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La diferencia de veinte años de edad entre nosotros no parecía preocuparla. A mí, sí. Siempre me decía que la buena relación que teníamos se empobrecería cuando yo fuera sesentón y, ella, todavía una mujer joven. Entonces, se enamoraría de alguien de su edad. Y partiría. Era atractiva, pese a lo poco que se ocupaba de su físico, en la calle los hombres la seguían con los ojos. Un día que estábamos haciendo el amor me preguntó: «¿Te importaría que tuviéramos un hijo?». No. Si a ella le hacía ilusión, yo encantado. Pero me asaltó de inmediato la angustia. ¿Por qué tuve esa reacción? Tal vez porque, dadas mis prolongadas aventuras y desventuras con la niña mala, me resultaba imposible a mis cincuenta y pico de años creer en la perennidad de una pareja, incluso la nuestra, que funcionaba sin altibajos. ¿No era absurda esa duda? Nos llevábamos tan bien que en esos dos años y medio juntos no habíamos tenido una sola pelea. Pequeñas discusiones y enojos pasajeros a lo más. Pero nunca algo que pudiera semejarse a una ruptura. «Me alegra que no te importe», me dijo Marcella aquella vez. «No te lo pregunté para que encarguemos un bambino ahora, sino cuando hayamos hecho algunas cosas importantes.» Hablaba por ella, que, sin duda, haría en el futuro cosas dignas de ese calificativo. Yo me contentaría con que, en los años siguientes, Maño Muchnik me consiguiera algún libro ruso que me diera mucho esfuerzo y entusiasmo traducir, algo más creativo que esas novelitas light que se me iban desvaneciendo de la memoria a la velocidad con que las iba reescribiendo en español.

Sin duda estaba conmigo porque me quería; no tenía ninguna otra razón. Yo, incluso, le resultaba en cierta medida una carga económica. ¿Cómo había podido enamorarse de mí, siendo yo para ella un viejo, nada apuesto, sin vocación, algo disminuido en mis facultades intelectuales y cuya única finalidad en la vida había sido, desde niño, instalarse para el resto de sus días en París? Cuando le conté a Marcella que ésa había sido mi única vocación, se echó a reír: «Bueno, caro, lo conseguiste. Estarás contento, has vivido en París toda tu vida». Lo decía con cariño, pero sus palabras me sonaron algo siniestras.

Marcella se interesaba en mí más que yo mismo: que tomara las pastillas para la presión, que caminara a diario por lo menos media hora, que no me excediera nunca de las dos o tres copitas diarias de vino. Y siempre repetía que, cuando consiguiera una buena comisión, nos gastaríamos ese dinero haciendo un viaje al Perú. Ella, antes que el Cusco y Machu Picchu, quería conocer el barrio limeño de Miraflores del que tanto le había hablado. Yo le seguía la cuerda, aunque, en el fondo, sabía que nunca haríamos ese viaje, pues yo me encargaría de darle largas hasta el infinito. No pensaba volver al Perú. Desde la muerte del tío Ataúlfo mi país se me había desvanecido como los espejismos en el arenal. Ya no tenía allá ni parientes ni amigos y hasta se me habían ido esfumando los recuerdos de mi juventud.

Me enteré de la muerte del tío Ataúlfo varias semanas después de ocurrida, a los seis meses de estar viviendo en Madrid, por una carta de Alberto Lamiel. Me la trajo Marcella al Barbieri y, aunque sabía que iba a ocurrir en cualquier momento, la noticia me causó tremenda impresión. Dejé de trabajar y me fui a caminar como un sonámbulo por los caminitos del Retiro. Desde mi último viaje al Perú, a finales de 1984, nos habíamos escrito todos los meses, y, en su letra temblorosa, que había que descifrar como un paleógrafo, yo había seguido paso a paso los desastres económicos que acarreaban al Perú las políticas de Alan García, la inflación, las nacionalizaciones, la ruptura con los organismos de crédito, el control de precios y de cambios, la caída del empleo y de los niveles de vida. Las cartas del tío Ataúlfo delataban la amargura con que esperaba la muerte. Había fallecido en el sueño. Alberto Lamiel añadía que él estaba haciendo gestiones para irse a Boston, donde, gracias a los padres de su mujer norteamericana, tenía posibilidades de trabajo. Me decía que había sido un imbécil creyendo en las promesas de Alan García, por quien había votado en las elecciones del 85, como tantos profesionales incautos. Confiado en la palabra del Presidente de que no los tocaría, había conservado los certificados en dólares en que tenía todos sus ahorros. Cuando el flamante mandatario decretó la conversión forzosa de los certificados de divisas en soles

peruanos, el patrimonio de Alberto se deshizo. Fue sólo el principio de una cadena de reveses. Lo mejor que podía hacer era «seguir tu ejemplo, tío Ricardo, y partir en busca de mejores horizontes, porque en este país ya no es posible trabajar si uno no está conchabado con el gobierno».

Ésta fue la última noticia que tuve de las cosas en el Perú. Desde entonces, como en Madrid no veía prácticamente a ningún peruano, sólo me enteraba de lo que ocurría allí las rarísimas veces que alguna noticia se filtraba en los periódicos madrileños, generalmente el nacimiento de quintillizos, un terremoto o el desbarrancamiento de un ómnibus en la Cordillera de los Andes con una treintena de muertos.

Nunca le conté al tío Ataúlfo que mi matrimonio había naufragado, de modo que él, en sus cartas, hasta el final siguió mandándole saludos a «mi sobrina» y yo, en las mías, devolviéndole los de ella. No sé por qué se lo oculté. Tal vez porque hubiera tenido que explicarle lo ocurrido y cualquier explicación le hubiera parecido absurda e incomprensible, como me lo parecía a mí.

Nuestra separación ocurrió de manera inesperada y brutal, como habían ocurrido siempre las desapariciones de la niña mala. Aunque esta vez no se trató propiamente de una fuga, sino de una separación urbana, conversada. Por eso mismo supe que, a diferencia de las otras, ésta sí era definitiva.

La luna de miel que tuvimos, desde que volví a París de Lima, aterrado de que se hubiera ido porque no me contestó el teléfono tres o cuatro días, duró algunos meses. Al principio, ella estuvo tan cariñosa come la tarde que me recibió con aquellas demostraciones de amor. Conseguí un contrato de la Unesco de un mes y, al regresar a la casa, ella había vuelto de su oficina antes y tenía preparada la cena. Una noche me esperó con la luz de la salita apagada y la mesa iluminada por unas velas románticas. Luego, tuvo que hacer dos viajes de un par de días cada uno a la Costa Azul enviada por Martine y me llamó todas las noches. ¿Qué más podía desear? Tenía la impresión de que a la niña mala le había llegado la edad de la razón y de que nuestro matrimonio era ya irrompible.

Entonces, en algún momento que mi memoria no podría precisar, su humor y sus maneras comenzaron a cambiar. Fue un cambio discreto, que ella disimulaba, tal vez porque todavía tenía dudas, del que sólo retroactivamente tomé conciencia. No me llamó la atención que la actitud tan apasionada de las primeras semanas cediera poco a poco el paso a una actitud más distante, ella había sido siempre así y lo inusitado era que se mostrara efusiva. Advertí que se distraía, que se perdía en unas cavilaciones que parecían llevársela fuera de mi alcance, con el ceño fruncido. De esas fugas volvía asustada, dando un respingo, cuando yo la regresaba a la realidad con una broma: «¿Qué tendrá la princesa de la boca de fresa? ¿Por qué estará tan pensativa? ¿Estará enamorada la princesa?». Se ruborizaba y me respondía con una risita forzada.