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Tal vez pudiera encontrar una manera sutil de hacerlo. Empezaría a practicar desde entonces y una vez más cogió papel y pluma. Querido doctor Reeves…. ¿Por qué había que usar las palabras «operación ilegal»? Querido doctor Reeves: recordé una cosa sobre nuestro mutuo afecto… No, eso no era correcto, había sido más bien lo que hoy en día llamaban una «relación». Recordé una cosa sobre nuestra relación, la que había entre nosotros, cuando ya había enviado mi anterior carta. Eso serviría, estaba bastante bien. Y cuando se separaron, ya hacía mucho tiempo que no lo llamaba doctor Reeves. Querido Stephen: cuando ya había enviado mi anterior carta, recordé una cosa sobre nuestra relación, la que había entre nosotros, que se me había olvidado. El día antes de que nos conociéramos en tu consultorio, al que acudí por un problema sin importancia… ¿Debería poner la fecha de dicho encuentro? Tal vez no. … un problema sin importancia, no comenté el hecho de que nos habíamos visto el día anterior. Ella no sabía si Stephen Reeves la había visto, como él tampoco sabía que ella lo había visto a él, podría ser que se encontrara a kilómetros de distancia y la había abandonado por otro motivo completamente distinto. Pero… no, eso no podía ser. Él la había amado, sabía que la había amado, y sin duda continuaba amándola, pero tuvo la sensación, dadas las circunstancias, de que ella no sería una esposa adecuada para un médico. Y la verdad es que así hubiera sido si hubiese hecho lo que él creía que había hecho.

Miró la hora y se sobresaltó. Olive, con o sin su sobrina, llegaría dentro de una hora y ella ni siquiera había comprado las pastas. Ni siquiera estaba segura de tener leche suficiente. Esa carta tendría que esperar hasta más tarde, o tal vez hasta que hubiera recibido una contestación a la primera.

Pese a todo lo que Olive había dicho sobre la pasión de su sobrina por los edificios antiguos de Londres, Hazel Akwaa mostró muy poco interés en Saint Blaise House. Resultó ser una mujer callada y educada que se bebió el té y se comió una simple galleta en silencio en tanto que su tía cotorreaba. Olive vestía unos pantalones negros acampanados y un jersey rojo con dibujos de abetos y gente esquiando más adecuado para una persona que tuviera un tercio de su edad, pero su sobrina llevaba un vestido de lana gris y un collar de oro que tenía aspecto de ser valioso. Cuando Olive se la presentó, Gwendolen tuvo que pedirle primero que repitiera su apellido y luego que lo deletreara, pues era de lo más extravagante, parecía africano. Gwendolen conocía a Rider Haggard desde la infancia y le pareció recordar que en Ella o en Las minas del rey Salomón había un personaje llamado Akwaa. No podía ser que esa Hazel como se llamara se hubiera casado con un africano, ¿no?

– ¿Le gustaría recorrer la casa? -le preguntó Gwendolen cuanto terminaron el té-. Hay bastantes escaleras.

Ella se esperaba que la mujer dijera que no dejaría que un obstáculo tan insignificante como unas escaleras la disuadiera, pero la señora Akwaa no pareció muy entusiasmada con la idea ni mucho menos.

– Pues no especialmente, si no le importa.

– No, a mí no me importa, por supuesto, puedo subir las escaleras siempre que quiera, claro. Pensé que le gustaría conocer la casa, señora Akwaa.

– Llámeme Hazel, por favor. Desde donde estoy sentada veo esta preciosa habitación y dudo que el resto de la casa pueda ser más bonito que esto.

Este comentario cortés aplacó a Gwendolen, que decidió relajarse un poco.

– Y dígame, ¿dónde vive?

– ¿Yo? En Acton.

– ¿De verdad? No creo que haya estado nunca allí. ¿Y cómo regresará a casa? -Gwendolen lo dijo como si su invitada viviera en Cornualles y quisiera quitársela de encima lo antes posible-. Confío en que no en el metro, ¿no? Te juegas la vida en esas cosas.

– Mi hija dijo que pasaría a recogernos a las cinco y media. Iremos las tres a mi casa para cenar allí.

– ¡Qué bien! ¿Por casualidad no será el dechado de virtudes del que su tía me habla continuamente?

– No sé si es un «dechado de virtudes» o no -repuso Hazel Akwaa en un tono casi tan frío como el de Gwendolen-. Sólo tengo una hija. Su padre y yo creemos que es muy especial, pero, al fin y al cabo, somos sus padres. ¿Le importaría decirme dónde tiene el servicio?

Gwendolen esbozó su minúscula media sonrisa.

– El «cuarto de baño» está en el primer piso, la puerta que queda enfrente al subir el primer tramo de escaleras.

Durante la ausencia de Hazel Akwaa, decidió contarle a Olive lo de la carcoma.

– Acabo de subir otra vez para volver a examinarlo. He llamado a Woodrid para que vengan, pero, igual que todas estas empresas de hoy en día, tienen intención de hacerme esperar más de quince días para venir. Supongo que el suelo no se vendrá abajo en quince días. -Soltó una risita forzada-. ¿Por casualidad no sabrás si la carcoma huele?

– Pues la verdad es que no lo sé, Gwen. Nunca he oído decir que oliera.

– Quizá fuera mi imaginación. Te llevaría arriba para enseñártelo, pero esta sobrina nieta tuya va a llegar en cuestión de cinco minutos.

Hazel regresó seguida de Otto.

– Su precioso gato se ha restregado contra mis piernas y cuando lo he acariciado me ha seguido hasta aquí abajo.

– Sí, lo cierto es que parece que otorgue su favor a ciertas personas -dijo Gwendolen con un tono de voz que implicaba que había gustos para todo.

Mix se hallaba frente a la casa de Nerissa en Campden Hill, observando, y obtuvo su recompensa al verla salir por la puerta principal poco después de las cuatro y media y meterse en su coche. En aquella ocasión iba vestida con elegancia con un traje pantalón de color miel y un sombrero grande y dorado que se quitó y depositó en el asiento del acompañante. Nerissa condujo cuesta abajo y al pasar junto a él aminoró la marcha y volvió la cabeza brevemente para mirarlo. Mix quedó encantado. «La próxima vez se acordará de mí», pensó.

Tenía que realizar una visita más antes de irse a casa. Era en una casa de Pembroke Villas, el domicilio de una de esas clientas poco habituales que tenían una cinta de correr y que la utilizaban, si no a diario, tres o cuatro veces a la semana. La cinta de la máquina se había desplazado demasiado a la izquierda sobre los rodillos y, a pesar de todo el ejercicio que hacía, la señora Plymdale no tenía fuerza suficiente para manejar la llave inglesa y arreglarlo ella misma.

Su casa contaba con un camino de entrada donde Mix pudo aparcar el coche. La felicitó por su constancia con el ejercicio, ajustó la cinta y engrasó la máquina. Pero lo cierto era que había que sustituir la cinta y le aconsejó que encargara ya una de repuesto. Mix terminó la visita en quince minutos y tenía el resto del día libre. Condujo de vuelta a casa pasando por Portobello Road, Ladbroke Grove y Oxford Gardens y se detuvo por el camino para comprar media pinta de ginebra, una botella de vino tinto y un pollo masala congelado.

Era media tarde, hacía mucho calor y había dejado de soplar la brisa. Pensó: «Me pregunto si han empezado a buscar ya a esa chica, a esa Danila, los periódicos no dicen nada al respecto por lo que nadie ha informado a la policía». Tenía miedo de averiguarlo, pero, al mismo tiempo, quería saberlo. Aunque a los del gimnasio Shoshana les diera igual, seguro que a la gente a la que les había alquilado la habitación no, seguro que ellos estarían extrañados. Dobló por Saint Blaise Avenue. Frente a la casa en la que vivía, en la línea amarilla, había aparcado un Jaguar dorado. Era curioso, desde allí se parecía mucho al de Nerissa. Sin embargo, aunque eran unos coches magníficos, los Jaguar se parecían mucho unos a otros. El guardia de aparcamiento de rostro anguloso que había visto al doblar la esquina caería sobre el propietario de ese vehículo como una tonelada de ladrillos.