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– Siéntate -dijo ella-. ¿Quieres una tirada de piedras o de cartas?

– ¿Cómo dice?

– ¿Quieres que indague en tu futuro por medio de las gemas o de las cartas? -frunció el ceño-. Supongo que sabes lo que son las cartas. -Sacó una baraja grasienta de un bolsillo oculto en la última capa de ropa que llevaba-. Estas cosas. Cartas. ¿Qué va a ser?

– No quiero que me prediga el futuro. Quiero su consejo sobre… fantasmas.

– Primero el porvenir -dijo-. Toma una carta.

Como no sabía si se le permitiría sacar una de en medio, tomó la primera. Era el as de picas. Ella miró la carta y luego posó en él unos ojos inescrutables.

– Toma otra.

Ella había vuelto a meter en la baraja la primera carta que Mix había cogido, pero, cuando eligió otra, volvía a ser el as de picas. Pese a la penumbra, vio que la mujer ponía cara larga. Tenía la misma expresión que si le hubieran acabado de dar una noticia horrible, consternada pero aun así incrédula.

– ¿Qué pasa? -preguntó Mix.

– Coge otra.

En esta ocasión fue la reina de corazones. Un esbozo de sonrisa rozó los labios de la mujer, que le quitó la carta de las manos, dejó la baraja en la mesa y de una bolsa de terciopelo negro con cordón fue sacando un cristal de color tras otro, blanco traslúcido, púrpura, rosa, verde, negro y azul oscuro y los dispuso formando un círculo en torno a un tapete de encaje blanco.

– Pon tus manos en la mandala.

– ¿Qué es eso… que ha dicho?

– Colócalas dentro del círculo de piedras. Eso es. Ahora dime cuál de las piedras sagradas sientes que se acerca más a tus dedos. No serán más de dos. ¿Qué dos piedras se van acercando poco a poco a ti?

Mix no sentía ni veía que las piedras se movieran lo más mínimo, pero no iba a decirle eso. Frunció el entrecejo y dijo con voz muy seria:

– La blanca y la verde.

Shoshana lo negó con la cabeza. No se conocía que alguna vez les hubiera dicho a los clientes que tenían razón. De hecho, como su estrategia era hacerles perder confianza y que se sintieran ignorantes, su popularidad se basaba en la sabiduría superior que veían en ella, contrastada con su propia ineptitud.

– Te equivocas -afirmó-. Hoy están en tu Círculo del Destino el lapislázuli y la amatista. Las dos empujan con fuerza, pero tus dedos oponen una terca resistencia. Tienes que relajarte, dejar de luchar contra ellas y pedirles que vengan.

Las piedras no se movieron para él, pero Mix creyó ver un ligero cambio en la postura de la figura de vestiduras grises situada detrás de la silla de Shoshana. Tenía la impresión de que la mano que sostenía el báculo de serpientes enroscadas se había alzado mínimamente. No era su intención mencionarlo, pero en aquellos momentos estaba asustado y las palabras salieron solas:

– Esa cosa, el hombre que está detrás de usted, se ha movido.

– De modo que tienes un poco de la visión interior -comentó Madam Shoshana, y añadió-: Sólo un atisbo. Las piedras ya se han retirado. Déjalas.

Mix no entendió lo que la mujer había querido decir, si la figura del mago se había movido de verdad, tal vez gracias a algún mecanismo que tuviera dentro, o que poseía el mismo tipo de imaginación que ella. Apretó los puños para evitar que le temblaran las manos.

– Tu equilibrio profético está muy alterado -empezó a explicar la mujer-. Las piedras nos hablan de falta de confianza en ti mismo y de recelo, de miedo a que se descubra algún pecado. Aparte de eso, permanecen en silencio, se reservan la opinión. Y ahora las cartas. Hay muerte en ellas. -Alzó la cabeza y lo miró de manera enigmática-. Evitaría decirte esto si pudiera, pero sacaste el as de picas dos veces y, frente a esto, faltaría a mi deber si no te advirtiera del peligro de muerte. También sacaste la reina de corazones y ella, como todo el mundo debe saber, representa el amor. Veo a una mujer hermosa de piel oscura. Puede que sea para ti o no, eso no puedo verlo, pero la conocerás pronto. Esto es todo.

Mix se puso de pie.

– Serán cuarenta y cinco libras -dijo ella.

– ¿Puedo hacerle un cheque?

– Sí, pero no acepto tarjetas de crédito.

Mix tuvo que volver a sentarse para extender el cheque, y cuando sólo había puesto la fecha, le vino a la mente el propósito original de su visita.

– Quería preguntarle sobre un fantasma que quizás haya visto.

– ¿Qué quieres decir con «quizás»?

– Es un asesino que vivía cerca de donde vivo yo. Mató a mujeres y las enterró en su jardín. He visto algo…, creo. Me pareció ver su fantasma en la casa en la que vivo.

– ¿Fue allí donde mató a esas mujeres?

– Oh, no. Pero creo que solía ir allí a veces. ¿Podría ser…, podría ser que regresara?

Madam Shoshana permaneció prácticamente inmóvil, al parecer ensimismada en sus pensamientos. Al cabo de un minuto entero, habló.

– ¿Por qué no? Sería mejor que vinieras a verme otra vez dentro de una semana. Para entonces habré decidido lo que hay que hacer. Recuerda, esto requerirá de una gran atención y protección espiritual. Mientras tanto, si vuelves a verlo, muéstrale una cruz. No es necesario tirarle la cruz, basta con que se la muestres.

– De acuerdo -repuso Mix, contento de tener la que le había dado Steph. Se sintió mucho más seguro y dudó que fuera a volver.

– Eso serán otras diez libras.

En cuanto Mix se hubo marchado, Shoshana encendió un cigarrillo. Faltaba media hora para su próxima cita. Estaba acostumbrada a la credulidad de sus clientes y ya no se maravillaba ni se burlaba de ella como había hecho al principio. Se lo creían todo. Ella misma era una curiosa mezcla de un desfachatado desdén hacia todo lo oculto y de cierta credulidad. Tenía que existir esa pequeña chispa de fe para que ella siguiera el camino que había elegido en la vida. No dudaba de la eficacia de la radiestesia, por citar un ejemplo, ni del valor del exorcismo entre otros rituales. Sin embargo, estaba totalmente a favor de dar un empujoncito a las cosas con algunas ayudas prácticas. Por ejemplo, la baraja de cartas que utilizaba constaba únicamente de ases de picas y reinas de corazones. La había comprado en una tienda de artículos de broma. Las piedras habían pertenecido a su abuelo, que las había coleccionado en sus viajes a Oriente, y la estatua del mago era un artículo defectuoso de una tienda de viejo de Portobello Road. La había encontrado tirada en un contenedor, encima de una piel de tigre de nailon y un retrato de Eduardo VII.

Sin embargo… Estos «sin embargos» no eran insignificantes en su interpretación de su vocación. Sus pronósticos se basaban en su imaginación y su observación de los seres humanos, nada más. Lo que hacían las piedras o mostraban las cartas era irrelevante. Su desconocimiento de la cristalomancia era profundo y sus conocimientos de cartomancia inexistentes. Pero resultaba extraño y un tanto asombroso la frecuencia con la que sus predicciones se acercaban a la verdad. Era muy probable que ese joven muriera, o causara la muerte de otra persona, si no la había causado ya. En cuanto a lo de la mujer hermosa, las calles de Notting Hill estaban llenas de ellas, podría toparse con una en cualquier momento. Aunque otra cosa curiosa era que cuando llegó a ese punto de su vaticinio le había venido a la mente Nerissa Nash y ella fue la que había suscitado esa descripción, la belleza y la piel oscura. Seguramente él nunca la hubiera visto, salvo en fotografías. En lo que al fantasma concernía, todo eso no eran más que tonterías, pero si también era una fuente de dinero, Shoshana no veía razón por la que no debiera hacerse con él.

La dificultad de escribir esa segunda carta al doctor Reeves era casi insuperable. Gwendolen se había dado por vencida varias veces y había deambulado por la casa para estirar las piernas y en un vano intento de despejar la cabeza. Sería absurdo e invitaría al ridículo escribir a un hombre diciéndole que sólo la había dejado porque pensaba que se había sometido a un aborto. Debía intentarlo con circunloquios. Debía sortearlo de algún modo. Arriba, en su dormitorio, mirando por la ventana sin ver nada, se permitió soñar cómo habría sido haber compartido un dormitorio con él, acercarse entonces a su guardarropa y, con el olor a alcanfor que salía cuando abría la puerta, ver sus trajes y su gabardina de verano colgados al lado de sus propios vestidos. Todavía podía ocurrir. Ahora era viudo.