«En otras palabras, lo que está diciendo es que he defraudado a la empresa -pensó Mix-. Bueno, déjalo. De todos modos no volverá a ocurrir.»
– No volverá a repetirse, señor Pearson.
Abajo, en la sala de los técnicos donde Mix podía utilizar una mesa, telefoneó al gimnasio de Shoshana. Contestó ella misma, pues la empleada temporal se había marchado y todavía no había encontrado sustituta para Danila.
– La semana que viene iré a echar un vistazo a esas máquinas.
– Supongo que eso quiere decir el próximo viernes por la tarde -dijo Shoshana con maldad.
– No tendrá que esperar tanto. -Mix trató de sonar jovial.
– Espero que así sea. -Cuando colgó el auricular, Shoshana marcó el código que le permitiría saber el número desde el cual la había llamado. Se esperaba un resultado negativo, ya que suponía que la llamaba desde el móvil o desde el teléfono de su casa, pero en cambio obtuvo el prefijo de Londres y siete dígitos que no le resultaban familiares. Los anotó con esmero.
A continuación Mix llamó a Colette Gilbert-Bamber y recibió un torrente de insultos. Después de todo lo que había hecho por él, según dijo ella, la trataba como a una prostituta a la que podía conseguir y dejar cuando se le antojara… Había averiguado cuál era el nombre del presidente ejecutivo de su empresa y había considerado contarle al señor Pearson lo que había estado a punto de contarle a su marido, que Mix había intentado violarla.
– ¿Y bien? ¿Qué te parece eso?
– Nunca he oído semejante sarta de estupideces. -Estuvo por decirle que a ella nunca la violarían porque la violación sólo tenía lugar cuando la víctima se resistía, pero se lo pensó dos veces y colgó sin decir nada. Después entró en el almacén donde guardaban un número limitado de máquinas nuevas para entregar de inmediato y encontró lo que andaba buscando, una bolsa muy grande de un plástico grueso, pero de un azul claro transparente, de las que se utilizaban para proteger las bicicletas estáticas y las cintas de correr.
Guardó bien la bolsa en el maletero del coche y condujo para ir a visitar a un cliente tras otro, soportando sus reproches y prometiendo rapidez en las visitas de seguimiento. A las dos, con un sándwich del Pret-a-Manger y una lata de Coca-Cola (de la baja en calorías porque estaba a dieta), se dio el gusto de pasar un rato frente a la casa de Nerissa.
Era su primera visita desde hacía días, pero, aunque estuvo allí más de una hora, ella no apareció. En cuanto se hubiera ocupado de ese cadáver tendría que idear una nueva estrategia, un verdadero plan de campaña porque de momento, tal como se recordó a sí mismo, sólo había hablado con ella en una ocasión. Poco después de las tres y media realizó una última visita, esta vez en una gran vivienda que daba a Holland Park y hacia las cinco menos diez ya estaba en Saint Blaise House llevando la bolsa de plástico.
Y Queenie Winthrop también estaba allí, aunque Mix no lo supo hasta que, después de subir las escaleras hasta su piso, volvió a bajar para comprobar que pudiera sacar el cuerpo al jardín por la cocina y las dos habitaciones diminutas que había más allá. La mujer estaba en la cocina, con un delantal encima de su vestido rojo floreado, ordenando las cosas y limpiando las superficies.
– ¿Se acordó de darle de comer al gato? -preguntó ella.
– Ahora lo haré.
La abuela Winthrop repuso en el tono triunfante de quien ha conseguido un reto y espera que le feliciten por ello:
– No se moleste. Ya lo he hecho yo -dijo, y añadió-: Aunque no parecía muy hambriento que digamos.
Mix no dijo nada. ¿Cuánto rato iba a pasarse ahí? Ella le contestó aun cuando él no se lo había preguntado.
– Tengo trabajo para un par de horas más. He ordenado el cuarto de las botas y el lavadero y acabo de empezar con la cocina. ¡Menudo trastero está hecho este lugar!
La palabra que utilizó para una de esas pequeñas habitaciones traseras hizo que Mix diera un respingo.
– ¿Lavadero? ¿Hay un lavadero?
– Ahí fuera. Mire.
La siguió hacia un cuarto que era más bien un cobertizo con paredes de ladrillo sin revoque. Una cosa abultada, como una especie de horno antiguo, ocupaba uno de los rincones.
– ¿Qué es eso?
– Es un caldero. Me imagino que nunca había visto nada parecido, ¿verdad? Mi madre tenía uno y hacía la colada en él. Era horrible. Las mujeres utilizaban un palo para remover la ropa y una tabla de lavar. Era terriblemente perjudicial para sus órganos internos.
Mix retuvo aquello lo mejor que pudo. Las palabras «caldero» y «tabla de lavar» no le decían nada, pero «lavadero» sí. Era precisamente en el que había en el número 10 de Rillington Place donde Christie había dejado todos los cadáveres hasta el momento de enterrarlos. Mix haría lo mismo en cuanto esa condenada mujer se marchara. Debería haber tenido la sensatez de pedirle que le devolviera la llave. El día anterior, cuando le estaba diciendo que diera de comer al gato, él tendría que haberle pedido la llave. Pero ¿y si le decía que no?
– Sería mejor que la llave de la señorita Chawcer la tuviera yo.
– Pero ¿por qué? -dijo ella en tanto que volvía a meterse en la cocina y rociaba enérgicamente todo el fregadero con un limpiador perfumado de color azul-. Le dije a Gwendolen que la guardaría yo. Podría necesitarla para entrar y salir. Si no le importa, me la voy a quedar. Puede que Olive y yo decidamos hacer limpieza general de toda la casa para darle una sorpresa cuando regrese. Me temo que la pobre Gwendolen no es muy buena ama de casa.
No había más que decir. Mix regresó a su vivienda preguntándose si la mujer habría estado en el piso de arriba. De haber subido, ¿no le habría llegado el hedor y le hubiese comentado algo? De nada le sirvió sentarse a intentar ver la televisión, ni siquiera leer el libro sobre Christie. Tenía que hacer algo, dar los pasos preliminares. Con mucho cuidado, cargado con la bolsa de plástico y la caja de herramientas, salió al rellano y escuchó. Abajo no se oía nada. Abrió la puerta del dormitorio de al lado. Había cogido una bufanda y se la ató en torno a la cabeza de manera que le tapara la nariz. Seguía percibiendo el olor, si bien con menos intensidad. La cosa empeoró sobremanera cuando levantó las tablas, pero se dijo que tenía que continuar, seguir adelante, no pensar en ello y respirar por la boca.
El cuerpo estaba igual que cuando lo había metido allí, pequeño, ligero, envuelto en su mortaja de sábanas rojas. Para poder levantarlo le fue preciso acercar mucho la cabeza y la cara y tuvo arcadas dos veces. No obstante, logró sacarlo y dejarlo en el suelo. Si bien su apariencia no había cambiado, parecía haber ganado peso. Allí donde se había quedado, encima de las vigas llenas de polvo, estaba el tanga, de color negro y escarlata, una prenda frívola de elástico y encaje. ¿Cómo se le había pasado por alto su ausencia cuando tiró el resto de su ropa? Lo recogió y se lo metió en el bolsillo. Lo más fácil fue introducir el cuerpo de la chica en la bolsa. Una vez lo tuvo dentro Mix se sintió mejor, y cuando hubo cerrado la abertura de la bolsa enrollando en ella un pedazo de alambre, lo embargó un gran alivio. ¿Y si esa vieja estaba esperando en la puerta o subía por las escaleras embaldosadas? La mujer no estaba y Mix consiguió arrastrar la bolsa con el cadáver hasta su propio piso. Una vez lo hubo entrado, tuvo que regresar para volver a poner las tablas del suelo en su sitio y comprobar el olor. Si es que aún persistía.
Por supuesto que sí. Mucho menos intenso, pero muy desagradable. Tal vez no se notara tanto cuando hubiese vuelto a colocar las tablas. Resultaba difícil saber si sería así o no, pero con el tiempo seguro que desaparecería. Tendría que haber comprado otra botella de ginebra de camino a casa. Le quedaba muy poca. Quizá fuera mejor así. Se la bebió mientras esperaba a que Queenie Winthrop se marchara.