Sintió un escalofrío y tuvo la sensación de que Reggie estaba detrás de él, observando sus movimientos, quizás inclinado y pegado a su espalda, atisbando por encima de su hombro, y en aquella ocasión se asustó y se quedó paralizado de miedo. Reggie le caía bien, lo admiraba sinceramente y le daba mucha pena que hubiera tenido una muerte tan horrible, pero aun así estaba aterrorizado. Era lo que te ocurría cuando la persona que admirabas era el muerto que había regresado. Si se daba la vuelta y veía a Reggie, se moriría de miedo, su corazón no resistiría el terror. Mix cerró los ojos y, acuclillado, empezó a balancearse y a gimotear suavemente. Si hubiera notado una mano en el hombro, también se hubiera muerto del susto; si además la cosa respirara y se oyera su aliento, el corazón se le hubiera quebrado y partido en dos.
Agarró la cruz. Allí no había nada. Por supuesto que no, nunca lo había habido. Todos los sonidos, el suspiro, la puerta que se abrió, todo ello era una ilusión provocada por aquel entorno propio de una película de terror, por la desagradable y espeluznante atmósfera de aquella casa. El simple hecho de regresar a su piso le supuso un enorme alivio. Entonces agradeció el silencio, la condición correcta de aquel lugar a aquella hora. Y las sensaciones corporales que tenía eran un sabor amargo en la boca, una creciente náusea y el inicio de un martilleo en la cabeza. Sabía que no era muy sensato beber nada más, pero lo hizo, llenó el mismo vaso que había contenido la ginebra con el dulce y barato vino Riesling que había traído la chica. Cuando cayó en la cuenta, fue a trompicones al dormitorio donde su ropa aún estaba tal y como ella la había dejado cuando provocó su irritación colocándola pulcramente sobre la silla.
Reggie había envuelto el cuerpo de Ruth Fuerst con su propio abrigo y enterrado el resto de su ropa con el cadáver. Él tendría que haber hecho lo mismo. Se dejó caer pesadamente en la cama y con ojos vidriosos se fijó en que faltaban veinte minutos para las dos; sabía que no podía volver allí esa noche, no podía volver a sacar esas tablas y volverlas a colocar. Por la mañana se llevaría la ropa en una bolsa y la dejaría en un contenedor de basura, o en varios. No, tenía una idea mejor. La metería en uno de esos contenedores donde lo recaudado con su venta iba a parar a enfermos de parálisis cerebral o algo parecido.
Y ahora dormiría…
11
Aquel día era el aniversario de la primera vez que había entrado en el salón para tomar el té con ella. Hacía medio siglo. Vio que había trazado un círculo en rojo en torno a esa fecha en el calendario de la revista Beautiful Britain que había colgado en la pared de la cocina encima del calendario de gatitos del año pasado y el de flores tropicales del año anterior. Gwendolen había guardado los calendarios de todos los años desde 1945. Se amontonaron en el gancho de la cocina y cuando ya no hubo espacio para poner más, los del fondo se guardaron en algún cajón de alguna parte. En alguna parte. Entre libros o ropa vieja, o encima o debajo de otras cosas. Los únicos de cuyo paradero estaba segura eran los que iban de 1949 a 1953.
Había encontrado el calendario de 1953 y ahora lo guardaba en el salón por razones obvias. En él constaban todas las fechas en las que había tomado el té con Stephen Reeves. Lo había encontrado el año pasado por casualidad cuando buscaba el aviso que había llegado de algún departamento gubernamental donde le hablaban de un pago de doscientas libras para combustible que iban a recibir los pensionistas. Y allí, a su lado, estaba el calendario de la Venecia de Canaletto. El simple hecho de verlo de nuevo hizo que el corazón le latiera con fuerza. Por supuesto que no había olvidado ni una sola de las veladas que pasaron juntos, pero, al verlo allí apuntado («Té con el doctor Reeves»), de alguna forma se convirtió en real, como si de no ser así pudiera haberlo soñado. Bajo el encabezamiento de un miércoles del mes de febrero, en un inusual comentario, había escrito: «Lamentablemente, no tenemos ni a Bertha ni a ninguna sucesora que nos traiga el té».
Por muy protegida y tranquila que hubiese sido la vida de Gwendolen, quizá todo lo serena que podía ser una vida, ésta había incluido unos pocos ápices de emoción. De vez en cuando pensaba en todas esas cosas, pero en ninguna con tanto asombro como su visita a la casa de Christie. De eso también hacía más de cincuenta años ya, pues ella tendría entonces poco más de treinta. La criada que traía el agua caliente y tal vez vaciaba los orinales llevaba dos años con ellos. La joven tenía diecisiete años y se llamaba Bertha. Gwendolen no recordaba su apellido, si es que lo había sabido alguna vez. El profesor nunca se percataba de nada que tuviera que ver con los demás y la señora Chawcer tampoco pensaba demasiado en nada que no fuera su trabajo para los católicos apostólicos y no tenía tiempo para los problemas del servicio, pero Gwendolen observó el cambio en la figura de la muchacha. Pasaba con ella mucho más tiempo que los demás ocupantes de la casa.
– Estás empezando a ponerte robusta, Bertha -le dijo utilizando una de las palabras predilectas del vocabulario de los esqueléticos Chawcer aplicadas a los demás. Gwendolen era demasiado inocente e ignorante como para sospechar la verdad, y cuando Bertha se la confesó, quedó profundamente impresionada.
– Pero… no puedes estar en estado, Bertha. Sólo tienes diecisiete años y no puedes haber… -Gwendolen no fue capaz de continuar hablando.
– En cuanto a eso, señorita, podía desde los once años, pero nunca estuve embarazada hasta ahora. No irá a decírselo a la señora o a su padre, ¿verdad?
Fue una promesa que a Gwendolen no le costó nada hacer. Hubiera preferido morir antes que hablar de esas cosas con el profesor. Por lo que a su madre concernía, no había podido olvidar la vez que, con mucha vergüenza y retraimiento, le había hablado en un susurro a la señora Chawcer de un anciano que se había exhibido ante ella y ésta le había dicho que no volviera a pronunciar nunca más semejantes palabras y que se lavara la boca con jabón.
– ¿Qué vas a hacer con el bebé?
– No habrá bebé, señorita. Tengo el nombre y dirección de una persona que se deshará de él por mí.
Gwendolen no estaría en peor situación si se hallara en un país desconocido habitado por hombres y mujeres que hacían cosas prohibidas y que hablaban un lenguaje de palabras que nunca debían pronunciarse, una tierra de misterio, incomodidad, fealdad y peligro. Lamentó mucho haberle preguntado a Bertha por qué estaba engordando. En ningún momento se le ocurrió sentir compasión por aquella joven que trabajaba diez horas al día para ellos y que cobraba muy poco para realizar tareas que hacían estremecer a los de su clase con sólo pensar en ellas. Nunca le entró en la cabeza ponerse en la piel de Bertha e imaginar la desgracia que sobrevendría a una madre soltera o el horror de ver que engordaba tanto que ya no era posible seguir ocultándolo. Sentía curiosidad, muy a su pesar, pero tenía miedo y le preocupaba verse involucrada.
– Entonces todo irá bien -dijo alegremente.
– Señorita, ¿puedo pedirle una cosa?
– Claro -repuso Gwendolen con una sonrisa.
– Cuando vaya a verle, ¿me acompañará?
A Gwendolen le pareció una impertinencia. A ella la habían educado para esperar deferencia por parte del servicio y de cualquiera de «clase baja», por supuesto. No obstante, su timidez y el miedo a lo diferente y a las cosas que no había experimentado no eran absolutos. Para ella la curiosidad era una cosa novedosa, pero sentía que se abría camino hasta su mente y aguardaba allí, trémula. Podría ver un poco más de ese nuevo país que, de forma inaudita, le abría sus fronteras. En lugar de responder a Bertha con un: «¿Sabes con quién estás hablando?», dijo en un tono bastante dócil, pero con el corazón acelerado: