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Di un largo paseo por las calles de Miraflores siguiendo los itinerarios de mi juventud: el Parque Central, la avenida Larco, el Parque Salazar, los malecones. Tenía el pecho estrujado por la urgencia de verla, de oír su voz. Por supuesto, nunca le diría que había conocido a su progenitor. Por supuesto, jamás le confesaría que sabía su verdadero nombre. Otilia, Otilita, qué risa, no le iba para nada. Por supuesto, me olvidaría de Arquímedes y de todo lo que le había escuchado esta mañana.

Cuando llegué a su casa, el tío Ataúlfo estaba ya acostado. La viejita Anastasia me había dejado la comida servida en la mesa, bajo una cubierta para que se conservara caliente. Comí sólo un bocado y, apenas me levanté de la mesa, fui a encerrarme en la salita. Me molestaba hacer una llamada internacional, porque sabía que el tío Ataúlfo no me dejaría pagársela, pero tenía tanta necesidad de hablar con la niña mala, de oír su voz, de decirle que la extrañaba, que me decidí. Sentado en el sillón de la esquina en el que el tío Ataúlfo leía sus periódicos, donde estaba la mesita del teléfono, con la habitación a oscuras, la llamé. El teléfono repiqueteó varias veces sin que nadie lo levantara. ¡La diferencia de horas, claro! En París eran las cuatro de la madrugada. Pero, precisamente, era imposible que la chilenita -Otilia, Otilita, qué risa- no oyera el teléfono. Si estaba en el velador, junto a su oreja. Y ella tenía el sueño muy ligero. La única explicación era que hubiera salido en uno de esos viajes de trabajo a los que la enviaba Martine. Subí a mi cuarto arrastrando los pies, frustrado y tristón. Por supuesto, no pude pegar los ojos porque cada vez que sentía llegar el sueño, me despertaba, sobresaltado y lúcido, viendo dibujarse en las sombras el rostro de Arquímedes, mirándome burlón y repitiendo el nombre de su hija mayor: Otilita, Otilia. ¿Sería posible que? No, una idea estúpida, un ataque de celos ridículos en un cincuentón. ¿Otro jueguecito, para tenerte intranquilo, Ricardito? Imposible, cómo hubiera podido sospechar ella que la ibas a llamar por teléfono hoy, a estas horas de la noche. La explicación lógica era que no estaba en casa porque había salido en viaje de trabajo, a Biarritz, a Niza, a Cannes, a cualquiera de esas ciudades balneario donde se celebraban convenciones, conferencias, encuentros, bodas y demás pretextos que buscaban los franceses para beber y comer como heliogábalos.

La seguí llamando los tres días siguientes y nunca contestó el teléfono. Consumido por los celos, ya no vi nada, ni a nadie, y sólo conté los días eternos que faltaban para tomar el avión de vuelta a Europa. El tío Ataúlfo advirtió mi nerviosismo, a pesar de que yo exageraba los esfuerzos por parecer normal, y acaso justamente por eso. Se limitó a preguntarme dos o tres veces si no me sentía bien, porque apenas probaba bocado y porque no acepté una invitación a salir a comer y a una peña criolla a escuchar a mi cantante preferida, Cecilia Barraza, que me hizo el amable Alberto Lamiel.

Al cuarto día partí de regreso a París. El tío Ataúlfo escribió a la niña mala de su puño y letra una carta pidiéndole perdón por haberle robado a su marido estas dos semanitas, pero, añadía, esta visita del sobrino había sido milagrosa, lo había ayudado a sortear un mal trance y asegurado una larga longevidad. No dormí, no comí, las casi dieciocho horas que tomó el vuelo, por una larguísima escala del avión de Air France en Pointe-á-Pitre, para reparar una avería. ¿Qué me esperaría esta vez, al abrir la puerta de mi departamento de la École Militaire? ¿Otra cartita de la niña mala, diciéndome, con la frialdad de antaño, que había decidido partir porque ya estaba harta de esa aburrida vida de ama de casa pequeñoburguesa, cansada de preparar desayunos y tender camas? ¿Podía seguir con esas gracias, a su edad?

No. Cuando abrí la puerta del departamento de Joseph Granier -la mano me temblaba y no conseguía encajar la llave en la cerradura-, ahí estaba ella, esperándome. Me abrió los brazos con una gran sonrisa:

– ¡Por fin! Ya me estaba cansando de andar sólita y abandonada.

Se había vestido como para una fiesta, con un vestido muy escotado y los hombros al aire. Cuando le pregunté a qué se debían esas elegancias, me dijo, mordisqueándome los labios:

– A ti, tonto, a quién se van a deber. Te he estado esperando desde la mañanita, llamando a Air France todo el tiempo. Me dijeron que el avión se había quedado varias horas en la Guadalupe. A ver, déjame ver cómo te han tratado en Lima. Vienes con más canas, me parece. De tanto extrañarme, supongo.

Parecía contenta de verme y yo me sentía obviado y avergonzado. Me preguntó si quería tomar, comer algo, y, como me vio bostezando, me empujó hacia el dormitorio: «Anda, anda, échate a dormir un rato, yo me ocupo de tu maleta». Me quité los zapatos, el pantalón y la camisa y, simulando dormir, la espié con los ojos entrecerrados. Desempacaba despacio, concentrada en lo que hacía, con mucho orden. Iba separando la ropa sucia y la metía en una bolsa que luego llevaría a la lavandería. La limpia, la acomodaba cuidadosamente en el clóset. Las medias, los pañuelos, el terno, la corbata. De tanto en tanto echaba una mirada a la cama y me parecía que su expresión se tranquilizaba al verme allí. Tenía cuarenta y ocho años y nadie lo creería viendo su silueta de modelo. Estaba muy bonita con ese vestido verde claro, que dejaba sus hombros y parte de su espalda desnuda, y maquillada con tanto esmero. Se movía despacio, con gracia. En una de ésas la vi acercarse -yo cerré los ojos del todo y entreabrí la boca, simulando dormir- y sentí que me cubría con la colcha. ¿Podía ser una farsa todo aquello? Jamás de los jamases. Pero, por qué no, con ella la vida podía volverse en cualquier momento teatro, ficción. ¿Le preguntaría por qué no me había contestado el teléfono estos últimos días? ¿Trataría de averiguar si había estado en viaje de trabajo? ¿O, mejor, te olvidabas de ese asunto y te sumergías en esta tierna mentira de la felicidad doméstica? Sentía un cansancio infinito. Más tarde, cuando estaba empezando a pescar el sueño de verdad, la sentí que se echaba a mi lado. «Qué tonta, te he despertado.» Estaba vuelta hacia mí, y con una de sus manos me revolvía los cabellos. «Estás llenándote de canas, viejito», se rió. Se había quitado el vestido y los zapatos y la enagua que llevaba era de un tono mate claro, parecido al de su piel.

– Te he extrañado -me dijo, de pronto, poniéndose muy seria. Me clavaba sus ojos color miel de una manera que, de golpe, me recordó la mirada fija del constructor de rompeolas-. En las noches, no podía dormir, pensando en ti. Casi todas las noches me he masturbado, imaginando que me hacías venirme con tu boca. Una noche llore, pensando que re podía pasar algo, una enfermedad, un accidente. Que me llamarías para decirme que habías decidido quedarte en Lima con una peruanita y que no te vería más.

Nuestros cuerpos no se tocaban. Ella tenía siempre su mano sobre mi cabeza, pero, ahora, pasaba las yemas de sus dedos sobre mis cejas, mi boca, como para verificar que estaban de verdad allí. Sus ojos seguían muy serios. Había en el fondo de sus pupilas un brillo acuoso, como si estuviera conteniéndose las ganas de llorar.

– Una vez, hace un montón de años, en este mismo cuarto me preguntaste qué era para mí la felicidad, ¿te acuerdas, niño bueno? Y yo te dije que era el dinero, encontrar un hombre poderoso y muy rico. Me equivocaba. Ahora sé que tú eres para mí la felicidad.

Y, en ese momento, cuando iba a tomarla en mis brazos porque los ojos se le habían llenado de lágrimas, la campanilla del teléfono repiqueteó, haciéndonos dar un pequeño brinco a los dos.

– ¡Ah, por fin! -exclamó la niña mala, levantando el fono-. El maldito teléfono. Lo arreglaron. Oui, oui, monsieur. Ca marche tres bien, maintenant! Merci.