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Ya había sufrido bastante humillación en su visita al Internet café, donde estuvo un rato sin recibir ayuda de nadie. Y ella estaba completamente en la inopia. No sabía si a los demás, todos ellos personas muy jóvenes y expertas en el uso de ordenadores, les resultaba absurdo su desconcierto, pero tenía la sensación de que así era e interpretó la media sonrisa de un rostro y una cabeza que se volvía como muestras de desprecio divertido. Aunque ya había pagado y odiaba derrochar el dinero, se habría levantado y marchado de allí, abandonando para siempre este medio de búsqueda de Stepeh Reeves. No obstante, en el preciso momento en el que, desesperada, empujó la silla hacia atrás, un joven que acababa de entrar le preguntó si tenía algún problema.

– Me temo que, por lo visto, no puedo hacer que…

– ¿Qué es lo que quiere saber? -le preguntó el joven.

¿Qué mal había en contárselo a un desconocido? No volvería a verle. Y él no iba a adivinar la razón por la que buscaba a Stephen Reeves, ¿no? Resolver si confiar en él fue una de las mayores decisiones que Gwendolen había tenido que tomar en su larga vida.

– Quiero averiguar, esto…, el paradero de un tal doctor Stephen Makepeace Reeves. -Tuvo la impresión de que decir la edad de Stephen suscitaría incredulidad en aquel veinteañero, pero no podía evitarlo-. Ahora tendrá ochenta años. Es médico y antes ejercía aquí en Ladbroke Grove…, pero de eso hace muchísimo tiempo, cincuenta años.

Si la persona que se había ofrecido a ayudarla encontró que era una petición extraña, no dio muestras de ello. A pesar de su timidez y el miedo muy real que le daba el ordenador y lo que éste podría hacer, quedó fascinada por la manera rápida y segura con la que el muchacho hacía aparecer una fotografía tras otra en la pantalla; las columnas de texto, los recuadros en letra de imprenta y las cajas de información se sucedían, se desplegaban y pasaban, y en muchos colores distintos. Y entonces, allí estaba: «Stephen Makepeace Reeves, 25 Columbia Road, Woodstock, Oxfordshire», con un número de teléfono y algo que el joven dijo que era una dirección de correo electrónico, y también una especie de biografía suya que decía dónde y cuándo nació, dónde estudió medicina, que se había casado con Eileen Summers y que tuvieron un hijo y una hija. Se había marchado de Notting Hill y se había hecho socio en un consultorio de Oxford, donde había permanecido hasta que se retiró en 1985. Durante los años siguientes había escrito varios libros sobre la vida de un médico en una famosa ciudad universitaria, uno de los cuales había sido el precursor de una serie de televisión.

Desgraciadamente, su esposa Eileen había fallecido hacía poco con setenta y ocho años. Gwendolen soltó un suspiro de alegría y esperó que el joven no lo notara. Lo único que quería entonces era estar sola, pero aún tenía curiosidad y había de saberlo.

– ¿Todo el mundo tiene algo así aquí dentro? -señaló con el dedo cerca de la pantalla medio temerosa, medio esperanzada, de que su propia historia pudiese estar oculta en sus profundidades.

– Como esto no. Él tiene una página web, ¿sabe? Por haber escrito esos libros, supongo, y por la serie de televisión.

Gwendolen no tenía ni la más remota idea de lo que le estaba diciendo, pero le dio las gracias y se marchó. Tenía que hacer unas compras, pero no entonces, en aquel momento no podía hacer otra cosa que no fuera pensar, sólo pensar. El automóvil del señor Cellini, que estaba aparcado fuera cuando se había marchado, ya no estaba allí. Se sintió aliviada. Pese a que tenían poco contacto, el hecho de que él estuviera en la casa, aunque fuera allí arriba del todo, en lo que su madre llamaba el ático, afectaba levemente la tranquilidad que ella necesitaba para meditar, recordar y planear.

Estuvo un rato sentada en el salón, donde la atmósfera llena de polvo y el olor de las telas que no se limpiaban desde hacía medio siglo, la humedad, el moho, las desconchaduras y los insectos muertos se combinaban para traerle a la memoria de manera reconfortante una época lejana y feliz. No obstante, algo que no estaba allí medio siglo antes, los chirridos y el runrún del tráfico al otro lado de la ventana, la hizo subir al piso de arriba, a su dormitorio, donde se estaba un poquito mejor.

Otto estaba tumbado comiéndose un ratón delante de la chimenea, donde aún quedaban cenizas de un fuego que se encendió en 1975. Nunca le traía ratones a modo de obsequio tal y como harían la mayoría de gatos con sus propietarios, sino que él se los llevaba a sus lugares favoritos, les arrancaba la cabeza a mordiscos y se comía lo que le apetecía del resto. Gwendolen no le prestó más atención de la que le había prestado siempre, aparte de ponerle la comida, desde que el animal había aparecido de la nada en Saint Blaise House hacía un año. Se quitó los zapatos con los pies, se tumbó en la cama y se tapó las piernas con el edredón de seda rosa.

Tal vez fuese a Oxford. Quizás incluso tuviera la osadía de pasar allí un fin de semana. En el Randolph. Su padre se alojaba siempre allí cuando el director de alguna facultad no lo invitaba a quedarse en las habitaciones asignadas para los huéspedes distinguidos. Una vez allí, tomaría un taxi hasta Woodstock, aunque puede que fuera en autobús. Los taxis eran muy caros. O escribiría una carta. Normalmente, en tales circunstancias lo mejor es escribir primero. Por otro lado, ella no tenía experiencia previa de tales circunstancias.

La música de la que había sido vagamente consciente desde que entró en el dormitorio pareció aumentar de volumen poco a poco. No venía de la calle, sino del techo. Así pues, el señor Cellini debía de estar en casa, pese a la ausencia de su automóvil. Quizá lo había llevado a reparar o lo que fuera que la gente hiciera con los coches. Fue hasta la puerta y la abrió, molesta, pero al mismo tiempo un tanto complacida por el hecho de que a su inquilino le gustara la música de verdad al fin y al cabo. Dijera lo que dijera, debía haber sido él quien el otro día había puesto Lucia. En esta ocasión era una tocata de Bach.

Si antes de la llegada del señor Cellini alguien le hubiera dicho que toleraría con paciencia e incluso con placer los sonidos provenientes del piso alquilado, Gwendolen no lo hubiese creído. Pero lo cierto era que la música clásica era otra cosa, y no tenía que pagar por la electricidad que se gastaba para oírla. Siempre y cuando no le gustara Prokofiev (ella no soportaba a los compositores rusos), no la perturbaba en absoluto. Volvió a la cama y se imaginó encontrándose cara a cara con Stephen Reeves frente a las puertas del palacio de Blenheim. Él la reconocería de inmediato, le tomaría las manos entre las suyas y le diría que no había cambiado nada. Entonces ella le enseñaría el anillo de compromiso de su madre que llevaba en lugar del que él no le había regalado. Quizá se lo quitara del dedo y se lo pusiera en la mano izquierda. Con este anillo yo te desposo…

Mix se ocupó del siguiente grupo de máquinas en el gimnasio de Shoshana. Era su cuarta visita al local, había terminado lo que estaba empezando a llamar su «jornada laboral» y llegó allí poco antes de las cinco. En las demás ocasiones había elegido la mañana de su día libre, un día a primera hora antes de entrar a trabajar y otro a mediodía, durante su descanso para comer, pero en ninguna de estas visitas había visto a Nerissa. Ahora el próximo servicio de las máquinas sería hasta dentro de seis meses y su única excusa para regresar era para ver a Danila.

Si de Mix hubiera dependido, nunca habría vuelto a fijarse en la chica. Por desgracia, resultaba muy evidente que ella sentía todo lo contrario hacia él. No es que fuera un psicólogo, pero de todas maneras comprendía que era una perdedora, una mujer con poca o ninguna autoestima, una mujer que buscaba a un hombre al que aferrarse, amar y obedecer como haría un perro. Danila creía haber encontrado en él a ese hombre. Aunque de manera vaga, Mix la consideraba una víctima, una persona que, por el hecho de verse a sí misma como insignificante, merecía que la trataran de este modo y por lo tanto no quería gastarse dinero con ella ni llevarla a ningún sitio donde el hecho de verlos juntos pudiera dar la impresión de que salía con él. No se sentía orgulloso del pecho plano de la chica ni de sus piernas flacas, su cara de comadreja y su mirada ávida. La velada en el Kensington Park Hotel fue una cita aislada. Desde entonces él se había limitado a acudir a su casa de Oxford Gardens con un par de botellas y pasar la tarde allí.