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– Sí, si quieres.

Era una calle sórdida, con la vieja chimenea de una fundición de hierro al fondo y cerca de la cual pasaba el tramo del Metropolitan Railway que iba de Ladbroke Grove a Latimer Road por el exterior. El hombre al que habían ido a ver vivía en el número 10. La casa olía a sucio y estaba sucia. La cocina estaba amueblada con dos tumbonas. Christie podría haber tenido unos cuarenta y tantos años o pasar de los cincuenta; resultaba difícil calcularle la edad. Era un hombre alto de constitución delgada y rostro aguileño que llevaba unas gafas gruesas y que pareció consternado al ver a Gwendolen, quien, posteriormente, comprendió por qué. Por supuesto que lo entendió. Él no quería que nadie más supiera que Bertha había estado allí. No quiso tomar asiento. La criada se sentó en una de las sillas y Christie en la otra. Tal vez ella suscitara su enojo o tal vez el hombre sólo trataba con sus clientes en privado, la cuestión es que inmediatamente dijo que quería ver a Bertha a solas. Dijo que su esposa estaría presente para hacer de acompañante. Gwendolen no vio ni oyó a la esposa en ningún momento. Christie explicó que lo que iban a hacer era fijar una cita para el examen y el «tratamiento», pero la señorita Chawcer tenía que marcharse. Todo lo que aconteciera entre él y su paciente debía ser confidencial.

– No tardaré, señorita -terció Bertha-. Si me espera al final de la calle, será cuestión de un minuto.

Otra impertinencia, pero Gwendolen esperó. Varios transeúntes se la quedaron mirando mientras ella aguardaba allí con el rostro esmeradamente maquillado, el cabello con permanente de tirabuzones y su vestido azul de talle ajustado y falda de vuelo. Un hombre le dirigió un silbido de admiración y sus mejillas encendidas por el rubor denotaron la incomodidad de Gwendolen. Al fin llegó Bertha. No fue cuestión de un minuto, sino que había tardado al menos diez. Bertha había fijado su cita para su siguiente día libre, dentro de una semana.

– Yo no voy a contárselo a nadie, señorita, y usted tampoco debe hacerlo.

Pero Christie la había asustado. Aunque la señora Christie no estaba presente, le había hecho ciertas cosas extrañas e íntimas, le había pedido que abriera la boca para poder examinarle la garganta con una varilla con un espejo en el extremo y que se levantara la falda hasta medio muslo.

– Tengo que volver, señorita, ¿no le parece? No puedo tener un bebé a menos que esté casada.

Gwendolen tenía la sensación de que debía haberle preguntado sobre el padre de la criatura, quién era y dónde estaba, si sabía lo del niño y, de ser así, si había alguna posibilidad de que se casara con Bertha. Le resultaba demasiado embarazoso, demasiado indecente. En casa, en la atmósfera tranquila y civilizada de Saint Blaise House, sentada cómodamente en el sofá entre cojines, estaba leyendo a Proust y había llegado al volumen 7. En el mundo de Proust nadie tenía hijos. Se retiró a su propio mundo.

Bertha no volvió a casa de Christie. Tenía demasiado miedo. Cuando Gwendolen leyó lo de sus asesinatos en los periódicos, los de las jóvenes que acudían a su domicilio para que les practicara un aborto o en busca de un remedio para el catarro, el de su esposa, y quizá también el de la mujer y la niña del piso de arriba, ya era 1953 y hacía mucho tiempo que Bertha se había marchado. Se fue antes de que naciera el niño y alguien se casó con ella, aunque Gwendolen nunca supo si se trataba del padre. Todo aquel asunto era horriblemente sórdido. No obstante, ella nunca olvidó su visita a Rillington Place y el hecho de que Bertha hubiera podido acabar siendo otra de las mujeres emparedadas en los armarios o enterradas en el jardín.

Bertha… Hacía años que no pensaba en ella. La visita a la casa de Christie debió de ser unos tres o cuatro años antes de que lo juzgaran y ejecutaran. No valía la pena perder el tiempo buscando el calendario de 1949, pero ¿qué otra cosa iba a hacer con su tiempo? Leer, por supuesto. Hacía tiempo que había terminado Middlemarch, releído La Revolución Francesa de Carlyle y completado algunas de las obras de Arnold Bennett, aunque las consideraba demasiado flojas como para dedicarles mucho tiempo. Aquel día empezaría con Thomas Mann. No lo había leído nunca, lo cual era una omisión terrible, aunque tenía todas sus obras en algún lugar de las numerosas librerías.

Tras pasarse una hora buscando, encontró el calendario de setas británicas de 1949 (¡qué tema más ridículo!) en una habitación del piso superior, la que había junto al piso del señor Cellini. La noche anterior, cuando aún faltaba más de una hora o algo así para amanecer, se había despertado al oír un grito y un golpe sordo que creyó que provenían de allí, pero lo más probable es que estuviera confundida. Aquélla era una de las habitaciones en las que el profesor había insistido en que no era necesario instalar electricidad. Por aquel entonces Gwendolen era una niña, pero se acordaba perfectamente de cuando se había realizado la instalación en los pisos de abajo, de los hombres sacando las tablas del suelo y abriendo grietas enormes en el yeso de las paredes. Hacía una mañana radiante y calurosa y la luz entraba a raudales por la ventana cuyas cortinas habían quedado reducidas a harapos en la década de los treinta y nunca se habían reemplazado. Hacía ya varios años que no subía allí arriba, no recordaba cuándo había sido la última vez.

En la librería, un lugar en el que se guardaban libros antiguos que nunca fueron muy amenos y para los cuales no había espacio abajo, había novelas de Sabine Baring-Gould y R. D. Blackmore entre ejemplares encuadernados de publicaciones victorianas, Las obras completas de Samuel Richardson y El origen de las especies de Darwin. Quizá releyera a Darwin en lugar de a Thomas Mann. Miró en los cajones bajo los estantes. Estaban llenos de lápices desafilados, gomas elásticas y facturas pagadas junto con pedazos de porcelana metidos en bolsas etiquetadas que alguien debía de tener intención de arreglar, pero que no llegó a hacerlo. La cómoda grande era su última esperanza. Dio unos pasos para acercarse y tropezó, y se hubiera caído de no ser porque se agarró en la parte superior del mueble. Una de las tablas del suelo descollaba quizá más de un centímetro por encima del resto.

Se inclinó cuanto pudo y miró el suelo con ojos de miope. Llevaba las gafas de leer en un bolsillo de la chaqueta y la lupa en el otro. Las utilizó. Las tablas parecían no estar clavadas, pero debían de estarlo y el aumento de las gafas no era suficiente para que ella lo viera. ¡Qué raro! Quizá fuera la humedad que había hecho que una de ellas sobresaliera. Había mucha humedad en esa casa vieja, por capilaridad y por como se llamara lo otro. Las articulaciones le crujieron cuando, no sin cierta dificultad, se puso de rodillas para palpar la superficie de la tabla que sobresalía. Estaba completamente seca. Pensó que era extraño. Y también resultaban extraños todos esos agujeritos que salpicaban la madera a docenas. Pero quizá siempre había estado así y ella no se había dado cuenta. Se puso de pie y empezó a revisar la cómoda. El calendario de las setas apareció en el segundo cajón en el que buscó, y con él había una de esas cartas de un promotor inmobiliario que le ofrecía enormes sumas de dinero por vender su casa; ésta estaba fechada en 1998. ¿Por qué demonios la había metido allí cinco años atrás? No lo recordaba, pero estaba segura de que entonces la tabla del suelo no estaba así.

Se llevó el calendario al lado de la ventana, lo mejor para leer su propia letra. Allí estaba, en el 16 de junio, un jueves. «Acompañé a B. a la casa de Rillington Place.» Recordaba haber escrito eso, pero no la anotación del día siguiente. «Creo que podría tener gripe, pero el médico nuevo dice que no, que sólo es un resfriado.» El corazón se le aceleró otra vez y sintió la necesidad de ponerse la mano contra las costillas como si quisiera apaciguarlo. Aquél fue el día que lo conoció. Había acudido al consultorio de Ladbroke Grove, había aguardado en la sala de espera a que la recibiera el doctor Smyth, pero el hombre que abrió la puerta, sonrió y la hizo pasar era Stephen Reeves.