Gwendolen dejó caer la mano con la que sujetaba el calendario y retrocedió en el tiempo a la primera vez que lo vio, cuando ambos eran jóvenes, y miró por la ventana casi sin ver nada. Otto estaba tumbado durmiendo en el muro, las aves iban de aquí para allá en su jungla en tanto que su propietario, tocado con un turbante blanco, se acercaba para darles de comer el grano que llevaba. Ella vio a Stephen, vio sus ojos brillantes y sonrientes, su cabello oscuro y le oyó decir: «Esta mañana no hay mucha gente esperando. ¿Qué puedo hacer por usted?»
La desaparición de Danila hubiera pasado desapercibida durante el fin de semana de no ser porque Kayleigh Rivers se despertó con un fuerte resfriado. Danila había trabajado en el gimnasio de Shoshana todos los días laborables desde las ocho de la mañana hasta las cuatro de la tarde y Kayleigh lo hacía los sábados y domingos por la mañana y todas las tardes desde las cuatro a las ocho. Kayleigh intentó llamar a Danila al móvil para preguntarle si podía sustituirla el fin de semana y al no obtener respuesta llamó a Madam Shoshana.
– Estará durmiendo todavía, ¿no? -dijo Shoshana-. Como estaba haciendo yo. Tiene el móvil desconectado. Mira qué hora es.
Esperó hasta las ocho. Los sábados el gimnasio no abría hasta las nueve. Cuando llamó al móvil de Danila, lo único que obtuvo como respuesta fue un absoluto silencio. Tal vez fuera temprano, pero era demasiado tarde para conseguir a un trabajador eventual. Ella pagaba a sus chicas (ilegalmente) diez libras a la semana por debajo del salario mínimo, pero Kayleigh no tenía que pensar que le pagaba por fingir estar enferma. En cuanto a Danila… Shoshana comprendió que tendría que hacerlo ella misma y se levantó de la cama con esfuerzo y a regañadientes. A pesar de ser la propietaria y de dirigir un moderno gimnasio y clínica de belleza con manicura y pedicura, estudio de depilación a la cera y por electrólisis, servicio de aromaterapia y de baños con sales, Shoshana no prestaba atención a su persona ni a ninguna de esas cosas y no se lavaba mucho. Cuando te hacías mayor, ya no necesitabas más que un baño a la semana y de vez en cuando pasarte un poco de agua por las manos, la cara y los pies. El pachuli, el cedro, el cardamomo y la nuez moscada tapaban todos los posibles olores.
Ella visitaba el gimnasio lo menos posible. Sólo le interesaba en la medida en que daba dinero. El ejercicio y los tratamientos de belleza, lo de mantenerse en forma y conservar la juventud, todo eso la aburría, y cuando se sentaba abajo en la recepción, tenía tendencia a quedarse dormida. Su abuelo y después su madre habían llevado establecimientos de peluquería, por lo que había parecido lo más natural seguir con ello, salvo que lo hizo según sus condiciones y con ideas propias, de una forma contemporánea. Lo que de verdad le hubiese gustado era ser gurú y fundar su propio culto místico, pero se había visto obligada a transigir y conformarse con ser adivina.
Se miró en el espejo con la ropa interior que se había quitado por la noche, un vestido ancho de terciopelo rojo encima y un chal de punto. Incluso sus ojos indiferentes vieron que llevaba el pelo fatal, lo tenía seco y salpicado de caspa. Se lo sujetó en alto con un pañuelo de color rojo y púrpura, se lavó las manos, se echó agua en la cara y bajó pesadamente las escaleras. Su humor, que ya de por sí no era muy risueño, iba de mal en peor. Su intención era pasar el día en una actividad de campo organizada por su maestro zahorí. El último intento de ponerse en contacto con Danila resultó infructuoso y Shoshana se sentó de mala gana en el alto taburete que había detrás del mostrador. El primer cliente en llegar creyó reconocerla como a la anciana que había visto una vez en un pueblo de Turquía y a quien le había comprado una alfombra en la plaza del mercado.
Había sido la peor noche de su vida. Había dormido de manera irregular, despertándose cada hora muerto de sed. Lo más horrible fue abrir los ojos por última vez a las nueve de la mañana y, por un momento, haber olvidado completamente lo que había ocurrido y lo que había hecho. El recuerdo volvió casi de inmediato y gimió en voz alta.
Había tenido sueños y en uno de ellos una criatura había acudido por los tejados, trepó por los bajantes hasta su ventana e intentó entrar. Al principio pensó que era un gato, pero cuando vio su rostro humano, la mirada fija y la enorme brecha en la frente soltó un grito. Después permaneció tumbado temblando, preguntándose si la vieja Chawcer lo habría oído.
Fue cuando por fin se levantó que la bebida de la noche anterior se hizo notar. Bebió agua, pero no pareció hacerle efecto. Tenía toda la cabeza dolorida, como si se la hubieran restregado con papel de lija y un dolor que se movía en su interior y que a veces se situaba encima de sus ojos, a veces detrás del oído o en la nuca. Recordó haber leído en alguna parte, en una de esas entrevistas que concedía Nerissa, que ella nunca bebía nada que llevara alcohol, sino que subsistía a base de agua mineral con gas y zumos vegetales. Un baño lo reconfortó un poco, no se sentía lo bastante fuerte como para afrontar el desafío de una ducha con toda el agua martilleándole la cabeza. Pero casi estaba demasiado débil para salir de la bañera, y cuando ya estaba de pie en la alfombrilla del baño con la toalla en torno a la cintura, se tambaleó y estuvo a punto de caerse.
El proceso de vestirse resultó largo y lento porque el movimiento hacía que el dolor de cabeza pasara de adelante atrás y de los oídos a los ojos. Era la peor resaca que había experimentado jamás. En circunstancias normales no solía beber mucho, pero en momentos de estrés recurría al alcohol. «No estoy acostumbrado, ése es el problema», se dijo a sí mismo. La gente que tenía resaca constantemente recomendaba comer, beber leche o lo mismo que te la había provocado. Le dieron arcadas sólo con pensar en cualquiera de esas cosas. Después de vomitar se sintió ligeramente mejor, fue capaz de mantenerse erguido, beber más agua y meter la ropa de la chica en una bolsa junto con sus calzoncillos manchados de sangre, un Wonderbra negro, el odiado panty, una minifalda de cuero negro y unas botas, un brevísimo jersey rosa y una chaqueta color crema de piel de imitación. Acostumbrado como estaba a los guardarropas de Colette Gilbert-Bamber y sus amigas, juzgó que aquella ropa era barata, de supermercado, ni siquiera de una cadena. Dentro de su bolso de plástico rosa estaba su teléfono móvil junto con su monedero que contenía cinco libras con cincuenta (se las metió en el bolsillo), una tarjeta de crédito Switch, una polvera, un lápiz de labios rojo, un cepillo para el pelo y las llaves de su casa.
Mix no quería pensar en lo ocurrido, pero no pudo evitarlo: la sangre deslizándose por su hermoso retrato, sus ojos mirándole. Bueno, se lo había buscado, sólo había recibido lo que se merecía por hablar de Nerissa de esa manera, atreviéndose a encontrarle defectos en la piel. Por envidia, por supuesto. Aun así, tendría que habérselo pensado mejor antes de decirle esas cosas. Tendría que haberle reconocido como a un hombre peligroso y debería…
Su línea de pensamiento quedó bruscamente interrumpida por el sonido de la puerta de la habitación de al lado al cerrarse. Mix se llevó una mano al pecho y agarró la tela de su sudadera, estrujándola en su puño, no sabía por qué, tal vez para sujetarla contra su corazón. Era lo único que podía hacer para evitar soltar un quejido de miedo. Quienquiera que fuera, ¿había entrado en la habitación o había estado allí y había salido? Oyó el sonido de unos pasos, un ruido como si alguien hubiera tropezado y entonces contuvo el aliento. Se abrió un cajón, luego otro. Las paredes debían de ser muy delgadas allí arriba. Era la vieja bruja, por supuesto. Mix conocía su paso, el modo de andar lento y pesado de una persona anciana. Pero ¿por qué estaba allí dentro? Mix no recordaba que lo hubiera hecho antes. Debía de haber oído algo durante la noche, a esa chica gritando, o cayendo al suelo, o incluso sus propios movimientos con el cubo y el cepillo. ¿Y si quería entrar en el piso y veía la sangre de la pared?