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– Soy Martine -dijo ella, secamente, sin estirarme la mano-. ¿No me recuerda?

– Estaba distraído -me disculpé-. Claro que la recuerdo muy bien. Cómo está, Martine.

– Muy mal, cómo voy a estar -repuso ella. El disgusto le avinagraba la cara. No me quitaba la vista-. Pero, sepa que yo no me dejo pisotear. Sé muy bien defenderme. Le aseguro que este asunto no se va a quedar así.

Era una mujer alta y reseca, de cabellos grises. Llevaba impermeable y me escudriñaba como si quisiera romperme en la cabeza el paraguas que tenía en la mano.

– No sé de qué me habla, Martine. ¿Ha tenido usted problemas con mi esposa? Nosotros nos separamos hace algún tiempo, ¿no se lo dijo?

Se quedó muda y me examinó, desconcertada. Su mirada me decía que yo le parecía un bicho muy raro.

– ¿Usted no sabe nada, entonces? -murmuró-. ¿Vive en las nubes, entonces? ¿Con quién cree usted que se largó esa mosquita muerta? ¿No sabe que fue con mi marido?

No supe qué responderle. Me sentí estúpido, un bicho raro, sí. Haciendo un esfuerzo, musité:

– No, no lo sabía. Ella sólo me dijo que se iba y se fue, No he vuelto a saber nada de ella. Lo siento mucho, Martine.

– Yo le di todo, trabajo, amistad, mi confianza, pasando por alto lo de sus papeles, que nunca estuvieron muy claros. Le abrí mi casa. Y así me pagó, quitándome a mi marido. No porque se enamorara de él, sino por codicia. Por puro interés. No le importó destrozar a toda una familia.

Me pareció que, si no me iba de allí, Martine me abofetearía, como responsable de su desgracia familiar. Tenía la voz rajada por la indignación.

– Le advierto que esto no se va a quedar así -repitió, accionando con el paraguas a unos centímetros de mi cara-. Mis hijos no lo van a permitir. Ella sólo quiere esquilmarlo, porque eso es lo que es, ana cazafortunas. Mis hijos han emprendido ya las acciones legales y la llevarán a la cárcel. Y usted hubiera hecho mejor vigilando un poco más a su mujer.

– Lo siento mucho, debo partir, esta conversación no tiene sentido -le dije, alejándome a largos trancos.

En vez de regresar a recoger a Marcella, que estaba despachando al depósito los enseres de la casa que no habíamos conseguido vender, fui a sentarme a un café de la Ecole Militaire. Traté de poner en orden mi cabeza. Se me debía haber subido algo la presión porque me sentía congestionado y aturdido. No conocía al marido de Martine, pero sí a uno de sus hijos, un hombre hecho y derecho al qué había visto de paso, una sola vez. La nueva conquista de la niña mala debía de ser, pues, muy mayor, un vejestorio como imaginé. Por supuesto que no se había enamorado de él. Nunca se había enamorado de nadie, salvo, acaso, de Fukuda. Lo había hecho para escapar del aburrimiento y la mediocridad de la vida en el pisito de la École Militaire, y en busca de aquello que había sido su primera prioridad desde que, de niñita, descubrió la vida de perro de los pobres y lo bien que vivían los ricos: esa seguridad que sólo el dinero garantizaba. Una vez más se había engatusado a sí misma con el espejismo del hombre rico; después de oír a Martine decir, con acento de trágica griega, «Mis hijos han iniciado acciones legales», era seguro que también esta vez las cosas no acabarían como ella creía. Le guardaba rencor pero, ahora, imaginándola con aquel vejete, también cierta compasión.

Encontré a Marcella extenuada. Había despachado ya el camioncito al depósito con lo que no pudimos vender y algunos cajones de libros. Sentado en el suelo de la salita, examiné las paredes y el espacio vacío con nostalgia. Nos fuimos a instalar a un hotelito de la rué de Cher-che-Midi. Allí vivimos muchos meses, hasta la partida a España. Teníamos un cuarto pequeño y claro, con una ventana bastante amplia desde la que se divisaban los techos vecinos y a cuyo alféizar venían a comer las palomas los granos de maíz que les ponía Marcella (a mí me tocaba limpiar las cagarrutas). Pronto se llenó de libros, discos, y, sobre todo, de dibujos y maquetas de Marcella. Tenía una mesa larga, que en teoría compartíamos, pero, en verdad, la ocupaba sobre todo Marcella. Ese año me fue todavía más difícil conseguir traducciones, de modo que la venta del piso resultó muy conveniente. Había colocado el dinero sobrante en una cuenta a plazo fijo, y la pequeña mensualidad que cobraba nos exigía vivir con gran modestia. Tuvimos que suprimir restaurantes caros, conciertos, ir al cine no más de una vez por semana y sólo a los espectáculos para los que Marcella conseguía invitaciones. Pero era un alivio vivir sin deudas.

La idea de mudarnos a España nació luego de que un conjunto italiano de danza moderna, de Barí, con el que Marcella había trabajado, y al que habían invitado a presentar un espectáculo en un festival de Granada, le pidió que se encargara de la iluminación y el decorado. Viajó allá con ellos y dos semanas después volvió encantada. El espectáculo había marchado muy bien, había conocido a gente de teatro y se le habían abierto algunas posibilidades. En los meses siguientes hizo decorados para dos conjuntos jóvenes, uno en Madrid y otro en Barcelona, y de ambos viajes volvió a París eufórica. Decía que en España había una vitalidad cultural extraordinaria y que todo el país estaba lleno de festivales y de directores, actores, bailarines y músicos ansiosos por poner a la sociedad española al día, de hacer cosas nuevas. Había allí más espacio para los jóvenes que en Francia, donde el medio estaba sobre-saturado. Además, en Madrid se podía vivir mucho más barato que en París.

No me apenó dejar la ciudad que, desde niño, yo asociaba con la idea del paraíso. En los años que llevaba en París había tenido experiencias maravillosas, de esas que parecen justificar toda una vida, pero todas ellas vinculadas a la niña mala, a la que yo para entonces, creo, recordaba ya sin amargura, sin odio, con cierta ternura incluso, sabiendo muy bien que mis infortunios sentimentales se debían más a mí que a ella, por haberla querido de una manera que ella nunca hubiera podido quererme a mí, aunque, en algunas contadas ocasiones, lo intentara: ésos eran mis recuerdos más gloriosos de París. Ahora que aquella historia estaba definitivamente cerrada, mi vida futura en esta ciudad sería una paulatina decadencia agravada por la falta de trabajo, una vejez con estrecheces y muy solitaria cuando la cara Marcella encontrara que tenía mejores cosas que hacer que cargar a cuestas con un hombre mayor, que tenía la cabeza bastante débil y que podía volverse gagá -una manera educada de decir imbécil- si le repetía el ataque cerebral. Mejor irme y empezar en otro lado.

Marcella encontró el pisito en Lavapiés y, como se lo alquilaron amueblado, yo terminé por regalar a organizaciones caritativas los restos de los muebles que teníamos en el depósito así como los libros de mi biblioteca. Me llevé a Madrid sólo un puñadito de títulos preferidos, casi todos rusos y franceses, y mis gramáticas y diccionarios.

Al año y medio de estar viviendo en Madrid tuve el palpito de que, esta vez sí, Marcella iba a dar el gran salto. Una tarde cayó muy excitada al Café Barbieri a contarme que había conocido a un bailarín y coreógrafo formidable y que iban a trabajar juntos en un proyecto fantástico: Metamorfosis, un ballet moderno inspirado en uno de los textos reunidos por Borges en su Manual de Zoología Fantástica: «A Bao A Qu», una leyenda recogida por uno de los traductores ingleses de Las mil y una noches. El muchacho era un alicantino, formado en Alemania, donde había trabajado profesionalmente hasta hacía poco tiempo. Ahora había reunido un grupo de diez bailarines, cinco mujeres y cinco hombres, y diseñado la coreografía de Metamorfosis. El cuento en cuestión, traducido y acaso enriquecido por Borges, refería la historia de un maravilloso animalito que vivía en lo alto de una torre en estado letárgico y sólo despertaba a la vida activa cuando alguien subía la escalera. Dotado de la propiedad de transformarse, cuando alguien bajaba o ascendía los peldaños el animalito empezaba a moverse, a iluminarse, a cambiar de forma y color. Víctor Almeda, el alicantino, había concebido un espectáculo en el que, emulando aquel prodigio, los bailarines y bailarinas, subiendo y bajando aquellas escaleras mágicas que diseñaría Marcella y gracias a los efectos de las luces también a su cargo, irían cambiando de personalidad, de movimiento, de expresiones, hasta convertir el escenario en un pequeño universo en el que cada danzante sería muchos, en que cada hombre y mujer contendría a innumerables seres humanos. La Sala Olimpia, un viejo cine convertido en teatro de la plaza de Lavapiés, donde funcionaba el Centro Nacional de Nuevas Tendencias Escénicas, había aceptado la propuesta de Víctor Almeda e iba a patrocinar el espectáculo.