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En ese momento me di cuenta que el coreógrafo me trataba ahora de usted. Las veces anteriores, siempre nos habíamos tuteado. ¿Pretendía de este modo recordarme los veinte años que yo le llevaba a Marcella?

– Tú no eres franco conmigo, Víctor -le dije-. Confiésame toda la verdad. ¿Marcella y tú planearon esta visita tuya? ¿Te pidió ella que me hablaras porque ella no se atrevía?

Lo vi removerse en el asiento y negar con la cabeza. Pero, al abrir la boca, asintió:

– Lo decidimos entre los dos -reconoció-. Ella no quiere que tú sufras. Tiene toda clase de remordimientos. Pero yo la he convencido de que la primera lealtad no es con el qué dirán sino con los sentimientos.

Estuve a punto de decirle que lo que acababa de oír era una huachafería, y explicarle ese peruanismo, pero no lo hice porque ya estaba harto de él y quería que se fuera. De modo que le pedí que me dejara a solas, reflexionando sobre todo lo que me había dicho. Pronto tomaría una decisión al respecto. Le deseé muchos éxitos en Frankfurt y le di un apretón de mano. En realidad ya había decidido dejar a Marcella con su bailarín y regresarme a París. Entonces, ocurrió lo que tenía que ocurrir.

Dos días después, mientras trabajaba en la tarde en mi querencia del fondo del Café Barbieri, una elegante silueta femenina se sentó de pronto en la mesa, frente a mí:

– No te voy a preguntar si sigues enamorado de mí, porque ya sé que no -dijo la niña mala-. Infanticida.

La sorpresa fue tan mayúscula que, no sé cómo, eché al suelo la botella de agua mineral medio llena, que se quebró en pedazos y salpicó a un muchacho con pelo de puercoespín y tatuajes de la mesa del lado. Mientras la camarera andaluza se afanaba levantando los pedazos de vidrio, yo examinaba a la dama que, de la manera más inesperada, luego de tres años, bruscamente resucitaba en el momento y el lugar más inesperado del mundo: el Café Barbieri de Lavapiés.

A pesar de que estábamos a fines de mayo y hacía calor, ella llevaba un saquito de media estación azul claro sobre una blusa blanca abierta, y alrededor de la garganta le bailaba una cadenita de oro. El cuidado maquillaje no ocultaba lo demacrado de su rostro, los huesos salidos de sus pómulos y las pequeñas bolsas alrededor de los ojos. Habían pasado sólo tres, pero a ella le habían caído diez años encima. Era una vieja. Mientras la chica andaluza estuvo limpiando el suelo, ella tamborileaba en la mesa con una de sus manos, dé uñas cuidadosamente arregladas y pintadas, como si acabaran de pasar por la manicurista. Sus dedos se habían alargado y enflaquecido. Me miraba sin pestañear, sin humor y-¡colmo de los colmos!- me tomaba cuentas por mi mal comportamiento:

– Nunca hubiera creído que te pondrías a vivir con una mocosa que puede ser tu hija -repitió, indignada-. Y, además, una hippy que seguro no se baña nunca. Qué bajo has caído, Ricardo Somocurcio.

Tenía ganas de apretarle el pescuezo y de echarme a reír a carcajadas. No, no era broma: ¡me estaba haciendo una escena de celos! ¡Ella a mí!

– Tú tienes ya 53 o 54 años, ¿no? -prosiguió, tamborileando siempre en la mesa-. ¿Y cuántos esa lolita? ¿Veinte?

– Treinta y tres -le dije yo-. Representa menos, es verdad. Porque es una chica feliz y la felicidad rejuvenece a la gente. Tú no pareces muy feliz, en cambio.

– ¿Se baña alguna vez? -se exasperó ella-. ¿O a la vejez te ha dado por eso, por la suciedad?

– He aprendido del Yakuza Fukuda -le dije yo-. He comprobado que las porquerías tienen también su gracia, en la cama.

– Por si quieres saberlo, en este momento te odio con toda mi alma y quisiera que te murieras -dijo ella, sordamente. No me había quitado la vista ni había pestañeado una sola vez.

– Cualquiera que no te conociera diría que estás celosa.

– Por si quieres saberlo, sí lo estoy. Pero, sobre todo, decepcionada de ti.

Le cogí la mano y la obligué a acercarse un poco, para decirle, sin que oyera nuestro vecino, el puercoespín tatuado:

– ¿Qué significa esta payasada? ¿Qué haces aquí? Me clavó las uñas en la mano antes de contestarme. Lo hizo bajando también la voz:

– No sabes cómo lamento haberte buscado todo este tiempo. Pero ya. sé que esa hippy te va a hacer pasar las de Caín, te va a meter cuernos y te va a dejar tirado como un trapo sucio. Y no sabes cuánto me alegro.

– Estoy perfectamente entrenado para eso, niña mala. En cuestión de cuernos y abandonos, sé todo lo que hay que saber y todavía más.

Le solté la mano pero, en el acto, ella me la volvió a coger.

– Me había jurado no decirte nada sobre esa hippy -dijo, suavizando la voz y la expresión-. Pero, apenas te vi, no pude contenerme. Todavía me dan ganas de rasguñarte. Sé un poco más galante y pídeme una taza de té.

Llamé a la camarera andaluza y traté de soltarle la mano, pero la suya seguía aferrada a la mía.

– ¿La quieres a esa hippy asquerosa? -me preguntó-. ¿La quieres más de lo que me querías a mí?

– A ti yo no creo que te haya querido nunca -le aseguré-. Tú eras para mí lo que era Fukuda para ti: una enfermedad. Ahora me he curado, gracias a Marcella.

Me examinó un rato y, sin soltarme la mano, sonrió con ironía por primera vez, mientras me decía:

– Si no me quisieras no te habrías puesto tan pálido ni tendrías tan quebrada la voz. ¿No irás a ponerte a llorar, Ricardito? Porque tú eres bastante lloroncito, si mal no recuerdo.

– Te prometo que no. Tienes la maldita costumbre de aparecer de pronto, como una pesadilla, en los momentos menos pencados. Ya no me hace gracia. La verdad, no esperaba volver a verte nunca más. ¿Qué es lo que quieres? ¿Qué haces acá en Madrid?

Cuando le trajeron la taza de té, pude examinarla un poco mientras ella le echaba un terrón de azúcar, movía el líquido, y escudriñaba la cucharilla, el platito y la taza haciendo ascos. Llevaba una falda blanca y unos zapatos también blancos y calados, que dejaban ver sus pequeños pies, de uñas pintadas con un esmalte transparente. Sus tobillos eran otra vez dos cañitas de bambú. ¿Habría estado enferma de nuevo? Sólo en la época de la clínica de Pétit Clamart la había visto tan delgada. Llevaba los cabellos echados hacia atrás en dos bandas y sujetos con unos prendedores a la altura de las orejas, que lucían airosas como siempre. Se me ocurrió que, sin el enjuague al que probablemente debían su negrura, sus cabellos debían ser ya grises, acaso blancos como los míos.

– Todo parece sucio aquí -dijo, de pronto, mirando a su alrededor y exagerando la expresión de disgusto-. La gente, el local, hay telarañas y polvo por todas partes. Hasta tú pareces sucio.

– Esta mañana me duché y me jaboné de arriba abajo, palabra.

– Pero estás vestido como un pordiosero -dijo ella, cogiéndome la mano otra vez.

– Y tú como una reina -le dije yo-. ¿No tienes miedo de que te asalten y te roben en un sitio de muertos de hambre como éste?

– En esta nueva etapa de mi vida estoy dispuesta a correr cualquier peligro por ti -se rió ella-. Además, tú, que eres un caballero, me defenderías hasta la muerte, ¿no? ¿O desde que te juntas con hippies ya dejaste de ser un caballerito miraflorino?

Se le había pasado la furia de un momento atrás y, ahora, apretándome la mano con firmeza, se reía. En sus ojos había una lejana reminiscencia de aquella miel oscura, una lucecita que encendía su cara demacrada y envejerida.

– ¿Cómo me has encontrado?

– Me costó mucho trabajo. Meses. Mil averiguaciones, por todas partes. Y un montón de plata. Estaba muerta de susto, llegué a pensar que te habías suicidado. Esta vez de verdad.

– Esas estupideces se hacen sólo una vez, cuando uno está imbecilizado de amor por alguna mujer. Ya no es mi caso, felizmente.

– Tratando de encontrarte, me he peleado con los Gravoski -me dijo de pronto, enfureciéndose otra vez-. Elena me trató muy mal. No me quiso dar tu dirección ni decirme nada sobre ti. Y se puso a tomarme cuentas. Que yo te había hecho desgraciado, que estuve a punto de matarte, que tuve la culpa de que te diera un ataque cerebral, que he sido la tragedia de tu vida.