Una tarde, al regresar yo de la antigua oficina del señor Chames -éste se había retirado a pasar su vejez en el sur de España-, donde por tercera o cuarta vez me dijeron que no tenían para mí trabajo alguno por el momento, apenas abrí la puerta del departamento de la rué Joseph Granier y la vi, sentada en la sala, con el trajéate sastre marrón y el maletín de mano que llevaba siempre en sus viajes, comprendí que ocurría algo grave, Estaba desencajada.
– ¿Qué te pasa?
Suspiró, tomando fuerzas -tenía unas ojeras azules, le brillaban los ojos-, y, sin rodeos, me soltó la frase que sin duda había preparado con mucha antelación:
– No he querido irme sin hablar contigo, para que no pienses que me estoy escapando -la dijo de un tirón, con la voz helada que solía poner para las ejecuciones sentimentales-. Por lo que más quieras, te ruego que no me hagas una escena ni me amenaces con suicidarte. Ya no estamos ninguno en edad para esas cosas. Perdona que te hable con tanta crudeza, pero creo que es lo mejor.
Me dejé caer sobre el sillón, frente a ella. Sentí infinita fatiga. Tuve la sensación de estar oyendo un disco que repetía, cada vez más deformada, la misma frase musical. Ella estaba muy pálida siempre, pero, ahora, su expresión era irritada, como si tener que estar allí dándome explicaciones la hubiera llenado de resentimiento contra mí.
– Te consta que he tratado de adaptarme a este tipo de vida, para darte gusto, para pagarte lo que me ayudaste cuando estuve enferma -su frialdad parecía ahora hirviendo de furor-. No puedo más. Esto no es vida para mí. Si me sigo quedando contigo por compasión, terminaría odiándote. Yo no quiero odiarte. Trata de comprenderme, si puedes.
Calló, esperando que yo le dijera algo, pero me sentía tan cansado que no tenía fuerzas ni ganas de decirle nada.
– Aquí me asfixio -añadió, echando una ojeada a su alrededor-. Estos dos cuartitos son una cárcel y ya no los soporto. Yo sé cuál es mi límite. Me está matando esta rutina, esta mediocridad. Yo no quiere» que el resto de mi vida sea así. A ti no te importa, tú estás contento, mejor para ti. Pero yo no soy como tú, yo no sé conformarme. He tratado, has visto que he tratado. No puedo. No voy a pasarme el resto de la vida a tu lado por compasión. Perdona que te hable con esta franqueza. Es mejor que sepas la verdad y que la aceptes, Ricardo.
– ¿Quién es él? -le pregunté, al ver que callaba otra vez-. ¿Puedo saber al menos con quién te vas?
– ¿Me vas a hacer una escena de celos? -reaccionó, indignada. Y con sarcasmo me recordó-: Yo soy una mujer libre, Ricardito. Nuestro matrimonio fue sólo para conseguirme los papeles. Así que no vengas a tomarme cuentas de nada.
Me desafiaba, encrespada como un gallito. Al cansancio, ahora, se añadía una sensación de ridículo. Tenía razón: ya estábamos viejos para estas escenas.
– Ya veo que lo tienes todo decidido y que no hay mucho más que hablar -la interrumpí, poniéndome de pie-. Me voy a dar una vuelta, para que hagas con calma tus maletas.
– Ya están hechas -me repuso, con el mismo tonito exasperado.
Lamenté que no se hubiera ido como otras veces, dejándome unas líneas. Cuando me dirigía hacia la puerta, la oí decir a mis espaldas con una vocecita que quería ser apaciguadora:
– Por si acaso, no voy a reclamarte nada de lo que me corresponde por ser tu mujer. Ni un centavo.
«Eres muy amable», pensé, cerrando despacito la puerta de calle. «Pero, lo único que podrías reclamarme serían deudas y la hipoteca de este piso que, al paso que vamos, muy pronto me van a embargar.» Al salir a la calle comenzó a llover. No había sacado paraguas, de manera que fui a refugiarme en el café de la esquina, donde estuve mucho rato, tomando a sorbitos una taza de té que ‹ fue enfriando hasta volverse insípida. La verdad, había en ella algo que era imposible no admirar, por esas razones que nos llevan a apreciar las obras bien hechas, aunque sean perversas. Había logrado una conquista, con todo cálculo, para, una vez más, conseguir un estatuto social y económico que le diera mayor seguridad, que la sacara de los dos cuartitos carceleros de la rué Joseph Granier. Y, ahora, sin un pestañeo, se mandaba mudar, echándome al tarro de la basura. ¿Quién sería esta vez el galán? Alguien que habría conocido gracias a su trabajo con Martine, en uno de esos congresos, conferencias y celebraciones que organizaban. Un buen trabajo de seducción, sin duda. Ella se conservaba muy bien, pero, de todos modos, ya tenía más de cincuenta años. Chapeau! ¿Un vejete, sin duda, al que mataría acaso de placer para heredarlo, como la heroína de La Rabouilleuse, de Balzac? Cuando escampó di una caminata por los alrededores de la École Militaire, haciendo tiempo.
Regresé cerca de las once de la noche, y ya había partido, dejando las llaves en la salita comedor. Se había llevado toda su ropa en las dos maletas que teníamos y echado a las bolsas de basura lo que estaba viejo o le sobraba: unas zapatillas, unas enaguas, una bata de levantarse y algunas medias y blusas, así como muchos pomos de cremas y de maquillaje. No había tocado los francos que guardábamos en la pequeña caja fuerte en un armario de la sala.
¿Alguien que conoció en el gimnasio de l'avenue Montaigne, tal vez? Era un local caro, allí iban a rebajar la barriga viejos prósperos que podían asegurarle una vida más divertida y cómoda. Sabía que lo peor que podía ocurrirme era seguir barajando hipótesis de esta índole y que, por salud mental, tenía que olvidarme de ella cuanto antes. Porque, esta vez sí, la separación era definitiva, el fin de esa historia de amor. ¿Se podía llamar historia de amor a esa payasada de treinta y pico de años, Ricardito?
Conseguí no pensar mucho en ella los días, semanas y meses siguientes, en los que, sintiéndome una bolsa de huesos, piel y músculos desprovista de alma, andaba todo el día buscando trabajo. Me urgía porque necesitaba afrontar las deudas y los gastos diarios y porque sabía que la mejor manera de pasar este período era entregándome con afán a una obligación.
Durante algunos meses sólo conseguí traducciones mal pagadas. Por fin, un día me llamaron para un reemplazo en una conferencia internacional sobre derechos de autor patrocinada por la Unesco. Desde hacía algunos días tenía continuas neuralgias, que achaqué a mi mal estado de ánimo y a lo poco que dormía. Las combatía con analgésicos que me recetaba el boticario de la esquina. Mi reemplazo al intérprete de la Unesco fue un desastre. Las neuralgias me impedían hacer bien mi trabajo, y, a los dos días, tuve que rendirme y explicarle al jefe de intérpretes lo que me ocurría. El médico de la Seguridad Social me diagnosticó una otitis y me envió a un especialista. Tuve que hacer una cola de varias horas en el Hospital de la Salpétriére y volver varias veces hasta poder ingresar al consultorio del doctor Pennau, un otorrinolaringólogo. Éste me confirmó que tenía una pequeña infección en un oído y me la curó en una semana. Pero, como las neuralgias y los mareos no cedieron, me derivó a un nuevo médico internista del mismo hospital. Luego de examinarme, este último me hizo tomar toda clase de análisis, incluida una resonancia magnética. Tengo un feo recuerdo de los treinta o cuarenta minutos que pasé en ese tubo metálico, enterrado vivo, inmóvil como una momia y con los oídos atormentados por rachas de ruidos atontadores.
La resonancia estableció que yo había padecido un pequeño ataque cerebral. Esa era la verdadera razón de las neuralgias y los mareos. Nada muy grave; el peligro había pasado. En adelante, debería cuidarme, hacer ejercicios, dietas equilibradas, controlarme la presión, poco alcohol y una vida tranquila. «De jubilado», prescribió el doctor. Mi trabajo podría verse disminuido, cabía esperar una merma de la concentración y de la memoria.