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– Nunca he visto una buena fortuna tan asombrosa -comentó Shoshana en tanto que por dentro maldecía entre dientes. Ella prefería las predicciones fatídicas, pero difícilmente podía inventarse un futuro negativo cuando estaba tan claro que Nerissa sabía lo que significaba la reina de corazones-. Toma una última carta.

En esta ocasión tenía que ser el as, y así fue. Shoshana ocultó su satisfacción.

– Una muerte, por supuesto. -Metió las manos en la bolsa de piedras, sacó el lapislázuli y el cuarzo rosa y los hizo girar entre sus palmas-. No eres tú ni nadie cercano a ti. Ya ha ocurrido.

– Tal vez sea mi tía abuela Laetitia. Murió la semana pasada.

A Shoshana no le gustaba que los clientes brindaran sus propias interpretaciones.

– No. Creo que no. Es una persona joven. Una chica. No veo nada más. Las palabras estaban escritas, pero unas nubes las han ocultado. Eso es todo.

La adivina guardó las cartas y las piedras. Nerissa detestaba la manera en que el mago parecía moverse cuando las velas parpadeaban.

– Son cuarenta y cinco libras, por favor -dijo Shoshana.

– Esa chica que me encontré una vez en las escaleras, parecía agradable. ¿Se llamaba Danielle?

– ¿Qué pasa con ella?

– No lo sé. Simplemente me vino a la cabeza.

– Se ha marchado -dijo Shoshana al tiempo que abría la puerta para despedir a Nerissa.

Dos policías pasaron a ver al señor Reza y luego fueron al gimnasio de Shoshana. Cuando en los dos sitios les dijeron que Danila Kovic había abandonado su trabajo y su habitación alquilada sin previo aviso y sin decir nada ni a su jefa ni a su casero, empezaron a tomarse las cosas en serio. El comunicado de prensa se difundió demasiado tarde para que lo publicara el Evening Standard, pero sí estuvo a tiempo para las primeras noticias de la noche de la BBC y para la prensa del día siguiente, donde casi tuvo prioridad sobre el artículo de «el día más caluroso del que se tiene constancia».

Nerissa lo oyó mientras cuidaba al hijo de su hermano, pero, a falta de una fotografía, no la identificó como a la chica que había visto en la escalera. Mix también vio las noticias. Él creía haber estado muy preocupado, pero entonces comprendió que había vivido engañado al seguir creyendo que la desaparición de Danila pasaría desapercibida. Había tenido otro mal día que empezó cuando no pudo ver a Nerissa, luego tuvo una pelea terrible con Colette Gilbert-Bamber, que le amenazó con informar a la empresa de sus deslices si se enteraba de que se veía con alguna otra mujer. Se marchó de su casa sin comer y sin tomarse ni un vaso de vino siquiera y tuvo que ir directamente a ver al médico.

Desde que supo que habían concertado la cita, Mix había dado por sentado que estaba perfectamente bien, era un hombre joven, sano y en forma. El médico disintió. Se empeñó en hacerle un análisis de sangre para comprobar los niveles de colesterol. Eso fue debido a la presión arterial que debía haber sido de algo así como ciento treinta sobre cuarenta y en cambio era de un alarmante ciento setenta sobre sesenta.

– Es fumador, ¿verdad?

– No, no fumo -respondió Mix con aire virtuoso.

– ¿Bebe usted?

– No mucho. Quizá cuatro o cinco copas a la semana.

Eso hubiera supuesto poco más de una botella de vino. El doctor lo miró con desconfianza. Le prescribió ejercicio, una dieta sin grasas, unas pastillas y que comiera sin sal.

– Vuelva a verme dentro de dos semanas… No querrá ser diabético cuando cumpla los cuarenta, ¿verdad?

Mix había leído en alguna parte que la ansiedad podía elevar la presión arterial. Bueno, pues últimamente él había sufrido de bastante ansiedad. Las advertencias del médico le habían provocado dolor de cabeza y sensación de mareo. Llamaría a la oficina central, les diría que no se encontraba bien y se iría a casa. Quizá la vieja Chawcer le había contagiado la gripe. Aquel día hacía un sol deslumbrante que por una vez iluminaba la casa sombría y revelaba el polvo que lo cubría todo y las telarañas que pendían de unas lámparas colgantes en desuso y de las sucias molduras del techo. Alguien había abierto las ventanas del piso de abajo y todas las cortinas estaban descorridas. Mix abrió una puerta que no había tocado nunca y vio una habitación amplia con una mesa de comedor en el centro, doce sillas dispuestas a su alrededor y en las paredes cuadros al óleo con ciervos y conejos muertos, mujeres feas que llevaban faldas con miriñaque y vacas en unos prados.

En el primer rellano se encontró con una mujer a la que no había visto con anterioridad e inmediatamente pensó que debía de tratarse de la que Reggie no había logrado asesinar, la hija de la vieja Chawcer. Pero esa mujer era demasiado mayor para serlo y se presentó como Queenie Winthrop, sonriendo y, por alguna razón, pestañeando.

– Lo cierto es que la pobrecita Gwendolen está muy pachucha, señor Cellini. Tiene una fiebre de más de cien grados. Y el médico no vendrá hasta mañana por la tarde. Yo digo que es un escándalo.

Mix, que había crecido midiendo la temperatura en grados centígrados, pensó que la mujer se había equivocado. ¿Qué se podía esperar, a su edad?

– Es una vergüenza -dijo él.

– Una vergüenza es lo que es. Estos médicos deberían avergonzarse. Bueno, la cuestión es que si usted pudiera prepararle una taza de té por la mañana, la señora Fordyce o yo vendremos a las ocho y media. Tenemos una llave.

– ¿Yo? -preguntó Mix débilmente.

– Así es. Si fuera usted tan amable. No sé quién va a abrirle la puerta a ese desgraciado del médico, pero ya nos lo arreglaremos de alguna manera entre las dos.

– Bueno, yo no puedo hacerlo -repuso Mix, que escapó escaleras arriba y por una vez se olvidó del fantasma de Reggie.

Olfateó el aire. Le daba la sensación de que lo olía desde allí fuera. Podía ser que también se lo imaginara. ¿Cómo se distinguía entre las cosas que eran reales y las que eran producto de tu imaginación? De todos modos, aquella noche no iba a entrar ahí. Iba a pensar, trazaría un plan. Ed telefoneó poco después de las ocho. Mix lamentó haber cogido el teléfono porque Ed empezaría otra vez con lo de que le había fallado. En cambio, le estaba diciendo que lo pasado, pasado estaba. Que no debería haberse puesto hecho una furia de esa manera. Su excusa era que aún no se le había pasado la gripe del todo y que todavía no se encontraba muy bien.

– Hay mucha gente con gripe -comentó Mix, pensando en la vieja Chawcer.

– Sí, y no es sólo eso. Steph y yo estamos teniendo problemas para que nos concedan una hipoteca.

Continuó dale que te pego hablando del piso que tenían la esperanza de comprar, calculando sus ingresos conjuntos, las posibilidades de ascenso de Steph y lo que podía ocurrir si se quedaba embarazada.

– Pues tendrás que procurar que eso no ocurra. -A Mix siempre le había resultado difícil, prácticamente imposible, pedir disculpas. El hecho de admitir que estaba equivocado le parecía el colmo de la humillación. No podía decir que lo sentía, pero tenía que decir algo-. ¿Te apetece que vayamos a tomar una copa? -se aventuró a preguntar-. ¿Esta noche, quizá?

– Sí, bueno, pero esta noche no puedo. ¿Quedamos mañana a las ocho en el Sun in Splendour? Y a buen entendedor, pocas palabras, ¿eh, Mix? En la oficina central se están enfureciendo un poco contigo. Pensé que debía darte un toque.

Por la mañana Mix casi se olvidó del té de la vieja Chawcer. Él rara vez bebía esa cosa, pero tenía un paquete de bolsitas de té junto al tarro del café y al verlo se acordó. Tendría que bajar también el azúcar por si acaso la mujer lo tomaba.

No tomaba azúcar. Fue lo primero que le dijo después de que él llamara a la puerta y entrara.

– No hacía falta que trajera eso, señor Cellini, no tomo azúcar. -No le dijo nada como que era muy amable por su parte. Ni un «buenos días». Su voz era débil y no paraba de toser. Cuando se incorporó en la cama con esfuerzo, Mix se fijó en que su camisón tenía algunas manchas grandes y húmedas de sudor-. ¿Qué día es hoy?