Empezó a subir las escaleras. No había dejado de subirlas y bajarlas en toda su vida, desde que empezó a caminar. El tramo que llevaba al piso superior no estaba embaldosado, sino que era de tablas de madera cubiertas de droguete. ¿Qué había pasado con el droguete? Ya no lo veías. Su padre había hecho colocar las baldosas después de que se encontrara carcoma y se tomaran medidas para erradicarla. Pocos eran los albañiles, fontaneros y electricistas que habían ido a Saint Blaise House. El exterior no se había pintado desde antes de la Segunda Guerra Mundial y el sistema de alumbrado no se había mejorado desde once o doce años atrás. Pero su padre se había obsesionado con la carcoma; se pasaba la noche despierto preocupado por ella.
Podía escribir a Stephen Reeves diciéndole que recordaba que él la había visto en Rillington Place el día antes de que se conocieran. En realidad, no se acordaba, por supuesto, y ni siquiera sabía con seguridad si él la había visto. De no ser así pensaría que era idiota, quizás incluso pensara que sufría esa enfermedad…, ¿cómo se llamaba? Alzheimer…, sí. La enfermedad de Alzheimer.
Otto estaba sentado como una esfinge en mitad del tramo embaldosado.
– ¿Qué haces aquí?
Gwendolen no recordaba haberse dirigido a él con anterioridad. Hablar con los animales era ridículo. Otto se levantó, arqueó el lomo y se estiró. Le lanzó una mirada fulminante antes de marcharse brincando por uno de los pasillos y agazaparse entre las sombras del fondo. Gwendolen abrió la puerta del piso y entró. Todo volvía a estar tan arreglado que resultaba deprimente. ¿Qué clase de fanático ahuecaba los cojines del sofá antes de salir por la mañana? Consideraba que la figura de Psique que había en la mesa de centro era vulgar, era de ese tipo de cosas salidas de las tiendas de muebles que vendían tresillos de piel color crema y mesas de plexiglás moldeado. La levantó y le sorprendió su peso.
La base estaba forrada de fieltro. Daba la impresión de que alguien la había dejado, seguramente por error, sobre un charco de café. ¿Qué otra cosa podría haber causado la mancha oscura que cubría media base y cambiaba el color del fieltro de esmeralda a granate?
– «Encarnado el multitudinario mar -citó Gwendolen en voz alta-, haciendo rojo el verde.»
Le satisfizo que fuera acertada. Claro que Macbeth estaba hablando de sangre y el pedazo de mármol de Cellini difícilmente habría estado encima de un charco de ella. La escasez de libros en la biblioteca hizo que meneara la cabeza. Sólo había obras sobre ese hombre, Christie. Lo cual le recordó que tenía que escribir esa carta.
De todos modos, primero tenía que visitar la habitación de al lado y echar otro vistazo a ese suelo. Contrariamente a lo que ella recordaba, la tabla del suelo no sobresalía. O al menos no mucho. Debía de habérselo imaginado, habría tropezado con otra cosa. Se quedó allí de pie, mirando las viejas tablas astillosas y de repente supo qué eran todos esos agujeritos del suelo. Eran carcoma. Papá solía decir que la carcoma era tan mala como las termitas, podían destruir una casa entera. ¿Qué iba a hacer ahora?
Permaneció en la puerta vacilante, pensando de nuevo en su carta. Lo intentaría una vez más y quizá le dijera indirectamente que nadie debería creerse los rumores… Pero no podía decirse que ella hubiera sido objeto de rumores, ¿no? No podía decirle que no creyera lo que él había visto con sus propios ojos. En la habitación se percibía un leve olor que Gwendolen tenía la seguridad de no haber notado la última vez que subió. Se habría dado cuenta. No era un olor agradable, ni mucho menos. ¿Acaso la carcoma olía? Tal vez. No había duda al respecto, si la cosa empeoraba tendría que hacer venir a un hombre, a esa gente que hacía algo en los suelos, las tablas y los muebles para acabar con esas cosas.
Cuando hubiera escrito la carta, buscaría el número de teléfono en el listín. Había una cosa llamada Páginas Amarillas y, aunque no las había abierto nunca desde que empezaron a dejárselas en la puerta, ahora lo haría.
13
La palabra «moderno» figuraba de manera predominante en el vocabulario de Gwendolen. Ella aplicaba el término a casi todas las cosas que, por utilizar otra expresión favorita, habían «aparecido en escena» a partir de la década de los sesenta. Eran modernos los ordenadores, así como los cedés y los medios para reproducirlos, los teléfonos móviles, los contestadores automáticos, los parquímetros y los cepos (aunque disfrutaba cuando los veía puestos en algún coche mal aparcado), las fotografías en color en los periódicos, las dietas y las calorías, la desaparición de los telegramas y, por supuesto, Internet. En lo que concernía a la mayoría de innovaciones, se las arreglaba para hacer como si no existieran. Pero las Páginas Amarillas eran un libro y ella estaba familiarizada con toda clase de libros. Su padre solía decir que, si estuviera aislado en algún lugar sin compañía y sólo tuviera el listín telefónico para leer, lo leería. Gwendolen no iría tan lejos, pero no encontró aquella guía de servicios tan moderna e incomprensible como había temido.
Había páginas enteras dedicadas a empresas que trataban la carcoma. Resultaba difícil saber cuál elegir. Desde luego no una de ésas con nombre jocoso como Carcomicidas Exprés (los Carcomicidas liquidarán su carcoma y eliminarán la putrefacción seca), ni nada que fuera comercial o industrial. Al final optó por Woodrid, principalmente porque quedaba cerca de allí, en Kensal Green. Lo cual no sirvió para mitigar el horror de no poder comunicarse por teléfono con una voz humana viva. Tuvo que pulsar la tecla del uno, luego la del dos, lo hizo mal y tuvo que empezar otra vez. Tras haber superado estas dificultades, le pidieron que pulsara una cosa llamada «almohadilla» y tuvo que pedir una explicación. Al ver que la voz automatizada no respondía a su pregunta, discurrió que, puesto que no se trataba ni de un número ni de un asterisco, debía de ser esa cosa que parecía un rastrillo torcido. Lo era. Esperó y esperó mientras sonaba una música, ese tipo de música moderna cuyo retumbo salía de los coches conducidos por jóvenes que bajaban por su calle los sábados por la noche. Finalmente le dijeron, para su consternación, que un «representante iría a hacer un reconocimiento dentro de dos semanas y cuatro días laborables.
La llamada telefónica la dejó exhausta y tuvo que tumbarse en el salón para descansar y leer El origen de las especies durante media hora. Olive iba a traer a su sobrina a tomar el té. Le había dicho que las dos estaban a dieta, pero Gwendolen sabía cuán en serio podía tomarse eso. Sólo complicaba las cosas, pues no querrían beber solamente té, sino que esperarían encontrar galletas de centeno sin calorías, pastel bajo en grasa o alguna de esas tonterías modernas. Además, a Gwendolen, que nunca engordaba comiera lo que comiera, le gustaba tomar el té con unas buenas pastas. Esa gente nunca pensaba en el montón de problemas que causaban a los demás.
¡Había tenido tanto en común con Stephen Reeves! No había razón para creer que sus gustos hubieran cambiado. Gwendolen creía que las personas cambiaban muy poco, que sólo fingían como parte de una campaña para lucirse. A Stephen le habían encantado sus tés, sus sándwiches y tartas caseras, sobre todo su bizcocho Victoria. Cuando volvieran a encontrarse, ¿sería capaz de hacerle un bizcocho Victoria? Pero aún tenía que escribir la carta, si no aquel mismo día, al siguiente o al otro. Cuanto más pensaba en desengañarlo de la impresión que debía de tener de ella, más embarazoso parecía tener que explicarle a un hombre que no había abortado, sino que estaba acompañando a otra persona que estuvo a punto de hacerlo. Y eso en sí mismo podría parecer censurable a sus ojos.