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Se decidió por una carta. Aunque hacía ya muchos años que no escribía ni recibía ninguna, Gwendolen consideraba que redactaba bien. Leer cualquier escrito que compusiera resultaría un verdadero placer y éste despertaría en el destinatario una sensación de los buenos tiempos pasados cuando la gente sabía deletrear, escribía en buen inglés sin errores gramaticales y eran capaces de construir una frase. En una misiva que le había enviado una empresa que pretendía suministrarle el gas aparecía la frase: «Tendrá de recibir nuestra comunicación». Por supuesto, ella había contestado con palabras hirientes sobre el indudable y rápido fracaso de cualquier empresa lo bastante insensata como para contratar a analfabetos, pero no había obtenido ninguna respuesta.

En aquellos momentos estaba escribiendo a Stephen Reeves y la tarea le resultaba difícil. Por primera vez en su vida lamentó no tener un televisor para poder haber visto sus programas sobre un médico rural. ¡Menuda sorpresa se hubiese llevado al ver aparecer su nombre en la pantalla! De haber sabido que iban a transmitir la serie, podría haber ido a la tienda de televisores de Westbourne Grove y quedarse a mirarla a través del escaparate. La cuestión era que no podía decirle, tal como a ella le hubiera gustado, que había visto sus programas y que le habían encantado. Ver tus historias que cobraban vida en la pequeña pantalla me llevó… (no, me indujo; no, ¿me alentó?), me impelió a escribirte al cabo de tantos años. Aunque albergaba ciertas dudas en cuanto a la identidad del autor, visité tu página web, en la cual… Si mencionaba la página web, él se daría cuenta de que había evolucionado con los tiempos. Entonces Gwendolen recordó que, por descontado, no había visto la serie y no tenía televisor, por lo que debía volver a empezar.

Me enteré por un conocido de tu incursión en el campo de la televisión y esto me movió a… El joven del Internet café contaría como un conocido, ¿no? Por nada del mundo quería empezar diciendo falsedades. Me movió a reanudar una antigua amistad… ¿Era demasiado atrevido? La mayoría de la gente diría que cincuenta años eran una larga ruptura de cualquier amistad. Me movió a ponerme en contacto contigo. Tendría que decir por qué. Tendría que decir que quería verle. Gwendolen arrugó su quinto intento, desconsolada. Tal vez fuera mejor concentrarse sin el papel y la pluma y decidir cuáles iban a ser sus palabras antes de empezar a escribirlas.

Darel Jones llevaba el asunto de su mudanza a un piso de los Docklands con una tierna consideración hacia sus padres. Durante su época de instituto y universidad y sus estudios de posgrado, había vivido en casa y ahora, a la edad de veintiocho años, con un nuevo empleo mucho mejor pagado, era hora de marcharse. Como sabía que debía hacerlo antes de cumplir los treinta, en cuanto alcanzó la mayoría de edad había procurado lavarse y plancharse él mismo la ropa, comer fuera cuatro veces a la semana, visitar a sus novias en sus viviendas en lugar de traerlas a su casa para pasar la noche y, en general, ser independiente. De este modo cruzó una delgada línea, pues su madre hubiera hecho todas sus tareas encantada, hubiese recibido a las chicas gustosamente y se hubiera obligado a no aplicar el doble rasero, felicitándolo para sus adentros por su elección en tanto que los condenaba a ambos por su falta de castidad. Había pasado por lo menos dos noches a la semana con sus padres, había salido con ellos, habían ido al cine, se había mostrado encantador con sus amigos y agradecía escrupulosamente a su madre las pequeñas cosas que hacía por él. Ahora se iba a vivir solo al otro extremo de Londres.

Ninguno de sus dos progenitores había pronunciado una sola objeción, pero la víspera del día de su mudanza, con el mobiliario nuevo ya instalado y su ropa en dos maletas que aguardaban en el salón a que las metiera en el coche, vio que una lágrima se deslizaba por la mejilla de su madre.

– Vamos, mamá. ¡Anímate! Imagínate que me fuera a Australia como el hijo de tu amiga, la señora como se llame.

– Yo no he dicho ni una palabra -repuso Sheila Jones a la defensiva.

– Las lágrimas hablan por sí solas.

– ¿Cómo vas a ponerte cuando se case? -Su esposo le pasó su pañuelo, un movimiento que había realizado un promedio de una vez por semana durante sus treinta años de matrimonio.

– Espero que lo haga. Sé que me encantará su esposa.

Darel no estaba tan seguro de ello.

– Aún falta mucho para eso -dijo-. Escuchad, quiero que me digáis los dos que vendréis a cenar el sábado. Para entonces ya estaré instalado.

Sheila empezó a animarse.

– Tom y Hazel quieren que pasemos todos por su casa esta noche para tomar una copa de despedida. Dije que lo haríamos. Estará Nerissa.

Darel lo consideró, pero no demasiado.

– Id vosotros -dijo-. Podéis despediros de mi parte.

– No, no vamos a ir sin ti. No tiene sentido. Además, nos perderíamos las valiosas últimas horas contigo.

Si no hubiera dicho que esa modelo estaría allí, puede que Darel hubiera accedido. Nerissa Nash (¿por qué no podía haber mantenido el interesante apellido de su padre?) era muy hermosa, cualquier hombre lo admitiría, y, según decía su padre, una chica estupenda. Sin embargo, Darel no se fiaba de todo ese mundo de los famosos. Sólo lo conocía por lo que había leído en los periódicos. Como normalmente su lectura preferida era el Financial Times, no es que tuviera demasiada idea, pero había ciertas palabras emotivas que evocaban ese mundo y que despertaban su desagrado: club, moda, estrella, aparición pública, diseñador y, por supuesto, la propia palabra «famoso» se encontraban entre ellas. Una persona que perteneciera a esta supuesta élite debía de ser una cabeza hueca, ignorante, sosa y superficial. Este tipo de personas iban encaminadas a unas vidas infelices y vacías, a relaciones fallidas, familias disfuncionales, hijos alienados y una renuencia desesperada a hacerse mayores.

«Pedantes», decía con frecuencia para sus adentros, y siempre decidía tener una actitud menos censuradora. El hecho era que no tenía ningún deseo de profundizar su relación con Nerissa Nash más allá de responder con un «Buenas noches» a su «Hola» y alzar la mano para dirigirle un moderado saludo si la veía a cierta distancia.

*Del poema This Be The Verse de Philip Larkin. (N. de la T.)

9

Hasta que no sonó el timbre de la puerta Mix no recordó que iba a venir Danila. Había olvidado comprar algún vino barato y ahora tendría que darle ese Merlot bastante bueno que había comprado para consumirlo a solas el domingo por la noche. Como creía que iba a pasar la noche sin compañía en casa, se hallaba absorto en el tercer capítulo de Las víctimas de Christie:

Muriel Eady, una mujer de 31 años que vivía en Putney y trabajaba en Ultra Radio Works en Park Royal. Al dejar la policía por motivos que se desconocen, Christie también había ido a trabajar allí. Se hicieron amigos, en la medida en la que Christie era capaz de entablar amistad, y en varias ocasiones ella y su prometido salieron con Christie y señora. Muriel Eady sufría de rinitis crónica y Christie afirmó que podía curarla con la ayuda de un aparato inhalador de su propia invención. Cuando su esposa se marchó, una vez más, a pasar unos días de vacaciones con su hermano en Sheffield, él invitó a Muriel a su casa, le ofreció una taza de té y le enseñó lo que él decía que era el aparato en cuestión. Sin embargo, aunque éste contenía bálsamo del fraile, sin que Muriel lo supiera, también dejaba entrar un tubo que por el extremo estaba conectado a un conducto de gas…