Casi sin darse cuenta, Mix se encontró con que estaba en Flask Walk y esa yonqui del ejercicio lo esperaba con la puerta principal abierta. La mujer no era muy atractiva que digamos, era nervuda y nariguda, pero también coqueta, y tenía un aire animado y ágil que llevó a Mix a pensar que si surgía la ocasión… Ella se quedó allí observando y admirando mientras él ajustaba la cinta en la máquina de correr.
– Debe de ser fantástico ser un manitas -comentó con efusión.
Mix se quedó mucho más tiempo de lo que había previsto y se le pasó la llamada que había prometido hacer a una mujer de Palmers Green, pero como era una blanda y una incauta no se quejaría.
Después de haber echado al correo la carta para el doctor Reeves, a Gwendolen se le ocurrió una idea muy desagradable. ¿Y si resultaba que él la había amado de verdad y luego se enteraba de su visita a Rillington Place? No cuando la hizo, por supuesto, porque eso había tenido lugar antes de que Christie fuera sospechoso de haber asesinado a nadie. Christie no era la criatura espantosa e infame en la que se había convertido cuando sus crímenes salieron a la luz y empezó su juicio, sino un don nadie, un hombrecillo común y corriente que vivía en un lugar poco recomendable. Aunque Stephen Reeves se hubiese enterado de la visita en aquella época, eso no hubiera tenido ningún efecto en él.
Pero supongamos que se hubiera enterado de ello entonces porque, mientras realizaba sus visitas a domicilio, la hubiera visto acudir allí. Al fin y al cabo, al día siguiente de haber ido con Bertha a ver a Christie, ella había consultado al doctor Reeves por primera vez, ¿y acaso no era lo más probable que él la hubiese reconocido como a la mujer que había visto en Rillington Place el día anterior? Puede que entonces eso no significara nada para él, pero, al inicio del juicio de Christie, todo le hubiera vuelto a la memoria y, tal como dice la gente vulgar, hubiese atado cabos. En el mes de enero le había dicho que le tenía muchísimo cariño y al inicio del juicio de Christie había estado a punto de proponerle matrimonio. Iba a decirle a Eileen Summers que ya no sentía nada por ella. Que Gwendolen Chawcer era su verdadero amor. Pero cuando leyó en los periódicos que Christie había atraído a las mujeres a su casa afirmando realizar operaciones ilegales, lógicamente él habría pensado que Gwendolen había acudido allí para un aborto. ¡Ay, qué horror! ¡Que vergüenza! Ningún hombre decente querría casarse con una mujer que hubiese abortado, por supuesto. Y un médico aún estaría más en contra de semejante cosa.
Gwendolen caminó por Cambridge Gardens pensando en todo esto y cada vez más consternada. ¡Ojalá no hubiera echado la carta al buzón! Escribiría otra, era lo único que podía hacer, y no esperaría una respuesta. Con la opinión que tenía sobre ella, lo más probable era que no se dignara a contestarle. Con razón no había asistido al funeral de su madre y no había vuelto a visitarla a ella. No era de extrañar que se hubiese casado con Eileen Summers después de todo. Sobre todo ello andaba rumiando cuando se encontró frente a frente con Olive Fordyce, que paseaba con Queenie Winthrop. Queenie llevaba un carro de la compra en el que se apoyaba como si fuera un andador y Olive llevaba a Kylie de la correa.
– ¡Por Dios, Gwendolen, si estabas en las nubes! -comentó Queenie-. En otro mundo. ¿En quién estabas pensando? ¿En tu querido? -le guiñó el ojo a Olive y ésta le devolvió el guiño.
Para Gwendolen, eso pasaba de castaño oscuro.
– ¡No seas estúpida!
– Espero que sepamos aceptar una broma -repuso Queenie con bastante frialdad.
Entonces intervino Olive.
– No discutamos. Al fin y al cabo, ¿no es cierto que sólo nos tenemos las unas a las otras?
Esto no les sentó muy bien a las otras dos.
– Muchas gracias, Olive. Te lo agradezco de verdad -Queenie se irguió en todo su metro cincuenta y cinco-. Yo tengo dos hijas, por si acaso se te ha olvidado, y cinco nietos.
– No todos podemos tener tanta suerte -dijo Olive en tono pacífico-. Bueno, Gwen, ahora que tengo la oportunidad, quiero pedirte un favor muy grande. Es mi sobrina. ¿Puedo llevarla a verte algún día de esta semana?, es que de verdad que se muere de ganas de ver tu casa.
– Eso es lo que tú dices -contestó Gwendolen de mal humor-. Pero no vendrá, nunca viene. Yo me tomo todas las molestias y ella no puede dignarse a venir.
– Esta vez irá. Te lo prometo. Y no hace falta que te molestes con los pasteles. Estamos las dos a dieta.
– ¿En serio? Bueno, supongo que puede venir. Seguirás dale que te pego con el tema hasta que diga que sí.
– ¿Podríamos quedar, digamos, el jueves? Te prometo que no traeré a mi perrito. Ese anillo que llevas es precioso.
– Lo llevo todos los días -replicó Gwendolen en tono gélido-. Nunca salgo sin él.
– Sí, ya me he fijado. ¿Es un rubí?
– Por supuesto.
Gwendolen recorrió el camino de vuelta a casa furiosa y consternada. Esa tonta de Olive y la sobrina le daban igual, no eran más que un incordio sin importancia, como un mosquito que zumbara por tu dormitorio por la noche. Tampoco importaba demasiado que Olive nunca se hubiera fijado en el anillo con anterioridad. Su única preocupación verdadera era Stephen Reeves. A estas alturas ya habrían recogido el correo y esa carta estaría de camino a Woodstock. Debía escribir de nuevo y aclarar las cosas. Él debía de haberse pasado todos estos años considerándola una mujer de bajo sentido ético. Tenía que hacer que la viera tal y como era en realidad.
12
Iba a pasar mucho tiempo antes de que la policía supiera de la desaparición de Danila Kovic. Había sido una chica solitaria que llegó a Londres desde Lincoln por orden de Madam Shoshana y que, aparte de Mix Cellini, no tenía amigos en la ciudad. La habitación en Oxford Gardens se la había encontrado una conocida que su madre tenía en Londres. Danila no conocía a esta mujer ni a su esposo, nunca había estado en su casa de Ealing y no sabía nada de ella. En cuanto a su madre, ella había llegado a Grimsby como refugiada de Bosnia trayendo consigo a su hija pequeña y, puesto que su esposo había muerto en la guerra, se había vuelto a casar. En ocasiones Danila decía (cuando tenía a alguien a quien decírselo) que su madre estaba menos interesada en ella que en su actual marido y los dos hijos de ambos. Mandarla a Londres fue una manera de quitársela de encima.
Cuando Danila llevaba un mes en Londres, su madre murió de cáncer. Ella fue a casa para el funeral, pero su padrastro dejó muy claro que no quería que se quedara con él. Regresó a Notting Hill con diecinueve años. Se había quedado prácticamente sola en el mundo. No poseía ningún atractivo especial, ni aptitudes y sólo tenía un amigo.
A mediados de semana, cuando todavía no había acudido al trabajo, Madam Shoshana se desentendió de ella y se preocupó únicamente en encontrar quien la reemplazara. Si alguna vez pensó en Danila, fue para concluir que la joven se había hartado del empleo o se había marchado con algún hombre. Según la experiencia de Shoshana, siempre había algún hombre por ahí para que una chica se largara con él. Hoy en día la gente parecía vagar por el país, en realidad por toda Europa, siempre que les apetecía. Danila no tenía por qué pensar que mantendría el puesto vacante para ella.