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Antes de que colgara yo había saltado sobre ella y la abrazaba, apretándola con todas mis fuerzas. La besaba con furia, con ternura, se me atropellaba la voz mientras le decía:

– ¿Sabes qué es lo más bonito, lo que más me ha alegrado de todas esas cosas que me has dicho, chilenita? «Oui, oui, monsieur. Ca marche tres bien, maintenant".

Ella se echó a reír y murmuró que era la huachafería menos romántica de todas las que le había dicho hasta ahora. Mientras la desnudaba y me desnudaba yo, le dije al oído, sin dejar un momento de besarla: «Te llame cuatro días seguidos, a todas horas, de noche, al amanecer, y, como no contestabas, me volví loco de desesperación. No comí, no viví, hasta ver que no te habías ido, que no estabas con un amante. Me ha vuelto la vida al cuerpo, niña mala». La oía retorcerse con las carcajadas. Cuando me obligó con sus dos manos a apartarle la cara para mirarme a los ojos, todavía la risa le impedía hablar. «¿De veras estabas loco de celos? Qué buena noticia, todavía estás enamorado de mí como un becerro, niño bueno.» Fue la primera vez que hicimos el amor sin dejar de reírnos.

Al fin, nos quedamos dormidos, entreverados y felices. En el sueño, de tanto en tanto, yo abría los ojos para verla. Nunca sería tan dichoso como ahora, jamás volvería a sentirme tan colmado. Nos despertamos ya de noche y, luego de ducharnos y vestirnos, llevé a la niña mala a cenar a La Closerie des Lilas, donde, como dos amantes en luna de miel, nos hablábamos bajito, mirándonos a los ojos, tomados de la mano, sonriendo, besándonos, mientras bebíamos una botella de champagne. «Dime alguna cosa bonita», me rogaba ella, de tanto en tanto.

Al salir de La Closerie des Lilas, en la pequeña placita donde la estatua del Mariscal Ney amenaza con su sable a las estrellas, a orillas de l'avenue de l'Observatoire, sentados en una banca, había dos clochards. La niña mala se detuvo y me los señaló:

– ¿Es ése, el de la derecha, el clochard que te salvó la vida esa noche, en el Pont Mirabeau, no es cierto?

– No, no creo que fuera él.

– Sí, sí-taconeó ella, enojada, ansiosa-. Es él, dime que sí es él, Ricardo.

– Sí, sí, fue él, tienes razón.

– Dame toda la plata que tengas en la cartera -me ordenó-. Los billetes y el sencillo también.

Hice lo que me pedía. Ella, entonces, con el dinero en la mano, se acercó a los dos clochards. La miraron como a un bicho raro, me imagino, pues estaba demasiado oscuro para verles las caras. Inclinada sobre él, la vi hablarle, entregarle el dinero, y, finalmente, vaya sorpresa, besar al clochard en las mejillas. Luego vino hacia mí, sonriendo como una niña que acaba de hacer una buena acción. Se cogió de mi brazo y echamos a andar por el boulevard Montparnasse. Hasta la École Militaire teníamos una buena media hora de marcha. Pero no hacía frío y no iba a llover.

– Ese clochard creerá que ha tenido un sueño, que se le apareció un hada caída del cielo. ¿Qué le dijiste?

– Muchas gracias, señor clochard, por haberle salvado la vida a mi felicidad.

– Te estás volviendo huachafita tú también, niña mala -la besé en los labios-. Dime otra, otra, por favor.

VII. Marcella en Lavapiés

Hace cincuenta años el barrio madrileño de Lavapiés, antaño enclave de judíos y moriscos, era considerado todavía uno de los barrios más castizos de Madrid, donde se conservaban, como curiosidades arqueológicas, el chulapo y la chulapa y demás personajes de las zarzuelas, guapos de chaleco, gorra, pañuelo al cuello y pantalones ajustados, y manólas embutidas en vestidos de lunares, grandes aretes y sombrillas y pañuelos ceñidos sobre unas cabelleras recogidas en moños esculturales.

Cuando vine a vivir en Lavapiés, el barrio había cambiado de tal manera que a ratos me preguntaba si en esa Babel quedaba todavía algún madrileño de cepa o todos los vecinos éramos, como Marcella y yo, madrileños importados. Los españoles del barrio procedían de todos los rincones de España y con sus acentos y su variedad de tipos físicos contribuían a dar a esa mazamorra de razas, lenguas, dejes, costumbres, atuendos y nostalgias de Lavapiés el semblante de un microcosmos. La geografía humana del planeta parecía representada en su puñado de manzanas.

Al salir de la calle Ave María, donde vivíamos en el tercer piso de un edificio descolorido y averiado, se hallaba uno en una Babilonia en la que convivían mercaderes chinos y paquistaníes, lavanderías y tiendas hindúes, saloncitos de té marroquíes, bares repletos de sudamericanos, narcos colombianos y africanos y, por doquier, formando grupos en los zaguanes y las esquinas, cantidad de rumanos, yugoslavos, moldavos, dominicanos, ecuatorianos, rusos y asiáticos. Las familias españolas del barrio oponían a las transformaciones los viejos usos haciendo tertulia de balcón a balcón, poniendo a secar la ropa en cordeles tendidos en aleros y ventanas, y, los domingos, yendo en parejas, ellos con corbatas y ellas de negro, a oír misa a la iglesia de San Lorenzo, en la esquina de las calles del Doctor Piga y del Salitre.

Nuestro piso era más pequeño que el que yo tenía en la rué Joseph Granier, o me lo parecía, por lo atestado que estaba con los modelos en cartón, papel y madera balsa de los decorados de Marcella, que, como los soldaditos de plomo de Salomón Toledano, invadían los dos cuartitos y hasta la cocina y el bañito de la casa. Pese a ser tan diminuto y estar repleto de libros y discos, no resultaba claustrofóbico gracias a las ventanas a la calle por las que entraba a chorros la vivísima luz blanca de Castilla, tan distinta de la parisina, y porque tenía un balconcito, donde, en las noches, podíamos colocar una mesa y cenar bajo las estrellas madrileñas, que existen, aunque difumina-das por el reflejo de las luces de la ciudad.

Marcella conseguía trabajar en el piso, tumbada en la cama si dibujaba, o sentada sobre la alfombra afgana de la salita comedor si armaba sus modelos con pedazos de cartón, tablitas, goma, engrudo, cartulinas y lápices de colores. Yo prefería irme a hacer las traducciones que me conseguía el editor Mario Muchnik, a un cafecito vecino, el Café Barbieri, donde pasaba varias horas al día, traduciendo, leyendo y observando la fauna que frecuentaba el café y que nunca me aburría, porque encarnaba todo lo multicolor de esta naciente Arca de Noé en el corazón del viejo Madrid.

El Café Barbieri estaba en la misma calle Ave María y parecía -así me lo dijo Marcella la primera vez que me llevó allí y ella sabía de esas cosas- un decorado expresionista del Berlín de los años veinte o un grabado de Grosz o de Otto Dix, con sus paredes desportilladas, sus rincones oscuros, sus medallones de damas romanas en el cielorraso y sus cubículos misteriosos donde, parecería, se podían cometer crímenes sin que los parroquianos se enteraran, apostar sumas enloquecidas en partidas de póquer en las que salieran a relucir cuchillos, o celebrar misas negras. Era enorme, anguloso, lleno de vericuetos, techos sombríos con plateadas telarañas, mesitas enclenques y sillas cojas, bancas y repisas a punto de desmoronarse de puro gastadas, oscuro, humoso, siempre lleno de gente que parecía disfrazada, una masa de extras de una comedia bufa apretujada entre bambalinas esperando salir a escena. Procuraba sentarme en una mesita del fondo, a la que llegaba un poco más de luz y porque allí, en vez de sillas, había un sillón bastante cómodo, forrado de un terciopelo que alguna vez fue rojizo y que se estaba desintegrando con los huecos abiertos por las quemaduras de cigarrillos y el roce de tantos traseros. Una de mis distracciones, cada vez que entraba al Café Barbieri, consistía en identificar los idiomas que oía desde la puerta hasta la mesa del fondo, y alguna vez conté media docena en esa brevísima trayectoria de una treintena de metros.

También camareras y camareros representaban la diversidad del barrio: suecos, belgas, norteamericanos, marroquíes, ecuatorianos, peruanos, etcétera. Cambiaban todo el tiempo, porque debían de estar mal pagados, y las ocho horas que hacían de corrido, en dos turnos, los clientes los tenían llevando y trayendo cervezas, cafés, tes, chocolates, copas de vino y bocadillos. Apenas me veían instalado en la mesa habitual, con mis cuadernos y mis plumas y el libro que estaba traduciendo, se apresuraban a traerme el cafecito cortado y la botella de agua mineral sin gas.