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Había unas cuantas palabras más que estaban muy tachadas. Ya no había escrito nada más. Mix pensó que aquello demostraba que la mujer había acudido a Reggie para que le practicara un aborto. Tal vez estuviera escribiendo a ese médico al respecto porque era él quien iba a hacerlo, pero Reggie resultó más barato. Reggie la asustó, de modo que buscó a otra persona que realizara la interrupción y este médico se ofendió porque no obtuvo el dinero que esperaba. Debía de tratarse de eso. Como resultado, el médico había eliminado a Chawcer de su lista y se había negado a tratarla nunca más. Y ahora, después de todos esos años, ella le escribía para explicárselo.

La habitación no era simplemente oscura como lo es un lugar antes de que se enciendan las luces. Allí las luces estaban encendidas, lámparas de mesa con pergaminos agrietados o pantallas de seda plisada y muy raída, pero el efecto que tenían no era tanto iluminar como crear sombras. No había ni una sola luz en una hornacina o junto a una pared, de manera que los rincones se hallaban sumidos en la oscuridad. Y hacía tanto calor que el sudor empezó a deslizarse por su rostro y a correrle por la espalda. Mix pensó que era la habitación más espantosa en la que había estado. Con ese dragón tallado que serpenteaba por encima del enorme sofá y el espejo lleno de manchas con marco negro y dorado, podría ser el escenario de una película de terror. La mujer podría ganar un dinero alquilando la habitación, por una suma cuantiosa, para el rodaje de una película. No tendrían que cambiar absolutamente nada.

La tarea de apagar las lámparas le resultó espeluznante. La oscuridad lo invadía todo, y cuando apagó la última, se dirigió a la ventana cristalera y descorrió las largas cortinas de terciopelo marrón dando bruscos tirones. Se levantaron unas grandes nubes de polvo que le hicieron toser. Pero entró luz en abundancia y ésta disipó lo peor de aquel horror. Si el piso de abajo, que albergaba quién sabe qué secretos y amenazas ocultas, le había resultado desagradable, el de arriba lo intimidaba, con Reggie, que quizá lo estuviera esperando y el cadáver que se descomponía de manera invisible, pero imparable. Casi era como si el lugar tuviera una nueva vida propia, como si se estuviera moviendo y cambiara. «No pienses en ello -masculló para sus adentros-. Olvida lo que dijo Shoshana, todo está en tu cabeza.»

Pasó frente a la puerta de Chawcer. No había ni rastro del gato y, por supuesto, tampoco de Reggie. Tal como solía hacer siempre, y aunque ya llevaba una semana sin hacerlo, cerró los ojos cuando estuvo en medio del tramo embaldosado, los abrió al llegar arriba y miró hacia un pasillo y luego hacia otro con cautela y temor. Allí no había nada, ni siquiera Otto. Ya en su propio salón, sentado en una butaca cómoda, con un buen vaso de ginebra con tónica a su lado, se dijo que todo iba bien, que era afortunado, había obtenido un tiempo de margen. La mujer estaría demasiado enferma como para volver a subir allí arriba y él debía utilizar ese tiempo, tal vez una semana, para sacar el cadáver de esa habitación de alguna manera.

¿Habría algún modo de sacarlo al jardín? No mientras esa tal señora Fordyce estuviera entrando y saliendo de la casa. Puede que no sospechara la verdad, seguro que no, pero le contaría a Chawcer que lo había visto ahí fuera cavando. Y puede que la propia dueña de la casa lo viera desde su ventana. Ese dormitorio suyo debía ocupar la misma zona que el salón, lo cual significaba que tenía ventanas tanto delante como detrás. Mix no osaba arriesgarse.

«Será mejor que comas algo», pensó, pero el simple hecho de pensar en la comida provocó que se le cerrara la boca del estómago. Estaba que se moría de cansancio. En cuanto se hubiera tomado otra ginebra o un Latigazo, quizá se metería en la cama, incluso aunque tan sólo fueran las seis, se iría a la cama e intentaría dormir. Le llegaron dos mensajes al móvil, pero en aquellos momentos no podía molestarse con ellos, ya lo haría por la mañana. Se detuvo frente al retrato de Nerissa y le rindió homenaje diciendo:

– Te quiero. Te adoro.

¡Cómo sonreiría ella cuando fueran amantes y viera su fotografía allí y él le dijera lo mucho que la amaba! Reconfortado, se dirigió tranquilamente al dormitorio y miró el jardín desde la ventana considerando cuál sería el mejor lugar para enterrar el cadáver de Danila. Si pudiera llegar allí, si pudiera bajarla abajo y sacarla fuera… Reggie lo había hecho, y varias veces, aunque él vivía en el piso central de la casa y los Evans arriba. Los vecinos lo habían visto cavar, pero no se sorprendieron, intercambiaron con él el eslogan de la guerra sobre Cavar por la Victoria.

Allí a la izquierda, quizá, donde las zarzas tupidas podrían retirarse y luego extenderse sobre la tierra removida para ocultar lo que había hecho. O tal vez al fondo, junto al muro, al otro lado de donde vivía el hombre de las gallinas de Guinea. Pero ¿tendría ocasión de hacerlo?

En el muro, Otto se deleitaba con el sol de la tarde y, aunque tenía los ojos cerrados, agitaba la punta de la cola de vez en cuando.

15

Olive había estado en la cocina, había puesto el agua a hervir sobre el fogón de gas en una tetera ennegrecida y había echado un vistazo a la sala de estar, tras lo cual se dirigió entonces al piso de arriba, al dormitorio de Gwendolen, con el té en una bandeja. Al llegar a la casa había tocado el timbre y ese tal Cellini había bajado a abrirle, aunque de muy mal talante, y se había mostrado muy hosco con ella en la entrada. Cuando habló con él por teléfono, Olive no tenía ni idea de que se trataba del mismo hombre que había abordado a su querida Nerissa en la calle. Fue toda una sorpresa cuando le abrió la puerta. Naturalmente, ella tampoco estuvo muy comunicativa.

Allí dentro hacía un calor extenuante. Era como estar en la India en pleno verano, metido en algún gueto polvoriento y maloliente de los barrios pobres. Tenía que encontrar alguna forma de abrir las ventanas. Aquella de allí, la de la cocina, no había quien la moviera. En cuanto hubiese ido a ver a Gwen, lo intentaría en la sala de estar.

La puerta del dormitorio de su amiga estaba entornada. El aspecto de la mujer, con el rostro pálido y demacrado y las manos débiles tendidas sin fuerza sobre la colcha, preocupó a Olive. Gwen empezó a hablar con voz ronca, pero un acceso de tos jadeante la obligó a interrumpirse.

– Tendría que verte un médico, querida. No hay duda.

– Sí, tienes razón. Tengo que llamar a un médico. -Más toses-. El doctor Reeves. El doctor Reeves vendrá si lo mando llamar, siempre viene.

– No conozco a ningún doctor Reeves por aquí, Gwen. ¿Es nuevo?

– Padre dijo que cambiáramos de doctor y probáramos con el joven médico y así lo hemos hecho.

Olive consideró que lo mejor era no preguntar nada más. La pobre Gwen tosía de una manera angustiosa cada vez que tenía que hablar.

– Tú bébete el té, querida, y yo buscaré a tu médico y llamaré por teléfono a su consulta. Supongo que el número estará en tu agenda, ¿no?

Al bajar se llevó consigo el cepillo mecánico. Llevaba tanto tiempo delante de la chimenea que en sus superficies se había depositado una gruesa capa de polvo. Estuvo buscando la agenda de teléfonos y al final la encontró en el lavadero, encima de un viejo caldero metálico para hervir la colada. Allí no figuraba ningún doctor Reeves, pero sí una doctora Margaret Smithers. Olive nunca se hubiese imaginado que Gwen tuviera como médico a una mujer, pero lo más probable era que no hubiera tenido otra opción, dado que las listas de pacientes estaban muy llenas. La recepcionista de la doctora Smithers le dijo a Olive que no podría acudir aquel mismo día, sino al día siguiente por la tarde, cuando hiciera sus visitas a domicilio, cosa que a ella le pareció una vergüenza o algo peor.