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Era un muchacho delgado y alto, de piel ébano claro, con una sonrisa que mostraba su magnífica dentadura. A la vez que podía discutir horas, con gran solvencia intelectual, sobre temas políticos, era capaz de enfrascarse en apasionantes diálogos sobre literatura, arte o deportes, en especial el fútbol y las proezas de su cuadro, el Alianza Lima. Había en su manera de ser algo que contagiaba su entusiasmo, su idealismo, el desprendimiento y sentido acerado de la justicia que guiaban su vida, algo que no creo haber advertido -sobre todo, de manera tan genuina- en ninguno de los revolucionarios que pasaban por París en los sesenta. Que hubiera aceptado ser apenas un militante de! MIR, donde no había nadie que tuviera su talento y su carisma, decía muy a las claras la pureza de su vocación revolucionaria. Las tres o cuatro veces que conversé con él quedé convencido, pese a mi escepticismo, de que, si alguien con la lucidez y la energía de Lobatón estaba al frente de los revolucionarios, el Perú podía ser la segunda Cuba de América Latina.

Fue por lo menos seis meses después de su partida cuando volví a tener noticias de la camarada Arlette, a través de Paúl. Como mi contrato de «temporero» me dejaba muchos períodos libres, me había puesto a estudiar ruso, pensando que si llegaba a traducir también de esta lengua -una de las cuatro oficiales de la ONU y sus filiales en esa época- mi trabajo de traductor sería más seguro, y a seguir un curso de interpretación simultánea. Los intérpretes tenían un trabajo más intenso y difícil que el de los traductores, pero, por eso mismo, eran más buscados. Uno de esos días, al salir de mi clase de ruso en la Escuela Berlitz, en el boulevard des Capucines, encontré al gordo Paúl esperándome en la puerta del edificio de la Escuela.

– Noticias de la muchacha, por fin -me dijo, a modo de saludo, con la cara larga-. Lo siento, pero no son buenas, mi viejo.

Lo invité a uno de los bistrots de los alrededores de l'Opéra, a tomarnos un trago, para digerir mejor la mala noticia. Nos sentamos en la terraza, al aire libre. Era un anochecer primaveral, cálido, con estrellas tempraneras, y todo París parecía haberse volcado a la calle para gozar del buen tiempo. Pedimos dos cervezas.

– Supongo que después de tanto tiempo ya no sigues enamorado de ella -me preparó Paúl.

– Supongo que no -le respondí-. Cuéntamelo de una vez y no jodas, Paúl.

Acababa de pasar unos días en La Habana y la camarada Arlette estaba en la boca de todos los muchachos peruanos del MIR porque, según rumores efervescentes, protagonizaba unos amores afiebrados con el comandante Chacón, el segundo de Osmani Cienfuegos, el hermano menor de Camilo, el gran héroe desaparecido de la Revolución. El comandante Osmani Cienfuegos era el jefe de la organización que prestaba la ayuda a todos los movimientos revolucionarios y partidos hermanos y el que coordinaba las acciones rebeldes en todos los rincones del mundo. El comandante Chacón, sobreviviente de la Sierra Maestra, era su brazo derecho.

– ¿Te das cuenta del notición con que me recibieron? -se rascaba la cabeza Paúl- lisa flaquita sin pena ni gloria ¡en amores con uno de los comandantes históricos! ¡Nada menos que el comandante Chacón!

– ¿No será un simple chisme, Paúl? Movió la cabeza, compungido, y me palmeó el brazo, dándome ánimos.

– Estuve con ellos yo mismo, en una reunión en la Casa de las Américas. Viven juntos. La camarada Arlette, aunque no te lo creas, se ha convertido en una persona influyente, de cama y mesa con los comandantes.

– Para el MIR es cojonudo -dije yo.

– Pero, para ti, una mierda -me dio otra palmada Paúl-. Maldita sea el tener que darte esta noticia, mi viejo. Pero, era mejor que lo supieras, ¿no? Bueno, el mundo no se va a acabar. Además, París está lleno de hembras del carajo. Mira, nomás.

Después de intentar algunas bromas, sin el menor éxito, le pregunté a Paúl por la camarada Arlette.

– Como compañera de un comandante de la revolución no le falta nada, supongo -se escabulló-. ¿Es eso lo que quieres saber? ¿O si está más rica o más fea que cuando pasó por aquí? Igual, creo. Un poco más quemadita por el sol del Caribe. Tú ya sabes, a mí ella nunca me pareció cosa del otro mundo. En fin, no pongas esa cara que no es para tanto, mi viejo.

Muchas veces, en los días, semanas y meses que siguieron a aquel encuentro con Paúl, traté de imaginarme a la chilenita convertida en la pareja del comandante Chacón, vestida de guerrillera y con una pistola en la cintura, boina azul y botas, alternando con Fidel y Raúl Castro en los grandes desfiles y manifestaciones de la revolución, haciendo trabajo voluntario los fines de semana y sudando la gota gorda en los cañaverales mientras sus pequeñas manos de dedos delicados hacían esfuerzos para sostener el machete, y, acaso, con esa facilidad para la metamorfosis, fonética que yo le conocía, hablando ya con la musiquita demorada y sensual de los caribeños. La verdad, no conseguía adivinarla en su nuevo papeclass="underline" su figurita se me escurría como si fuera líquida. ¿Se habría enamorado del tal comandante? ¿O había sido este un instrumento para librarse del entrenamiento guerrillero y, sobre todo, del compromiso con el MIR para ir luego a hacer la guerra revolucionaria en el Perú? No me hacía nada bien pensar en la camarada Arlette, cada vez sentía como si se me abriera una úlcera en la boca del estómago. Para evitarlo, algo que conseguí sólo a medias, me entregué a mis clases de ruso y de interpretación simultánea con verdadero ahínco, todos los períodos en que el señor Chames, con quien hice excelentes migas, no me ofrecía un contrato. Y a la tía Alberta, a quien en una carta había cometido la debilidad de confesarle que estaba enamorado de una chica llamada Arlette y que siempre me pedía una foto de ella, le conté que habíamos roto, que se olvidara del asunto para siempre.