescindencia, sin permitirme acortar la invisible distancia que guardaba frente a mis besos, abrazos y cariños, aunque me abandonara su cuerpo. Me emocionó verla desnuda, sobre la camita colocada en el rincón del cuarto donde el techo se inclinaba y apenas llegaba el resplandor de la única bombilla. Era muy delgada, de miembros bien proporcionados, con una cintura tan estrecha que, me pareció, yo hubiera podido ceñirla con mis dos manos. Bajo la pequeña mancha de vellos en el pubis, la piel lucía más clara que en el resto de su cuerpo. Su piel, olivácea, de reminiscencias orientales, era suave y fresca. Se dejó besar largamente de la cabeza a los pies, manteniendo la pasividad de costumbre, y escuchó como quien oye llover el poema Material nupcial, de Neruda, que le recité al oído, y las palabras de amor que le balbuceaba, de manera entrecortada: ésta era la noche más feliz de mi vida, nunca había deseado a nadie tanto como a ella, siempre la querría.
– Metámonos bajo la frazada porque hace mucho frío -me interrumpió, bajándome a la pedestre realidad-. Cómo no te hielas acá.
Estuve a punto de preguntarle si debía cuidarme, pero no lo hice, amoscado por su actitud tan desenvuelta, como si tuviera siglos de experiencia en estas lides y fuera yo más bien el primerizo. Hicimos el amor con dificultad. Ella se entregaba sin el menor embarazo, pero resultó ser muy estrecha y, en cada uno de mis esfuerzos para penetrarla, se encogía, con una mueca de dolor: “Más despacito, más despacito”. Al final, la amé y fui feliz amándola. Era cierto que nada me hacía tanta ilusión como estar allí con ella, era cierto que en mis escasas y siempre fugaces aventuras nunca había sentido esa mezcla de ternura y deseo que ella me inspiraba, pero dudo que fuera también el caso de la camarada Arlette. Todo el tiempo me dio más bien la impresión de hacer lo que hacía sin que en el fondo le importara.
A la mañana siguiente, cuando abrí los ojos, la vi, aseada y vestida, al pie de la cama, observándome con una mirada que traslucía una profunda inquietud.
– ¿De veras estás enamorado de mí?
Asentí varias veces y estiré la mano para coger la suya, pero ella no me la alcanzó.
– ¿Quieres que me quede a vivir contigo, aquí en París? -me preguntó, con el tono de voz con que me hubiera podido proponer ir al cine ver una de las películas de la Nouvelle Vague, de Godaid, Truffaut o de Louis Malle, que estaban en pleno apogeo.
Volví a asentir, totalmente desconcertado. ¿Significaba eso que la chilenita también se había enamorado de mí?
– No es por amor, para qué te voy a mentir -me respondió, con frialdad-. Pero, no quiero ir a Cuba, y menos volver al Perú. Quisiera quedarme en París. Tú puedes ayudarme a que me libre del compromiso con el MIR. Háblale al camarada Jean y, si me libera, me vendré a vivir contigo -vaciló un momento y, suspirando, hizo una concesión-: Capaz termino enamorándome de ti.
El día noveno le hablé al gordo Paúl, en nuestro encuentro del mediodía, esta vez en Le Cluny, ante dos croque monsieur y dos cafés expresos. Fue categórico:
– No puedo liberarla, sólo la dirección del MIR podría. Pero, aun así, con sólo proponerlo a mí se me crearía un problema del carajo. Que vaya a Cuba, que siga el curso. Que demuestre no tener condiciones físicas ni psicológicas para la lucha armada. Entonces, yo podría sugerirle a la dirección que ella se quede aquí, ayudándome. Díselo y, sobre todo, que no comente esto con nadie. El jodido sería yo, mi viejo.
Con el dolor de mi alma fui a transmitirle a la camarada Arlette la respuesta de Paúl. Y, lo peor, la animé a que siguiera su consejo. Me apenaba más que a ella tener que separarnos. Pero, no podíamos reventar a Paúl, ni ella debía indisponerse con el MÍR, podría traerle problemas en el futuro. El curso duraba unos pocos meses. Que, desde el primer momento, mostrara una total incapacidad para la vida guerrillera, simulando desmayos inclusive. Mientras, yo, aquí en París, encontraría trabajo, tomaría un departamentito, estaría esperándola…
– Ya sé, llorarás, me extrañarás y pensarás en mí día y noche -me interrumpió, con ademán impaciente, los ojos duros y la voz helada-. Bueno, ya veo que no hay otro remedio. Nos veremos dentro de tres meses Ricardito.
– ¿Por qué te despides desde ahora?
– ¿El camarada Jean no te contó? Parto a Cuba mañana temprano, vía Praga. Ya puedes empezar a derramar las lágrimas de la despedida.
Partió al día siguiente, en efecto, y yo no pude acompañarla al aeropuerto, porque Paúl me lo prohibió. En nuestro próximo encuentro, el gordo me dejó totalmente desmoralizado anunciándome que no podría escribirle a la camarada Arlette, ni recibir cartas de ella, porque, por razones de seguridad, los becados debían cortar todo tipo de comunicación durante el entrenamiento. Paúl ni siquiera estaba seguro de que, terminado el curso, la camarada Arlette volviera a pasar por París en su ruta de regreso a Lima.
Estuve muchos días convertido en un zombie, reprochándome día y noche no haber tenido el coraje de decirle a la camarada Arlette que, pese a la prohibición de Paúl, se quedara conmigo en París, en vez de exhortarla a continuar esa aventura que sabe Dios cómo terminaría. Hasta que, una mañana, al salir de mi buhardilla a tomar el desayuno en el Café de la Marie en la place Saint Sulpice, madame Auclair me entregó un sobre con el sello de la Unesco. Había aprobado el examen y el jefe del departamento de traductores me citaba en su oficina. Era un español canoso y elegante, apellidado Chames. Fue muy amable. Se rió de buena gana cuando me preguntó por mis «planes a largo plazo» y le respondí: «Morirme de viejo en París». No había aún ninguna vacante para un puesto permanente, pero podía contratarme como «temporero» durante la asamblea general y en los períodos en que la institución estuviera sobrecargada de trabajo, algo que ocurría con cierta frecuencia. Desde ese momento tuve la seguridad de que mi sueño de siempre -bueno, desde que tuve uso de razón-, vivir en esta ciudad el resto de mi vida, comenzaba a hacerse realidad.