– Mis padres y los tuyos, y tu hermano Andrew y su esposa van a venir a cenar a casa el sábado y me preguntaba si querrías venir tú también.
Nerissa no pudo preguntarle si se lo decía en serio. La tentación de decir que no fue bastante fuerte, pero batallando con ella estaba el aliciente de volver a verlo, de estar con él, aun cuando fuera en compañía de otras seis personas. A ella le caían bien sus padres y siempre había mantenido una relación muy estrecha con Andrew, que, aunque era tres años mayor que ella, era el que más se aproximaba a su edad.
– ¿Nerissa? -dijo Darel.
La joven respondió con voz entrecortada.
– Sí, gracias. Me… me encantaría.
Él le dio la dirección en los Docklands, en algún lugar cerca de Old Crane Stairs. La estación de metro era la de Wapping, de la East London Line.
– Supongo que iré en coche -dijo Nerissa-. Discúlpame, pero tengo que marcharme, ha llegado mi taxi.
Nerissa subió al taxi preguntándose cómo debía interpretar aquello. ¿Es que era muy anticuado o acaso tenía miedo de estar a solas con ella? ¿No sería gay? Parecía que el corazón le latiera despacio, pero con mucha fuerza. No, no podía serlo. Sheila Jones había mencionado a una novia que tenía. Nerissa lo consideró. Quizá sólo quería ponerla a prueba, para ver si lo que pensaba de ella era cierto o si de verdad había resultado ser distinta, tal como le había dicho.
Shoshana estaba atendiendo a un cliente, de modo que Kayleigh habló con la policía, aunque ya les había contado todo lo que sabía. Aquel viernes Danila había estado trabajando en el gimnasio como de costumbre y la propia Kayleigh había hablado con ella por teléfono a las tres y media, media hora antes de que le correspondiera relevar a la chica bosnia. La había visto, habían intercambiado unas palabras y Danila se había marchado a su casa, en Oxford Gardens. Uno de los inquilinos de la casa, un hombre del segundo piso, la había visto llegar alrededor de las cuatro y media. Él estaba en el vestíbulo separando su correspondencia del resto del correo. Danila le había dicho hola y había subido a su habitación del primer piso. Abbas Reza no la había visto, aunque creía haberla oído salir de casa sobre las siete y media aquella tarde. Él no sabía si la chica tenía novio, y Kayleigh tampoco. Nadie había vuelto a verla desde entonces.
La policía creía que, si la joven estuviera muerta, a esas alturas ya habrían encontrado su cadáver. Barajaron la posibilidad de que tuviera un enamorado secreto. Pero ¿por qué iba a mantener en secreto a un amante? No tenía ningún motivo para avergonzarse, ni siquiera para ser discreta. La única pista, muy endeble, era que el inquilino del segundo piso, un hombre de origen chino llamado Tony Li, había oído a Danila y a un hombre hablando en la puerta de la habitación de la chica una noche, unas tres semanas antes de que desapareciera. No había visto al hombre, sólo oyó su voz, aunque no lo que dijo.
La pérdida de tiempo que se hacía más interminable era tener que esperar sin nada que hacer, sin distracciones, sin nada que leer, escuchar o mirar. Después de pasarse dos horas así, Mix subió arriba a buscar Crímenes de los años cuarenta. No sabía por qué, pero últimamente no quería leer otra cosa que no fueran libros sobre Reggie; ni revistas, ni periódicos…, definitivamente nada de periódicos. Al volver abajo oyó a la vieja Chawcer tosiendo como si fuera a echar los pulmones por la boca. Otto estaba en el vestíbulo lamiéndose los bigotes después de haber comido lo que le había puesto Mix. El animal se comportaba como si no hubiera nadie más por allí o como si aquel humano fuera tan insignificante que no contara para nada y que de ninguna manera se consideraba un motivo para interrumpir su rutina de limpieza.
En el libro no parecía haber nada nuevo, nada que Mix no hubiera leído antes en alguna otra parte. Lo sabía todo sobre Beresford Brown, un inmigrante de origen afrocaribeño y nuevo inquilino del número 10 de Rillington Place que al echar abajo un tabique de la cocina encontró dos cadáveres metidos en un hueco. Para entonces Reggie ya se encontraba lejos de allí, aunque no lo suficiente como para librarse de que al final lo arrestaran. Mix ya estaba familiarizado con todo aquello, pero igualmente leyó la versión de aquel autor con interés, ansioso por obtener detalles del proceso de putrefacción de los cadáveres. Aquello había ocurrido en el mes de diciembre. Cincuenta años atrás, antes de este calentamiento global, incluso el mes de marzo hubiera sido gélido, en cuanto al mes de agosto… También era mala suerte que aquel día hiciera más calor que en España, según dijeron en televisión, el mismo calor que en Dubái.
Había leído unas quince páginas (tan sólo había veintidós sobre Reggie) cuando sonó el teléfono. ¿Contestaba o no? Ya puestos… Así tendría algo que hacer. Una voz masculina preguntó: «¿Está la señorita Chawcer, por favor?» Parecía bastante mayor.
– Ahora mismo no puede ponerse -le informó Mix, y se apresuró a añadir-: ¿No llamará usted de la empresa de la carcoma?
– Me temo que no. Me llamo Stephen Reeves, doctor Reeves.
Aquél no era el médico que tenía que pasar más tarde, sino el hombre al que la vieja Chawcer había estado escribiendo todas esas cartas.
– ¿Ah, sí? -dijo Mix.
– ¿Tendría la amabilidad de darle un mensaje? ¿Le dirá que me gustaría pasar a verla la próxima vez que vaya a Londres?
El hombre le dio un número de teléfono que Mix dijo que anotaría, pero que no anotó. No había ni papel ni bolígrafo a mano. De todos modos, lo más probable es que ella ya supiera el número, tenía que saberlo, seguro.
– Ya se lo diré -afirmó.
Retomó el libro y la espera. Las ilustraciones lo horrorizaban, pero al mismo tiempo atraían su mirada. Los cuerpos tenían un aspecto sumamente sórdido, eran como líos de andrajos, en lugar de personas de verdad muertas. Ethel Christie yacía bajo las tablas del suelo frente a la chimenea del salón. ¿Tendría Danila ese mismo aspecto cuando él levantara las tablas? ¿O cuando otra persona las levantara? Los fantasmas y esos temores iniciales le parecían absurdos e infantiles ahora que tenía un verdadero peligro por el que preocuparse. Un pie de foto informaba que un fémur de Ruth Fuerst estaba clavado en el suelo para sostener uno de los postes de la valla. La insensibilidad de Reggie lo fascinaba. Seguro que no había mucha gente que hubiese tenido el valor y la fuerza de voluntad necesarios para utilizar un pedazo de ser humano muerto para semejante propósito. Pensaría en ello cuando se deshiciera del cuerpo de Danila y eso le daría fuerzas. Pensaría en el coraje y la sangre fría de Reggie.
Para entonces ya empezaba a tener hambre, pero no le apetecía nada de la cocina de la vieja Chawcer. Subió corriendo las escaleras de dos en dos del primer tramo y medio. Después tuvo que descansar porque le faltaba el aliento, tuvo que sentarse en uno de los peldaños. Subió el trozo que le faltaba tambaleándose y al entrar en su piso oyó que sonaba el teléfono. Se quedó inmóvil preguntándose si responder o no a la llamada. La gente de la carcoma no iba a llamarlo a él y el médico tampoco. Quizá fuera mejor dejarlo. Se hizo un par de sándwiches de cualquier manera, colocando el queso en lonchas ya cortadas entre rebanadas de pan ya cortado, encontró una bolsa de patatas, una barrita de muesli y regresó abajo a su posición junto a la ventana.
Las dos mujeres llegaron al mismo tiempo. Mix vio que una de ellas bajaba de un vehículo que llevaba un cartel en el que ponía Médico en la parte interior del parabrisas y la otra se apeaba de una furgoneta pintada como si fuera de madera veteada y con la palabra Woodrid estampada en letras doradas en los laterales. Por algún motivo que sabía que muchos calificarían de sexista, no se esperaba que ninguna de las dos visitas fuera una mujer. La médico fue la primera en llegar a la puerta, unos pasos por delante de la conductora de la furgoneta. No se tomó muchas molestias con Mix y se dirigió a él con brusquedad: