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Nunca vi a Marcella trabajar con tanta felicidad en una escenografía como en ésta, ni hacer tantos bocetos y maquetas. Cada día me contaba con regocijo el torrente de ideas que alborotaban su cabeza y los progresos que hacía el elenco. Un par de veces la acompañé al ruinoso Olimpia y, una tarde, nos tomamos un café en la misma plaza con Víctor Almeda, un muchacho muy moreno, de cabellos largos que sujetaba en cola de caballo, y un cuerpo atlético que delataba muchas horas de gimnasio y de ensayos. A diferencia de Marcella, no era exuberante ni extrovertido, más bien reservado, pero sabía muy bien lo que quería hacer en la vida. Y lo que quería es que Metamorfosis fuera un éxito. Tenía cultura literaria y pasión por Borges. Para este espectáculo había leído y visto mil cosas sobre el tema de la metamorfosis, empezando por Ovidio, y la verdad es que, aunque hablaba poco, lo que decía era inteligente y, para mí, novedoso: nunca había escuchado antes hablar a un coreógrafo y bailarín de su vocación. Esa noche, en casa, después de decirle a Marcella la buena impresión que me había hecho Víctor Almeda, le pregunté si era gay. Reaccionó indignada. No lo era. Qué prejuicio tan tonto creer que todos los bailarines eran gays. Ella estaba segura, por ejemplo, de que en el gremio de los intérpretes y traductores había un porcentaje tan grande de gays como entre los bailarines. Le pedí disculpas, le aseguré que no tenía el menor prejuicio, que mi pregunta había sido hecha por pura curiosidad, sin la menor trastienda.

El éxito de Metamorfosis fue total y merecido. Víctor Almeda consiguió mucha publicidad anticipada y la noche del estreno el Olimpia reventaba, había incluso gente de pie y predominaban los jóvenes. Las escaleras en que las cinco parejas evolucionaban se metamorfoseaban igual que los bailarines, y eran, con las luces, los verdaderos protagonistas del espectáculo. No había música. El ritmo lo marcaban los propios danzantes con las manos, los pies, y emitiendo sonidos agudos, guturales, roncos o silbantes, según cambiaban1 de identidad. Los mismos bailarines anteponían por turnos a los reflectores unas pantallas que cambiaban la intensidad y el color de la luz, gracias a lo cual los personajes parecían efectivamente tornasolar, cambiar de piel. Era bonito, sorprendente, imaginativo, un espectáculo de una hora que el público seguía inmóvil, expectante, sin que se oyera el zumbido de una mosca. El grupo iba a dar cinco funciones y terminó dando diez. Hubo artículos muy positivos en la prensa y en todos se mencionaba, con elogios, la escenografía de Marcella. La televisión lo filmó para pasar un fragmento en un programa dedicado a las artes.

Fui a ver el espectáculo tres veces. Siempre lo encontré lleno de público y el entusiasmo era idéntico al del día del estreno. La tercera vez, al terminar la función, cuando trepaba la tortuosa escalerilla del Olimpia hacia los camerines en busca de Marcella, me di poco menos que de bruces con ella, en brazos del apuesto y sudoroso Víctor Almeda. Se besaban con cierta furia y, al sentirme llegar, se soltaron, muy confundidos. Me hice el que no había advertido nada extraño y los felicité, asegurándoles que la función me había gustado todavía más que las dos veces anteriores.

Más tarde, camino a la casa, Marcella, a quien notaba muy incómoda, me encaró:

– Bueno, supongo que te debo una explicación por lo que has visto.

– No me debes ninguna, Marcella. Tú eres una persona libre y yo lo soy también. Vivimos juntos y nos llevamos muy bien. Pero, eso no debe recortar en lo más mínimo nuestra libertad. No hablemos más del asunto.

– Sólo quiero que sepas que lo siento mucho -me dijo-. Aunque las apariencias digan otra cosa, te aseguro que no ha pasado absolutamente nada entre Víctor y yo. Lo de esta noche ha sido una tontería sin ninguna importancia. Y no se va a repetir.

– Te creo -le dije yo, cogiéndola de la mano, porque me apenaba ver lo mal que se sentía-. Olvidemos todo esto. Y no pongas esa cara, por favor. Tú eres bonita sobre todo cuando sonríes.

En efecto, los días siguientes no volvimos a hablar del tema, y ella hizo muchos esfuerzos para mostrarse cariñosa. La verdad, no me afectó mucho saber que probablemente había surgido un romance entre Marcella y el coreógrafo alicantino. Nunca me había hecho muchas ilusiones sobre lo que duraría nuestra relación. Y ahora, además, sabía que mi amor por ella, si eso era amor, era un sentimiento bastante superficial. No me sentía herido ni humillado; sólo curioso por saber cuándo tendría que mudarme a vivir solo una vez más. Y desde entonces empecé a preguntarme si me quedaría en Madrid o volvería a París. Dos o tres semanas después, Marcella me anunció que habían invitado a Víctor Almeda a presentar Metamorfosis en Frankfurt, en un festival de danza moderna. Era una ocasión importante para que ella diera a conocer su trabajo en Alemania. ¿Qué me parecía?

– Magnífico -le dije-. Estoy seguro que Metamorfosis tendrá allá tanto éxito como en Madrid.

– Por supuesto que vendrás conmigo -se apresuró a decir ella-. Allá podrás seguir con las traducciones y…

Pero yo la acariñé y le dije que no fuera tonta ni pusiera esa cara de angustia. Yo no iría a Alemania, no teníamos dinero para eso. Me quedaría en Madrid trabajando en mi traducción. Yo tenía confianza en ella. Que preparara su viaje y se olvidara de todo lo demás, porque podía ser decisivo para su carrera. Se le salieron unos lagrimones al abrazarme y decirme al oído: «Te juro que aquella tontería no se repetirá jamás, caro».

«Por supuesto, por supuesto, bambina», la besé.

El mismo día que Marcella partió a Frankfurt, por tren -yo fui a despedirla a la estación de Atocha-, Víctor Almeda, que debía viajar dos días después por avión con el resto de la compañía, vino a tocarme la puerta del pisito de la calle Ave María. Traía una cara muy seria, como si lo devoraran profundas cuestiones. Supuse que venía a darme alguna explicación por el episodio del Olimpia y le propuse que tomáramos un café en el Barbieri.

En realidad, venía a decirme que él y Marcella estaban enamorados y que él consideraba su obligación moral hacérmelo saber. Marcella no quería hacerme sufrir y por eso se sacrificaba siguiendo a mi lado a pesar de amarlo a él. Ese sacrificio, además de hacerla desdichada, iba a perjudicar su carrera.

Le agradecí su franqueza y le pregunté si, contándome todo eso, esperaba que yo les resolviera el problema.

– Bueno -vaciló un momento-, en cierta forma, sí. Si usted no toma la iniciativa, ella no la tomará nunca.

– ¿Y por qué tomaría yo la iniciativa de romper con una muchacha a la que tengo tanto cariño?

– Por generosidad, por altruismo -dijo él en el acto, con una solemnidad tan teatral que tuve ganas de reírme-. Porque usted es un caballero. Y porque ahora ya sabe que ella me ama a mí.