El sonido que acudió a su boca salió de ella como un gemido débil, de los que emites en una pesadilla cuando piensas que estás gritando fuerte. Al mismo tiempo cerró los ojos con fuerza. Permaneció allí con una mano extendida hasta que el interior de sus párpados se ensombreció y supo que la luz había vuelto a apagarse. Dio un paso atrás, pulsó otra vez el interruptor, abrió los ojos y miró. La figura había desaparecido. Eso si es que había llegado a estar allí, si no la había imaginado.
Aun así, necesitó hacer acopio de todo su coraje para subir las escaleras, pasar por el lugar donde había estado la figura y cruzar las motas de luz de Isabella para entrar en su piso.
Hacía una mañana radiante y la luz del sol disipó los terrores nocturnos. Era sábado, por lo que Mix no iba a levantarse hasta tarde. Se quedó tumbado en la cama en el calor sofocante de su dormitorio, excesivamente caldeado, observando una bandada de palomas, una única garza volando bajo, un avión que dejaba una estela parecida a una cuerda de nube por el cielo azul. Entonces pudo decirse a sí mismo que la figura de las escaleras fue una alucinación o algo causado por esa vidriera de colores. La bebida y la oscuridad hacían que la mente te jugara malas pasadas. Él había bebido bastante y el hecho de que la casa en la que vivía la chica fuera el número trece fue el colmo.
Al levantarse para hacerse un té con la idea de llevárselo de vuelta a la cama vio a Otto abajo, una silueta de color chocolate oscuro sentada en uno de los muros que se desmoronaban, contra los cuales se apoyaban unos árboles antiguos y en el que había un viejo enrejado medio caído. En la jungla casi idéntica que había al otro lado de aquel jardín, dos gallinas de Guinea con unas crinolinas de plumaje gris iban de aquí para allá entre los tallos de hierbajos muertos y las zarzas. Otto se pasaba horas mirando aquellas gallinas de Guinea, tramando cómo atraparlas y comérselas. Mix lo había observado a menudo y, aunque no le gustaba el gato, en cierto modo tenía la esperanza de presenciar la caza y muerte de la presa. Casi seguro que era ilegal tener aquellas aves, pero las autoridades locales desconocían su existencia y ningún vecino informó nunca de ello.
Sacó sus álbumes de recortes de Nerissa de un cajón y se los llevó a la cama con él. Aquella mañana soleada sería estupenda para tomar una fotografía de su casa y quizás otra del gimnasio. Y cabría la posibilidad de volver a verla. Mientras pasaba las páginas de su colección de fotografías y recortes, se sumergió en una fantasía de cómo podía conocerla. Conocerla de verdad y recordarle su encuentro previo. Una fiesta sería el tipo de ocasión que necesitaba, una fiesta a la que ella asistiera y a la que él pudiera conseguir que lo invitaran. Lo fue invadiendo el temor insistente de que ella pudiera haberlo visto frente a su casa y supiera que la había seguido hasta el gimnasio. Debía tener más cuidado.
¿Podría convencer a Colette Gilbert-Bamber para que diera una fiesta? Y lo que es más, si la celebraba, ¿podría persuadirla para que lo invitara a él? El marido, a quien no conocía, era una incógnita. Mix nunca había visto una fotografía suya. Quizás odiara las fiestas o sólo le gustaran las formales, llenas de ejecutivos que bebían vino seco y agua mineral con gas mientras comentaban la tendencia a la baja del mercado. Aun cuando la fiesta tuviera lugar, ¿tendría valor para pedirle a Nerissa que saliera con él? Tendría que llevarla a algún sitio fabuloso, pero ya había empezado a ahorrar para eso y en cuanto lo hubieran visto salir con ella… o al cabo de, digamos, unas tres veces, tendría el futuro asegurado, empezarían a lloverle ofertas para ir a la televisión, solicitudes para entrevistas, invitaciones para asistir a estrenos…
Tenía que estar preparado. Llamaría al gimnasio esa misma mañana y solicitaría hacerse socio. ¿Y si averiguaba quién era el gurú de Nerissa, su clarividente o lo que fuera? Mix sabía que tenía uno. Había salido publicado en los periódicos. Eso sería más fácil que una fiesta. Al lugar de trabajo de un gurú no haría falta que lo invitaran, podía ir sin más, siempre que pagara, claro está. Había maneras de averiguar cuándo tenía Nerissa sus citas y entonces concertar la suya de algún modo para que antecediera o precediera a la de ella. Además, no todo sería fingido, sólo sería una estratagema. A Mix no le importaría ir a ver a algún adivino. Averiguar si en realidad existían los fantasmas, los espíritus o lo que fuera, o si el hecho de verlos era siempre cosa de la imaginación. Un gurú o médium podría explicárselo.
Mix terminó de beber el té, cerró el álbum de recortes y se obligó a acercarse al espejo de pie, que era alargado y con el marco de acero inoxidable. Cerró los ojos y volvió a abrirlos. Ahí lo tenía…, detrás de él no había nada ni nadie, ¡qué idea más disparatada! Al verse desnudo, reconoció que la cosa se podía mejorar. Teniendo en cuenta a qué se dedicaba y lo que ambicionaba, debería tener una figura perfecta, abdominales esculpidos, caderas estrechas y el trasero pequeño y duro. Antes ya había sido así… y resolvió que volvería a serlo. La culpa era de todas esas patatas fritas y barritas de chocolate que comía. Su cara estaba bien. Colette y otras mujeres lo encontraban atractivo con sus facciones regulares y los ojos azules de mirada firme y honesta. Sabía que le admiraban su magnífica mata de cabello castaño claro con reflejos rubios, pero su piel no tendría que estar tan pálida. Nerissa estaría acostumbrada a hombres de físico perfecto y bronceado magnífico. El gimnasio y el salón de bronceado de la esquina eran la respuesta. No podía verse la espalda, pero sabía que las cicatrices ya habían desaparecido de todos modos. Era una lástima, la verdad. Seguía alimentando una fantasía que había empezado cuando aún le sangraba la espalda, la de enseñarle a alguien (a la policía o a los servicios sociales) lo que Javy le había hecho y ver cómo lo esposaban y se lo llevaban a la cárcel. O eso, o matarlo.
Durante cinco años Mix había sido el niño mimado de su madre. Era su único hijo y el padre los había abandonado cuando él tenía seis meses. Ella tenía tan sólo dieciocho años y quería a su hijito con pasión, pero no de manera perdurable o exclusiva porque cuando Mix tenía cinco años conoció a James Victor Calthorpe, se quedó embarazada y se casó con él. Javy, como lo llamaba todo el mundo, era un hombre grandote, moreno y guapo. Al principio no hacía mucho caso de Mix, excepto para pegarle, y al niño le parecía que su madre lo quería tanto como siempre. Entonces nació el bebé, una niña de ojos y cabellos oscuros a la que llamaron Shannon. Mix no recordaba haber tenido muchos sentimientos hacia el bebé ni haber visto que su madre le prestara más atención que a él, pero el psiquiatra al que le hicieron ir cuando fue mayor le dijo que su problema era ése. Le contrariaba que su madre le hubiese retirado su amor para transferirlo a Shannon. Fue por este motivo por el que intentó matar al bebé.
Mix no recordaba nada al respecto, no recordaba haber cogido la botella de ketchup y haber golpeado a la niña con ella. O no haberla golpeado exactamente. Haber tirado la botella dentro de la cuna y haber fallado. No recordaba que Javy hubiera entrado en la habitación, pero sí que recordaba la paliza que le propinó. Y su madre allí de pie mirándolo sin hacer nada para detenerlo. Había utilizado el cinturón de cuero con el que se sujetaba los vaqueros. Le levantó la camiseta a Mix por encima de la cabeza y le azotó la espalda hasta que sangró.