En esa mesita hojeaba los periódicos de la mañana, y, en las tardes, cuando me cansaba de traducir, me ponía a leer, ya no por trabajo sino por placer. Los tres libros que llevaba traducidos, de Doris Lessing, de Paul Auster y de Michel Tournier, no me habían costado gran esfuerzo, pero tampoco me divertí mucho vertiéndolos en español. Aunque sus autores estaban de moda, las novelas que me dieron a traducir no eran las mejores que habían escrito. Como siempre sospeché, las traducciones literarias estaban pésimamente pagadas, muy por debajo de las comerciales. Pero yo ya no estaba en condiciones de hacer estas últimas, pues, debido al cansancio mental que me venía cuando hacía un esfuerzo de concentración prolongado, avanzaba muy despacio. De todas maneras, estos magros ingresos me permitían ayudar a Marcella con los gastos de la casa y no sentirme un mantenido. Mi amigo Muchnik había tratado de ayudarme a conseguir alguna traducción del ruso -era lo que más me ilusionaba-, y estuvimos a punto de convencer a un editor a que se animara a publicar Padres e hijos de Turgueniev, o el estremecedor Réquiem de Anna Ajmátova, pero no resultó porque la literatura rusa interesaba todavía poco a los lectores españoles e hispanoamericanos y aún menos la poesía.
No podría decir si Madrid me gustaba o no. Conocía poco los otros barrios de la ciudad, en los que apenas me había aventurado las veces que iba a un museo o a los espectáculos acompañando a Marcella. Pero me sentía a gusto en Lavapiés, a pesar de haber sido atracado en sus calles por primera vez en mi vida, por un par de árabes que me robaron el reloj, un monedero con algo de sencillo y mi lapicero Mont Blanc, mi último lujo. La verdad, allí me sentía en casa, inmerso en una vida búlleme. A veces, en las tardes, Marcella venía a buscarme al Barbieri y dábamos un paseo por el barrio, que llegué a conocer como la palma de mi mano. Siempre le descubría alguna curiosidad o extravagancia. Por ejemplo, la tienda-locutorio del boliviano Alcérreca, quien, para poder atender mejor a sus clientes africanos, había aprendido a hablar swahili. Si daban algo interesante, nos íbamos a la Filmoteca a ver una película clásica.
En esos paseos, Marcella hablaba sin descanso y yo escuchaba. Intervenía muy de cuando en cuando para darle un respiro y, mediante una pregunta u observación, animarla a que continuara contándome en qué proyecto le gustaría estar metida. A veces no prestaba mucha atención a lo que me contaba, por fijarme tanto en la manera como lo hacía: con pasión, convicción, ilusión y alegría. Nunca conocí a nadie que se entregara de manera tan total -tan fanática, diría, si la palabra no tuviera reminiscencias tenebrosas- a su vocación, que supiera de manera tan excluyente lo que quería hacer en la vida.
Nos habíamos conocido años atrás, en París, en una clínica de Passy donde yo me iba a hacer unos análisis y ella a visitar a una amiga recién operada. En la media hora que compartimos la sala de espera me habló con tanto entusiasmo de una obra de Moliere, El burgués gentilhombre, montada en un teatrito de Nanterrc, cuyos decorados había hecho ella, que fui a verla. Encontré a Marcella en el teatro y, al terminar la función, le propuse que tomáramos una copa en un bistrot vecino a la estación del metro.
Hacía dos años y medio que vivíamos juntos, el primer año en París y, luego, en Madrid. Marcella era italiana, veinte años más joven que yo. Estudió arquitectura en Roma para dar gusto a sus padres, ambos arquitectos, y desde estudiante comenzó a trabajar como decoradora de teatro. Que no ejerciera nunca la arquitectura resintió a sus padres y durante unos años estuvieron distanciados. Se reconciliaron cuando ellos comprendieron que lo de su hija no era un capricho sino una verdadera vocación. De cuando en cuando, iba a pasar unas temporadas con sus padres, en Roma, y, como tenía pocos ingresos -era la persona más trabajadora del mundo, pero los decorados que le encargaban eran de poca monta, en teatros marginales, y le pagaban poco y a veces nada-, sus padres, bastante acomodados, le enviaban de tanto en tanto unos giros gracias a los cuales ella podía dedicar su tiempo y su energía al teatro. No había triunfado, y no era algo que le importara mucho, porque ella tenía -y yo también- la seguridad absoluta de que tarde o temprano la gente de teatro de España, de Italia, de toda Europa, terminaría por reconocer su talento. Aunque hablaba muchísimo, moviendo las manos como una italiana de caricatura, a mí no me aburría nunca. Me quedaba embebido oyéndola describirme las ideas que le revoloteaban en la cabeza para revolucionar la ambientación de El jardín de los cerezos, Esperando a Godot, Arlequín, servidor de dos amos o La Celestina. Alguna vez la contrataron en el cine como ayudante de decoradores y hubiera podido abrirse camino en ese medio, pero a ella le gustaba el teatro y no estaba dispuesta a sacrificar su vocación, aunque fuera más difícil salir adelante decorando obras de teatro que películas o programas de televisión. Gracias a Marcella, aprendí a ver los espectáculos con otros ojos, a prestar atención cuidadosa no sólo a las historias y a los personajes, también a los lugares, a la luz dentro de la cual se movían y a lis cosas que los rodeaban.
Era menuda, de cabellos claros, ojos verdes y una piel muy blanca y tersa, con una sonrisa muy alegre. Transpiraba dinamismo. Andaba vestida de cualquier manera, con sandalias, vaqueros y una chamarra gastada la mayor parte del tiempo, y usaba anteojos para leer y para el cine, unas minúsculas gafas sin montura que daban a su expresión un aspecto algo payaso. Era desinteresada, falta de cálculo, generosa, capaz de dedicar mucho tiempo a trabajos insignificantes, como una única representación de una comedia de Lope de Vega por los estudiantes de un colegio, en cuyo.decorado de cuatro cachivaches y un par de lonas pintadas se volcaba con la obstinación con que lo haría el decorador al que por primera vez le encargaba un decorado l'Opéra de París. La satisfacción que sentía la compensaba con creces por lo poco o nada que le reportaba aquella aventura. Si a alguien le convenía aquello de «trabajar por amor al arte» era a Marcella.
De los modelos que asfixiaban nuestro piso, menos de la décima parte habían subido a un escenario. La mayoría se frustraron por falta de financiación, ideas que tuvo al leer una obra que le gustó y para la que concibió ese decorado que no pasó del dibujo y la maqueta. Nunca discutía los honorarios cuando la contrataban y era capaz de rechazar un encargo importante si el director o el productor le parecían unos fariseos, desinteresados de lo estético y atentos sólo a lo mercantil. En cambio, cuando aceptaba el encargo -por lo general de grupos de vanguardia, sin acceso a los teatros establecidos-, se entregaba en cuerpo y alma. No sólo se desvivía por hacer bien lo suyo, colaboraba en todo lo demás, ayudando a sus compañeros a buscar patrocinios, conseguir local, donativos y préstamos de mobiliario y atuendo, y trabajaba hombro a hombro con carpinteros y electricistas y, si hacía falta, barriendo el escenario, vendiendo entradas y acomodando al público. Siempre me maravillaba verla volcada de ese modo en su trabajo, al extremo de que yo tuviera que recordarle, en esos períodos de fiebre, que no sólo de decorados teatrales vivía un ser humano, también de comer, dormir e interesarse un poco por las demás cosas de la vida.
Nunca entendí por qué Marcella estaba conmigo, qué agregaba yo a su vida. En lo que a ella más le interesaba en el mundo, su trabajo, yo podía ayudarla muy poco. Todo lo que sabía de escenografía teatral me lo había enseñado ella, y las opiniones que podía darle eran superfluas, porque, como todo auténtico creador, ella sabía muy bien lo que quería hacer sin necesidad de asesoría. Sólo podía ser para ella una oreja atenta vez que necesitaba verter en voz alta el chorro de imágenes, posibilidades, alternativas y dudas que la asaltaban cuando se embarcaba en un proyecto. Yo la escuchaba con envidia, todo el tiempo que hiciera falta. La acompañaba a la Biblioteca Nacional a consultar grabados y libros, a visitar artesanos y anticuarios, al infalible recorrido dominical al Rastro. No lo hacía sólo por cariño, sino porque lo que decía era siempre novedoso, sorprendente, a veces genial. A su lado cada día aprendía algo nuevo. Nunca hubiera adivinado, sin conocerla, cómo en una historia teatral pueden influir de manera tan determinante, aunque siempre discreta, el decorado, la iluminación, la presencia o la ausencia del objeto más corriente, una escoba, un simple florero.