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Afortunadamente para mí, en esa época los Gravoski vinieron a pasar un mes a París, esta vez con Yilal. Había crecido mucho y en su manera de hablar y de vestirse se había, vuelto un gringuito cabal. Cuando le expliqué que la niña mala y yo nos habíamos separado, puso una cara apenada: «Por eso no me contesta las cartas hace tiempo», susurró.

La compañía de esos amigos fue muy oportuna. Hablar con ellos, bromear, salir a cenar, al cine, me devolvió un poco el gusto a la vida. Una noche, tomando una cerveza en la terraza de un bistrot del boulevard Raspail, Elena dijo, de pronto:

– Esa loquita estuvo a punto de matarte, Ricardo. Y a mí que me caía tan simpática con todas sus locuras. Ésta, no se la voy a perdonar. Te prohíbo que te vuelvas a amistar con ella.

– Nunca más -le prometí-. He aprendido la lección. Además, como soy ahora una ruina humana, no hay el menor riesgo de que vuelva a meterse en mi vida.

– ¿Así que las penas de amor causan los derrames cerebrales? -dijo Simón-. ¿El romanticismo, otra vez?

– En este caso sí, belga sin alma -replicó Elena-. Ricardo no es como tú. Él es un romántico, un hombre sensible. Ella ha podido matarlo con su última gracia. No se lo voy a perdonar, te juro. Y espero que tú, Ricardo, no seas tan cacaseno de irte tras ella como un perrito cuando te vuelva a llamar para que la saques de un nuevo enredo.

– Está visto que tú me quieres más que la niña mala, amiga -le besé la mano-. Cacaseno es una palabra que me va perfecta, por lo demás.

– En eso todos estamos de acuerdo -sentenció Simón.

– ¿Qué es un cacaseno? -preguntó el gringuito.

A instancias de los Gravoski fui a ver a un neurocirujano, en una clínica privada de Passy. Mis amigos insistieron en que, por pequeño que hubiera sido, un derrame cerebral podía tener consecuencias y que debía saber a qué atenerme. Yo, sin muchas esperanzas, había pedido un nuevo préstamo a mi banco, para hacer frente a los intereses de la hipoteca y de los dos préstamos anteriores, y, para mi sorpresa, me lo concedieron. Me puse en manos del doctor Fierre Joudret, un hombre encantador y, hasta donde yo podía juzgar, un profesional competente. Me volvió a someter a toda clase de análisis y me prescribió un tratamiento para controlar la presión arterial y mantener una buena circulación de la sangre. En su consultorio, en esos días, conocí una tarde a Marcella.

Aquella noche, en Nanterre, luego de la función de El burgués gentilhombre, en que fuimos a tomar una copa de vino a un bistrot, la decoradora italiana me pareció muy simpática y, fascinantes, el ardor y la convicción con que hablaba de su trabajo. Me contó su vida, las peleas y reconciliaciones con sus padres, las escenografías que había diseñado en pequeños teatros de España y de Italia. La de Nanterre era una de las primeras que hacía en Francia. En un momento dado, entre otras mil cosas, me aseguró que los mejores decorados teatrales que había visto en París no estaban en los escenarios sino en los escaparates de las tiendas. ¿Me gustaría hacer un recorrido para que se me quitara la cara de escéptico con que la escuchaba?

Nos despedimos en la estación del metro con besos en las mejillas y quedamos en vernos el sábado siguiente. La excursión fue muy divertida, no tanto por las vitrinas que me llevó a ver sino por sus explicaciones e interpretaciones. Me mostró, por ejemplo, que aquel arenal con palmeras, de luz blanca, de La Samaritaine serviría maravillosamente para Oh, les beaux jours! de Beckett, la marquesina de rojos encendidos de un restaurante árabe de Montparnasse como telón de fondo de Orfeo en los infiernos y la vitrina de una zapatería popular cerca de la iglesia de Saint Paul, en Le Marais, como la casa de Gepetto, en una adaptación teatral de Pinocho. Todo lo que decía era ingenioso, inesperado, y su entusiasmo y su alegría me tuvieron entretenido y contento. Durante la cena, en La Petite Périgourdine, un restaurante de la rué des Écoles, le dije que me gustaba y la besé. Ella me confesó que desde el día que conversamos en la sala de espera de la clínica de Passy supo que «algo había pasado entre nosotros». Me contó que había vivido cerca de dos años con un actor y que habían roto hacía poco, aunque seguían siendo buenos amigos.

Fuimos al pisito de Joseph Granier e hicimos el amor. Tenía un cuerpo menudo, con unos pechitos delicados, y era tierna, ardiente y sin complicaciones. Examinó mis libros y me riñó por tener sólo poesía, novelas y algunos ensayos pero ni un solo libro de teatro. Ella se encargaría de ayudarme a llenar ese vacío. «Has llegado a punto a mi vida, caro», añadió. Tenía una sonrisa ancha, que parecía salir no sólo de sus ojos y su boca, también de su frente, su nariz y sus orejas.

Marcella debía regresar a Italia un par de días después, por un posible trabajo en Milán, y la acompañé a la estación, porque viajaba en tren (tenía pavor al avión). Hablamos por teléfono varias veces y cuando regresó a París se vino a mi casa en vez de ir al hotelito del Barrio Latino en el que se alojaba. Trajo consigo una bolsa con un puñado de pantalones, blusas, chompas y sacones arrugados, y un baúl con libros, revistas, figurines y maquetas de sus montajes.

La instalación de Marcella en mi vida fue tan rápida que casi no tuve tiempo de reflexionar, de preguntarme si no daba un paso precipitado. ¿No hubiera sido más sensato esperar un poco, conocerse mejor, ver si la relación iba a funcionar? Después de todo, ella era una chiquilla y yo podía ser su padre..Pero, la relación funcionó, gracias a su manera de ser tan adaptable, tan sencilla en sus gustos, tan dispuesta a poner buena cara ante cualquier contrariedad. No hubiera podido decir que la quería, no en todo caso como había querido a la niña mala, pero me sentía bien a su lado, agradecido de que estuviera conmigo y hasta enamorada de mí. Me rejuvenecía y me ayudaba a echar tierra a los recuerdos.

A Marcella le salían de cuando en cuando algunos encargos, escenografías en teatros de barrio, subsidiados por los ayuntamientos. Entonces, se dedicaba con tanto enloquecimiento a su trabajo que se olvidaba de mi existencia. Yo tenía cada vez más dificultad para conseguir traducciones. Había renunciado a la interpretación, no me sentía capaz de hacer ese trabajo con la seguridad de antes. Y, tal vez porque se había corrido la voz sobre mis problemas de salud en el medio, cada vez me confiaban menos textos para traducir. Y los que conseguía tarde, mal y nunca, me tomaban mucho tiempo, porque a la hora u hora y media de estar trabajando, recomenzaban los mareos y los dolores de cabeza. En los primeros meses de vida en común con Marcella, mis ingresos se redujeron casi a nada y volví a verme angustiado con los pagos de la hipoteca y los intereses de los préstamos.

El administrador de la oficina de la Société Genérale, a quien expliqué el problema, me dijo que la solución era vender el piso. Se había valorizado y podía obtener un precio que, luego de canceladas la hipoteca y las deudas, me dejaría una cantidad que, administrada con prudencia, podía darme un desahogo por un buen tiempo. Lo consulté con Marcella y ella me animó también a que lo vendiera. Que me sacara de la cabeza la preocupación por esos pagos que me desvelaban cada mes. «No te preocupes por el futuro, caro. Pronto empezaré a tener buenas comisiones. Si nos quedamos sin un centavo, nos iremos donde mis padres, a Roma. Nos instalaremos en una buhardilla donde, de chiquita, yo daba funciones de ilusionismo y magia para mis amistades, y donde guardo toda clase de cachivaches. Te llevarás muy bien con mi padre, que es casi de tu edad.» Vaya perspectiva, Ricardito.

Vender el departamento nos tomó algún tiempo. Era verdad, su precio se había triplicado, pero los candidatos a comprarlo que traían las agencias inmobiliarias ponían peros, pedían rebajas o arreglos y las cosas se alargaron cerca de tres meses. Por fin, llegué a un acuerdo con un funcionario del Ministerio de las Fuerzas Armadas, un señor atildado que llevaba monóculo. Empezaron entonces los aburridos trámites con notarías y abogados y la venta de los muebles. El día que firmamos la minuta de venta e hicimos el traspaso, al salir yo de la notaría, en una transversal de l'avenue de Suffren, una señora al verme se detuvo en seco y me quedó mirando. Sin reconocerla, la saludé con una inclinación de cabeza.