– ¿Dónde está?
– En su dormitorio -contestó él con igual aspereza.
– ¿Y eso dónde es?
– En el primer piso. La primera puerta de la izquierda.
La médico pasó junto a él y la mujer de la carcoma ya tenía un pie en el umbral.
– Al final no vamos a necesitar de sus servicios -dijo Mix.
– ¿Cómo dice? -Era una chica bastante guapa, pulcramente ataviada con un uniforme marrón con una doble uve en el bolsillo superior de la chaqueta.
– Que ya no se la necesita. Está enferma. La señorita Chawcer, quiero decir. Está enferma en la cama. No puede hablar con usted.
La mujer retrocedió, pero no dio muestras de querer marcharse.
– Aun así podría echar un vistazo. Es lo único que tengo que hacer para empezar, echar un vistazo a la plaga.
– No hay ninguna plaga -replicó Mix casi a voz en cuello-. Ya se lo he dicho, ella no la necesita. Al menos hoy. Está enferma. Vuelva la semana próxima si quiere.
La mujer estaba diciendo que no volvería, y menos si le iban a hablar de ese modo, y Mix le cerró la puerta en las narices. Después ya no volvió a mirar por la ventana hasta que oyó que arrancaba la furgoneta, y cuando lo hizo, fue para ver a la abuela Winthrop que avanzaba tambaleándose por el sendero acarreando unas bolsas de la compra llenas.
Ya abriría ella sola, él no iba a hacerlo. Y si algo de eso que llevaba era para la comida de la vieja Chawcer, también se podía ocupar ella de eso. Mix no supo cómo adivinó Queenie Winthrop que estaba en el salón, pero se asomó a la puerta. Pareció desagradablemente sorprendida.
– ¿Qué está haciendo aquí?
– Le he abierto la puerta a la doctora.
– ¡Ah, sí! He visto su coche. ¿No es una mujer muy dulce?
Mix no respondió. De repente había caído en la cuenta de que no había llamado a la oficina central.
– Ahora me voy a mi piso -dijo-. Ya le he dado de comer al gato.
¿La vieja iba a entrar en el dormitorio de la vieja Chawcer estando allí la doctora? Aunque lo hiciera y aunque la mujer de la carcoma ya hubiese venido y se hubiese marchado, era demasiado arriesgado intentar bajar el cuerpo por todos esos tramos de escalera. Su única posibilidad era hacerlo de noche. Le hubiese gustado salir al jardín y echar un vistazo, buscar el mejor lugar para enterrarla, ver si había un cobertizo o alguna otra edificación anexa donde dejar el cuerpo mientras cavaba. A causa de los tejados y salientes que sobresalían, desde su piso sólo se podía ver el extremo del jardín.
Telefonearía a la oficina central mientras estaban todas en ese dormitorio y una cosa menos. Después podría intentar salir fuera. La recepcionista que respondió no aguardó a que Mix le dijera con quién quería que le pusiera.
– Jack quiere hablar contigo ahora mismo. -Jack era el señor Fleisch, el jefe de departamento-. De hecho, ya quería hablar contigo a primera hora de la mañana. Te lo paso.
Mix apenas tuvo ocasión de mediar palabra.
– ¿Estás enfermo? Debe de ser muy grave para que pases por alto cuatro visitas a domicilio, siete llamadas telefónicas urgentes y tres mensajes de texto. La mitad del oeste de Londres anda a tu caza. ¿Es algo físico o mental? Yo diría que mental, ¿tú no? Por eso no ha servido de una mierda mandarte al médico. Lo tienes jodido, muchacho.
– ¿Qué puedo decir? Tal vez sí sea mental. Quizá sea una depresión. Tendré que superarlo. Sé que lo haré.
– Muy bien. Perfecto. Mientras tanto, mientras tú lo superas, el señor Pearson quiere verte mañana por la mañana a primera hora.
– Allí estaré -dijo Mix.
– Más te vale.
La cosa debía de ser grave para que lo hubiera convocado el presidente ejecutivo. Sería para despedirlo o, en el mejor de los casos, para darle una última oportunidad. ¡A la mierda! Ahora no podía preocuparse de eso. Aunque extrajera el cadáver de debajo del suelo y lo sacara al jardín después de anochecer, no conseguiría cavar una tumba profunda y meter a la chica dentro en una noche. Y de todas formas, por la mañana no estaría en condiciones de hacer nada. Estaba una vez más en la habitación donde se hallaban los restos de la chica y, pese a que el hedor cada vez más intenso le provocaba náuseas, contemplaba la posibilidad de levantar la tabla en aquel momento cuando le llegó la fuerte voz aflautada de Queenie Winthrop que le gritaba desde el primer piso.
– ¡Señor Cellini! ¡Señor Cellini! ¿Está usted ahí? ¿Me oye? ¿Puede bajar un minuto?
Tendría que hacerlo, si no, subiría ella. El olor ya se percibía desde lo alto de las escaleras.
– ¡Sí, ya bajo!
Cerró la puerta, descendió por el tramo embaldosado y luego por el siguiente. La vieja Winthrop estaba colorada y parecía nerviosa.
– Gwendolen tiene neumonía. No puedo decir que me sorprenda. Ahora mismo la doctora Smithers está abajo llamando a una ambulancia para que se la lleven al hospital.
A Mix le pareció notar que el corazón le daba un vuelco en el pecho. ¡La mujer iba a marcharse! Estaría solo en la casa, tal vez durante una semana. Tenía que preguntarlo.
– ¿Para cuánto tiempo tiene?
– La doctora no lo sabe. Para unos cuantos días, eso seguro. -Le habló como si Mix tuviera catorce años-. Ahora usted será el responsable de la casa mientras ella no esté y contamos con su ayuda. No nos defraude.
17
Steph también fue, por supuesto. Siempre venía. Esos dos eran inseparables. Mix creía que eso duraría un par de años y que después, sobre todo si había un bebé, Ed empezaría a salir solo otra vez.
Ellos ya estaban en el Sun in Splendour cuando Mix llegó. Había estado a punto de olvidarse de su cita y no se acordó hasta las ocho menos cuarto, cuando estaba planeando qué excusas darle al señor Pearson y el nombre de Ed entró en sus cálculos. Si no aparecía, su amigo no volvería a hablarle nunca más, eso seguro. De todos modos, no le importaba salir, que le diera un poco el aire fresco y hablar con gente de verdad en lugar de hacerlo con esas viejas.
Bajó las escaleras corriendo y sintiéndose casi contento. La ambulancia se había llevado a la vieja Chawcer a las tres y media y Queenie Winthrop se había marchado en ella. Ahora ya no era necesario intentar salir al jardín sin que lo descubrieran. No era necesario trasladar el cuerpo de inmediato. Mix se había tumbado en el sofá con los pies en alto, con un libro de Reggie que tenía desde hacía mucho tiempo y que al menos había leído ya dos veces, Muerte en una tumbona, y estaba llegando a la parte que en aquellos momentos más le interesaba, cómo había tenido lugar la putrefacción en los cuerpos de esas mujeres, Ruth Fuerst, Muriel Eady, Hectorina MacLennan, Kathleen Maloney, Rita Nelson y la propia esposa del asesino, Ethel.
No era el mejor libro que había leído sobre Reggie. El primer premio tenía que ser para El asesino extraordinario, pero terminaría de leer aquel capítulo. Resultaba curioso que, si seis meses antes alguien le hubiera dicho que un libro le iba a resultar más fascinante que la televisión o que un juego en Internet, se hubiese reído de ellos. Cuando entró en el pub seguía pensando en Reggie y en la manera en que ocultó esos cadáveres, enterrando sólo dos de ellos en el suelo, quemando parcialmente un par…
Ed se rió al verle y le dijo: