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Cuando sus ingresos se redujeron, Gwendolen se había vuelto muy prudente con el dinero y no le gustaba gastarlo en llamadas telefónicas innecesarias. Si Olive quería el juguete de su animal, que fuera ella la que telefoneara o pasara a buscarlo. Pero los días transcurrieron y no hubo llamada ni visita. Gwendolen tan sólo utilizaba la lavadora cuando se le había acumulado un montón de ropa sucia. Cuando esto ocurrió, estuvo a punto de lavar el hueso y el periódico porque metió la ropa dentro antes de darse cuenta de que estaban allí. En Ladbroke Grove y Westbourne Grove, donde hacía sus compras comparando minuciosamente los precios antes de tomar una decisión (cada penique contaba), había unas cuantas tiendas pequeñas regentadas por asiáticos además de los más grandes establecimientos de comestibles. Para dirigirse a cualquiera de ellas tenía que pasar por delante del edificio de apartamentos en el que vivía Olive. Se puso su chaqueta buena de seda negra con los diminutos botones forrados que entonces ya tenía unos treinta años y un pequeño sombrero redondo de paja porque el día parecía cálido y salió de casa con el hueso en el fondo de su carro de la compra. Éste estaba forrado con el tartán llamado Black Watch y, como sólo tenía nueve años, seguía siendo bastante elegante.

Pasó por casa de Olive y tocó el timbre del vestíbulo. No obtuvo respuesta. Tampoco la obtuvo el portero cuando ella le pidió que telefoneara a la señora Fordyce del 11 C. El hombre creía haberla visto salir. Gwendolen se enfadó mucho. Era una irresponsabilidad dejar tu basura en casa de otra gente y luego no dar muestras de reconocimiento de la incorrección social que habías cometido. Estuvo tentada de tirar el hueso con su envoltorio en la papelera más cercana, pero la detuvo una molesta duda sobre la validez de hacerlo. Quizá viniera a ser lo mismo que robar.

Después de leer, lo que a Gwendolen le gustaba más de todo lo que hacía era comprar. No por lo que compraba, o por la distribución de las tiendas, ni por la amabilidad del personal, sino únicamente por el hecho de comparar precios y ahorrar dinero. No era tonta y sabía muy bien que las cantidades que se ahorraba en un bote de salsa en polvo por aquí y en un queso Cheddar por allá nunca sobrepasarían los, digamos, veinte peniques al día. Pero reconocía que era un juego al que jugaba y que hacía que la caminata hasta el mercado de Portobello Road o hasta el supermercado Sainsbury’s constituyera más un placer que una tarea. Además, si seguía una ruta determinada, al cruzar Ladbroke Grove pasaba por delante de la casa donde, todos esos años atrás, el doctor Reeves había tenido su consulta. Para entonces su recuerdo ya no le resultaba doloroso y sólo quedaba una nostalgia más bien agradable, eso y una nueva esperanza ocasionada por el anuncio del Telegraph.

Al término de la guerra, los Chawcer habían considerado ir a ver al doctor Odess. Fue más o menos en aquella época cuando la señora Chawcer había empezado a mostrar síntomas de su enfermedad. Pero Colville Square se hallaba a un largo trecho de distancia, en tanto que el doctor Reeves estaba en Ladbroke Grove, donde se llegaba sencillamente por Cambridge Gardens. Hasta que no tuvo lugar el juicio y toda la publicidad en la prensa, Gwendolen no descubrió que el doctor Odess había sido el médico de Christie, al que había atendido durante años, así como a su esposa.

Aquella mañana estuvo tentada de subir hasta el mercado. El sol brillaba y todo estaba en flor. El ayuntamiento había colgado cestos de geranios en todas las farolas. «Me pregunto cuánto cuesta todo esto», pensó Gwendolen. A veces, cuando iba al mercado a por la verdura, las manzanas para cocinar y los plátanos (la compota de manzana y los plátanos eran la única fruta que comía Gwendolen), conseguía ahorrar mucho y en ocasiones, al final de la jornada tenía cuarenta peniques más de lo que se esperaba en el monedero. Se detuvo frente a la casa de cuatro pisos con sótano y unas escaleras empinadas que conducían a la puerta principal, allí donde Stephen Reeves había ejercido. Ahora el lugar tenía aspecto de abandono, la pintura se desconchaba y en la ventana en saliente de la fachada que estaba rota habían colocado un parche hecho con una bolsa de plástico de los supermercados Tesco pegada con cinta adhesiva.

Allí dentro había estado la sala de espera donde ella se había sentado a esperar las recetas para su madre. Por aquel entonces los médicos no disponían de luces ni de timbres para indicar que estaban listos para recibir al próximo paciente y a menudo tampoco había ninguna recepcionista o enfermera en el establecimiento. El doctor Reeves solía salir a la sala de espera él mismo, llamaba al paciente por su nombre y le aguantaba la puerta para que entrara. A Gwendolen no le importaba el tiempo que tuviera que esperar para que le entregara la receta porque lo haría en persona y, antes de hacerlo, tal vez acudiera dos o tres veces a la sala de espera para recibir al siguiente paciente. Sabía que lo hacía sólo para poder verla fugazmente y que ella lo viera a él. Siempre sonreía, y la sonrisa que tenía para ella era distinta de la que les dirigía a los demás, era más amplia, más afectuosa y, a veces, más cómplice.

Era como si ambos compartieran un secreto, cosa que de hecho hacían…, el amor que sentían el uno por el otro. A Gwendolen no le había importado tener que marcharse sola de la consulta. Él acudiría a Saint Blaise House al día siguiente o al otro, y entonces estarían solos, tomando el té y hablando sin parar. A efectos prácticos estaban solos en la casa. La última criada, Bertha, hacía tiempo que se había ido y para entonces los trabajadores domésticos querían un sueldo más alto del que podían pagar los Chawcer. La señora Chawcer estaba dormida o inmovilizada en el piso de arriba, por supuesto. El profesor podría llegar a casa alrededor de las cinco, pero rara vez lo hacía antes, pues tenía que abrirse paso en su vieja bicicleta por entre el tráfico cada vez más abundante de Marylebone Road y adentrarse en las complejidades de Bayswater y Notting Hill. En los años cincuenta reinaba la tranquilidad en Saint Blaise House mientras Stephen Reeves y Gwendolen, sentados el uno junto al otro, hablaban y susurraban, arreglaban el mundo y se reían un poco con las manos y las rodillas muy cerca y mirándose a los ojos. A consecuencia de aquellas reuniones y de su creciente intimidad, porque una vez él le dijo que le tenía muchísimo cariño, ella se consideraba unida a él de manera irrevocable. En su mente era como un acuerdo al estilo de «hasta que la muerte nos separe».

Había estado mucho tiempo resentida con él, viéndolo como un traidor, un hombre que la había dejado plantada. Aunque nunca le había dicho que la amaba con estas palabras, las acciones valían mil veces más. Más adelante había considerado la situación más racionalmente y comprendió que sin duda él ya debía de estar enredado con esta tal Eileen antes de conocerla a ella, o antes de llegar a conocerla, y que tal vez le hubieran advertido que interpondrían una demanda por incumplimiento de una promesa. O quizá su padre o su hermano lo hubiesen amenazado con un látigo. Estas cosas pasaban, lo sabía por sus lecturas. Los duelos eran ilegales, por supuesto, y habían quedado desfasados hacía ya mucho tiempo. Pero él debió de encontrarse ineludiblemente involucrado con la mujer con la que había contraído matrimonio, así pues, ¿qué otra cosa podía hacer sino casarse con ella? En cuanto a Gwendolen, ella también estaba unida a él como si fuera su esposa.

Mientras empujaba el carro por Westbourne Grove, pensó que resultaba interesante la cantidad de personas sobre las que últimamente había oído que, tras perder a sus maridos o mujeres en una edad ya avanzada, volvían a su pasado y se casaban con sus novias de juventud. La hermana de Queenie Winthrop era una de ellas, lo mismo que otra mujer miembro de la Asociación de Vecinos de Saint Blaise, una tal señora Coburn-French. Claro que Gwendolen era realista y tenía que afrontar el hecho de que las mujeres perdían a sus esposos con más frecuencia de lo que éstos perdían a sus mujeres. Sin embargo, a veces las mujeres morían primero. Sólo había que fijarse en su padre. No es que él se hubiera casado con una novia perdida hacía tiempo, pero el señor Iqbal, del Hyderabad Emporium, había hecho precisamente eso cuando se encontró frente a la mezquita de Willesden a una señora de su mismo pueblo de la India a la que había conocido cincuenta años atrás. Y ahora Eileen había muerto…