Un mensaje en el móvil le decía que llamara a Colette Gilbert-Bamber en cuanto terminara el trabajo. No sería porque le pasara nada a su equipo, sino para lo que Mix denominaba «un poco de lo otro». Aun así ganaría cuarenta libras por el servicio a domicilio… Si tan atractivo le resultaba a Colette, seguro que también se lo parecería a Nerissa, ¿no? Pero no iba a ir. Había sido un mal día y no le apetecía.
Volvía a hacer bochorno y en la casa haría un calor sofocante. La verdad era que no sabía cómo podía ser tan oscura cuando el sol brillaba radiante. ¿Alguna vez descorría las cortinas esa mujer? ¿Alguna vez abría una ventana? Se quedó un momento allí donde Nerissa había estado la semana anterior y le había hablado con tanta dulzura… mientras que su madre se había dirigido a él de una forma tan desagradable. Pero no iba a pensar en ello. Y no iba a cruzar los brazos sobre el pecho de esa manera, pues notaba el michelín de la cintura que le caía por encima del cinturón de los pantalones. Se dijo que tenía que caminar, empezar ya al día siguiente mismo y hacer de ello una rutina diaria.
Comenzó a subir las escaleras cavilando que aquel lugar podría llevar años deshabitado. ¿Serviría de algo si se quejaba a la vieja Chawcer del sistema de alumbrado, de que las bombillas de bajo voltaje se apagaban antes de llegar al siguiente interruptor? Probablemente, no. La gente como ella estaba mejor en la oscuridad. De todas formas, resultaba ridículo tener que encender las luces por la tarde en pleno verano.
En la escalera embaldosada no brillaban los ojos del gato y, gracias a Dios, no había señales de Reggie. «Imaginaciones mías -pensó-. Tenía razón en lo de que estoy atravesando una mala racha, debo de haber empezado a ver cosas que no existen.» Dijera lo que dijera Shoshana, los fantasmas siempre eran alucinaciones, el resultado del estrés o de la presión. Los reflejos de Isabella, de un rojo, verde y púrpura pálidos, se hallaban inmóviles como si estuvieran pintados en el suelo, pero, al abrir la puerta de su piso, la luz dorada y resplandeciente del sol salió a raudales de su vestíbulo.
Antes de entrar, quizá tuviera que ir a la habitación de al lado, donde estaba Danila. Lo cierto era que debería darse una vuelta cada día hasta…, bien, ¿hasta qué? ¿Hasta que se acostumbrara a tenerla allí? ¿Hasta que la trasladara a alguna otra parte? Dejó su puerta abierta de par en par sólo por el alegre brillo de la luz y luego abrió la puerta del dormitorio de al lado.
Allí entraba la misma luz, o así sería si la ventana se limpiara alguna vez. Pero en cuanto percibió el olor, ya no pensó más en ello. Lo obligó a retroceder un paso. Y entonces supo lo que era. Hacía semanas que el tiempo era anormalmente cálido, la temperatura había rondado los treinta grados hasta el día anterior, lo cual era casi increíble, y aquel olor era el resultado de ello. No lo entendía; el cadáver estaba envuelto y había vuelto a clavar las tablas del suelo. Se preparó para entrar y cerró la puerta tras él sin pensar ya en fantasmas. Aquello era real; lo otro se lo había imaginado. Inspiró largamente allí de pie y se estremeció; nunca había olido nada parecido. ¿Por qué había entrado allí precisamente esa tarde en la que ya se sentía bastante mal?
¿Desaparecería ese olor? Con el tiempo, tal vez. Se dio cuenta de que no tenía ni idea de si la descomposición continuaba durante semanas, meses o incluso años y, si al final, se desvanecía. La vieja Chawcer podría entrar en cualquier momento. Mix no podía correr ese riesgo. Tendría que ir a trabajar y mientras estuviera fuera de casa no estaría ni un momento tranquilo.
En aquel momento no tenía ningún sentido quedarse allí. Después de oler aquello tuvo la sensación de que no volvería a comer nunca más. Los cadáveres de la casa de Reggie, sobre todo los dos que puso en el hueco de la pared de la cocina, también debían de oler. O tal vez no, puesto que era diciembre, hacía frío y a Reggie lo habían capturado y arrestado poco después de haberlos puesto allí. Mix permaneció en lo alto de las escaleras y escuchó. Silencio absoluto. Se asomó al hueco de la escalera y empezó a bajar. Cuando estaba en el último peldaño del tramo embaldosado, la puerta del dormitorio de la mujer se abrió y salió ella con una bata de seda roja y unas chinelas con plumas. Mix estaba a punto de retroceder, pero la mujer lo vio.
– ¿Ocurre algo, señor Cellini?
– Todo va bien -contestó él.
La mujer se sorbió la nariz.
– ¡Ojalá yo pudiera decir lo mismo! Creo que tengo influenza.
Mix sólo había oído llamar así a la gripe una vez en su vida. Su abuela tenía una broma al respecto: «Abrí la ventana y entró la influenza».
– ¡Qué mala suerte! -Si estaba enferma, no podría subir a esa habitación. ¡Ojalá estuviera muy enferma durante largo tiempo!-. Debería estar en la cama -le dijo.
– Tengo que ir al baño. ¿Sería tan amable de hacerme un gran favor y telefonear a mi amiga, la señora Fordyce, la que se encontró el jueves pasado delante de mi casa, y explicarle mi… mi situación? El número está en la agenda de teléfonos que hay junto al aparato. Fordyce. ¿Se acordará?
– Lo intentaré -repuso Mix con abundante sarcasmo en su tono. Pasó desapercibido. Bajó pensando que era típico de ella coger la gripe en el que probablemente fuera el día más caluroso del año. Apenas veía nada mientras buscaba el número de esa tal señora Fordyce. ¿Y si reconocía su voz del jueves? Adoptó una entonación de clase alta-. La señorita Chawcer tiene un virus. No se encuentra bien. Sería de gran ayuda si usted viniera a verla mañana y tal vez podría venir también el médico, si sabe usted quién es.
– Usted es el señor Cellini, ¿verdad? Por supuesto que vendré. A primera hora de la mañana.
En cuyo caso, lo mejor sería que él se marchara antes de que apareciera, pero si él no estaba, la mujer no podría entrar. Bueno, pues la vieja Chawcer tendría que levantarse y responder al timbre. Mix anduvo por ahí y vio que la anciana no había cerrado la puerta de atrás con llave. Él le echó el cerrojo. Sólo faltaría que, en una zona peligrosa como aquélla, entrara cualquier delincuente y robara todo lo que le apeteciera. Mix ya tenía suficientes problemas.
Nunca había estado en aquella enorme sala de estar. El polvo y el olor a moho le hicieron arrugar la nariz, pero, en lo concerniente a los olores, comparado con el hedor del piso de arriba, aquello no era nada, nada. A aquella hora la luz no debería haber sido necesaria, pero en aquella casa siempre reinaba la penumbra. El interruptor de la luz principal no funcionaba. Recorrió la habitación encendiendo las lámparas de mesa; la última que encendió fue la de un escritorio, junto a la cual había varias cartas a medio escribir.
¿A quién demonios estaría escribiendo como una loca? Una de las cartas empezaba diciendo, «Querido doctor Reeves»; otra, «Mi querido doctor»; una tercera, «Querido Stephen», y la última, «Mi querido Stephen». Continuaban de una manera confusa con una letra curvada de trazos delgados e inseguros que era difícil de leer, pero hasta la mejor de las caligrafías resultaría ilegible en aquella media luz. Entonces le llamó la atención un nombre: Rillington Place. «Sé que un día de verano de hace mucho tiempo me viste en Rillington Place. Pasaste en coche por mi lado, de camino a realizar una visita, me imagino. Al día siguiente acudí a tu consulta por primera vez. Como estoy segura de que recordarás, mis padres y yo habíamos sido pacientes del doctor Odess. Cuando tuvo lugar el juicio de Christie, descubrí que él había sido el médico de ese hombre espantoso. Por supuesto, no es que esto tuviera nada que ver con el hecho de que dejáramos de visitarle a él para…»