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El viejo asintió. En su mirada acuosa, la nostalgia había desplazado a la furia. Tenía el vaso de cerveza en el aire y soplaba la espuma del borde, despacito, igualándola.

– Es la misma -afirmó, asintiendo varias veces a la vez que se sobaba la nariz-. Otilita vivió en Miraflores cuando era chiquilla, porque su madre trabajó de cocinera en una familia que vivía por allá. Los señores Arenas.

– ¿En la calle Esperanza? -pregunté.

El viejo asintió, clavándome los ojos, sorprendido.

– ¿Eso también lo sabe usted? ¿Cómo es que sabe tantas cosas de Otilita?

Pensé: «¿Cómo reaccionaría si le digo: Porque ella es mi mujer?».

– Bueno, ya se lo dije. Su hija se acordaba siempre de Miraflores y de su casita de la calle Esperanza. Es un barrio donde yo viví de chico, también.

Detrás del mostrador, la negra con ruleros seguía los compases dislocados de Los Shapis moviendo la cabeza a uno y otro lado. Arquímedes bebió un largo trago y quedó un bozal de espuma alrededor de sus labios hundidos.

– Desde que era de este tamaño, Otilita se avergonzaba de nosotros -dijo, enfureciéndose otra vez-. Ella quería ser como los blancos y los ricos. Era una chiquilla resabida, llena de mañas. Bastante despierta, pero de armas tomar. No cualquiera se manda mudar al extranjero sin tener un cobre, como hizo ella. Una vez ganó un concurso, en Radio América. Imitando a los mexicanos, i los chilenos, a los argentinos. Y tenía apenas nueve o diez años, creo. Como premio, le regalaron unos patines. Se conquistó a la familia esa donde su madre trabajaba de cocinera. Los señores Arenas. Se los ganó, le digo. La trataban como a una niñita de la casa. La dejaban ser amiga de su hija. La maleducaron, pues. Desde entonces, se avergonzaba más de ser hija de su madre y de su padre. O sea, desde chiquillita se veía lo descastada que sería de grande.

De pronto, a estas alturas de la conversación, empecé a sentirme hastiado. ¿Qué hacía aquí, metiendo la nariz en esas intimidades sórdidas? ¿Qué más quenas saber, Ricardito? ¿Para qué? Empecé a buscar un pretexto para despedirme, porque, de repente, el Chim Pum Callao se volvió una jaula. Arquímedes seguía hablando de su familia. Todo lo que contaba me deprimía y entristecía más. Por lo visto, tenía un montón de hijos, en tres mujeres diferentes, «todos reconocidos». Otilita era la hija primogénita de su primera mujer, ya fallecida. «Dar de comer a doce bocas, mata», repetía, con expresión resignada. «A mí, me ha ido moliendo. No sé cómo tengo fuerzas todavía para seguir ganándome el pan, caballero.» En efecto, se lo veía gastado y frágil. Sólo sus ojos, vivos y dispuestos, mostraban voluntad de continuar; el resto de su cuerpo parecía vencido y acobardado.

Debían de haber pasado lo menos dos horas desde que entramos al Chim Pum Callao. Todas las mesas, salvo la nuestra, se habían quedado vacías. La patrona apagó la radio, insinuando que era hora de cerrar. Pedí la cuenta, pagué, y, al salir a la calle, le rogué a Arquímedes que me aceptara como regalo un billete de cien dólares.

– Si alguna vez se vuelve usted a topar allá en París con Otilita, dígale que se acuerde de su padre y que no sea tan mala hija, que en la otra vida la pueden castigar -me dio la mano el viejo.

Se quedó mirando el billete de cien dólares como si fuera un objeto caído del cielo. Creí que iba a llorar de la emoción. Balbuceó: «¡Cien dólares! Dios se lo pagara, caballero». Yo pensé: «¿Y si le dijera: Es usted mi suegro, Arquímedes, figúrese?».

Cuando, en la misma plaza José Calvez, después de un rato apareció un taxi destartalado al que paré por señas, una nube de chiquillos desarrapados me rodeaba, con las manos estiradas, pidiendo limosna. Le indiqué al chofer que me llevara a la calle Esperanza, en Miraflores.

En el largo trayecto, en la carcocha humeante y traqueteante, lamenté haber provocado aquella conversación con Arquímedes. Me sentía apenado hasta los huesos pensando en lo que debía de haber sido la niñez de Otilita en una de esas barriadas del Callao. Sabiendo que me era imposible acercarme a una realidad tan remota de la miraflorina que me había tocado la suerte de vivir, la imaginaba de pequeñita, en la promiscuidad y la mugre de esas casuchas contrahechas de las orillas del Rímac -al pasar junto, a ellas, el taxi se llenó de moscas- donde las vivienda? se confundían con las pirámides de basuras acumuladas allí quién sabe desde cuándo, y la escasez, la precariedad, la inseguridad de cada día, hasta que, regalo providencial, había conseguido la madre aquel trabajo de cocinera, en una familia de clase media, en un barrio residencial, adonde había conseguido arrastrar a su hija mayor. Imaginaba las mañas, mimos, gracias, de que Otilita, la niña dotada de un instinto excepcionalmente desarrollado para la supervivencia y la adaptación, se fue valiendo hasta conquistar a los dueños de casa. Primero, se reirían de ella; luego, les caería en gracia lo vivaracha que era la hijita de la cocinera. Le regalarían los zapatitos, los vestiditos, que iban quedando chicos a la verdadera niña de la casa, a Lucy, la otra chilenita. De este modo, la hijita de Arquímedes habría ido trepando, consiguiendo un lugar-cito en la familia Arenas. Hasta que, al fin, alcanzaría el derecho de poder jugar, salir, de igual a igual, como una amiga, como una hermana, con la niña de la casa, aunque ésta fuera a un colegio privado y ella a una escuelita fiscal. Ahora sí estaba claro, después de treinta años, por qué la chilenita Lily de mi infancia no quería tener enamorado ni invitaba a nadie a su casa de la calle Esperanza. Y, sobre todo, estaba clarísimo por qué había decidido montar aquel teatro, desperuanizarse, transubstanciarse en una chilenita para ser admitida en Miraflores. Me sentía enternecido hasta las lágrimas. Estaba loco de impaciencia por tener a mi mujer en mis brazos, quería acariciarla, mimarla, pedirle perdón por la infancia que tuvo, hacerle cosquillas, contarle chistes, hacer el payaso para escucharla reír, prometerle que nunca volvería a sufrir.

La calle Esperanza no había cambiado tanto. La recorrí dos veces, de la avenida Larco hasta el Zanjón, ida y vuelta. La librería Minerva seguía en la esquina frente al Parque Central, aunque ya no estaba en ella, detrás del mostrador, atendiendo a los clientes, aquella señora italiana de cabellos blancos, siempre tan seria, la viuda de José Carlos Mariátegui. No existía ya el Gambrinus, el restaurante alemán, ni la tienda de cintas y botones donde alguna vez acompañé a hacer compras a la tía Alberta. Pero el edificio de tres pisos donde vivían las chilenitas seguía allí. Angosto, apretado entre una casa y otro edificio, descolorido, con sus balconcitos de pasamanos de madera, se lo veía pobretón y anticuado. En ese departamento de cuartos oscuros y estrechos, en aquel huequito junto a la cocina que sería el cuarto de la servidumbre y donde su madre le tendería cada noche un colchón en el suelo, Otilita habría sido infinitamente menos desdichada que en la casa de Arquímedes. Y, acaso, aquí mismo, cuando era todavía una mocosita impúber, tomó ya la temeraria decisión de salir adelante, haciendo lo que fuera, de dejar de ser Otilita la hija de la cocinera y el constructor de rompeolas, de huir para siempre de esa trampa, cárcel y maldición que era para ella el Perú, y partir lejos, y ser rica -sobre todo eso: rica, riquísima-, aunque para ello tuviera que hacer las peores travesuras, correr los riesgos más temibles, cualquier cosa, hasta convertirse en una mujercita fría, desamorada, calculadora, cruel. Sólo lo había conseguido por cortos períodos y lo había pagado carísimo, dejando pedazos de su piel y de su alma en el camino. Cuando la recordé, en el peor período de sus crisis, sentada en el excusado, temblando de miedo, prendida de mi mano, tuve que hacer un gran esfuerzo para no llorar. Claro que tenías razón, niña mala, de no querer volver al Perú, de odiar al país que te recordaba todo lo que habías aceptado, padecido y hecho para escapar de él. Hiciste muy bien en no acompañarme en este viaje, amor mío.