Hasta aquella misma mañana había creído que su esperanza de tomar represalias estaba en el número de teléfono que había anotado cuando él la llamó y que descubrió que no era el de su móvil. Shoshana albergaba la firme sospecha de que el hombre trabajaba para una empresa que tenía como norma prohibir que sus operarios asumieran trabajos externos. Con una llamada al presidente ejecutivo, director ejecutivo o como uno quisiera llamarle, bien podría hacerle perder el empleo. Ésta era la venganza que se estaba reservando a menos que el comportamiento de Cellini cambiara de manera radical. Sin embargo, ¿no sería más apropiado castigarlo diciéndole a la policía que él era el escurridizo novio de Danila?
Shoshana no quería que la policía acudiera al gimnasio. Había cosas que prefería que no vieran, como por ejemplo que la seguridad distaba mucho de ser la adecuada, que no había salida de incendios en ninguno de los pisos superiores y que no se habían instalado medidas de seguridad. No obstante, podía ir ella a verlos. Quizá no corriera mucha prisa. Otra de sus normas era no hacer nada por impulso. Considerar las cosas con detenimiento. Empezó a sacar los trozos de cuarzo, lapislázuli y jade de la bolsa de terciopelo y examinó las cartas para comprobar que estuvieran adecuadamente colocadas.
La clienta, que era nueva, muy joven y que quedó claramente intimidada por la habitación, por su ambiente y por la propia Madam Shoshana, dio unos golpecitos en la puerta y entró con bastante temor. Se acercó lentamente a la silla que la estaba esperando y alzó la mirada al rostro de la adivina, cubierto a medias por un velo.
– Coloca las manos sobre el mandala que hay dentro de las piedras, respira profundamente y empezaré -dijo Shoshana con esa voz mística y ocultista que reservaba para predecir el futuro.
Medio litro de leche, doscientos gramos de mantequilla, queso, pan en rebanadas, una chuleta de cordero y una pechuga de pollo, guisantes congelados, un cartón de sopa y muchas cosas más. Mix lo guardó en el frigorífico, que entonces contenía cosas sanas y apetitosas. Había hecho la compra de la vieja Chawcer de manera mecánica, adquiriendo lo que había apuntado en la lista, aunque sin apenas ser consciente de lo que compraba y había perdido la nota del supermercado, por lo que no tenía ni idea de cómo echaría cuentas con la vieja Fordyce. Un par de ginebras en el KPH le habían dado valor y una fotografía de Nerissa luciendo un modelo de Alexander McQueen en el Evening Standard lo había animado. El día de su boda con él vestiría algo parecido y llevaría un enorme ramo de orquídeas blancas.
Aquella tarde la abuela Fordyce no volvería y la abuela Winthrop no aparecería hasta el día siguiente, por lo que debía empezar enseguida. Se obligó a subir al piso de arriba, contento de que la brillante luz del sol penetrara por la ventana Isabella. Como soplaba una leve brisa, los colores bailaban como luces estroboscópicas. Allí no había nada. Todo estaba tranquilo y silencioso… y deshabitado. Suspiró y entró en su piso. Mix no tenía un calzado adecuado para cavar mucho, pero se puso las zapatillas de deporte que tenían la suela gruesa y unos vaqueros viejos. En el piso aún se percibía cierto olor, que era más fuerte en la habitación donde había estado la chica bajo las tablas del suelo. Ya desaparecería con el tiempo. Cerró con llave los dos cerrojos de la puerta principal por si acaso la abuela Winthrop decidía pasar por allí y salió al jardín.
El tiempo seguía siendo como el que la gente califica de espléndido. Él hubiese preferido que hiciera un día frío y gris, pues el sol y el calor hacían que los vecinos salieran al jardín. Las personas que cuidaban los suyos a la perfección estaban disfrutando de una bebida sentados a una mesa metálica de color blanco bajo un parasol a rayas. Desde sus asientos, algunos de ellos podían ver fácilmente lo que Mix estaba haciendo. Cogió la pala y la horca del cobertizo y encontró un lugar donde el suelo que se divisaba entre los robustos hierbajos parecía más blando que el de otras zonas, arcilloso y duro como una piedra. Cavar era un trabajo que no requería habilidades especiales, de modo que cualquiera podía hacerlo y lo más probable era que le resultara pan comido. Sin embargo, nada más empezar la pala se negó a hundirse en el suelo. Realizando un esfuerzo extremo pudo penetrar unos cinco centímetros en la capa de tierra superior. Después de eso bien podía ser roca lo que se encontró, de tan dura y aparentemente impenetrable que era. Puede que el pico fuera la solución, aunque utilizarlo le daba el mismo reparo que le daría manejar una guadaña. Lo fue a buscar al cobertizo y se fijó, con más recelo aún, en que la herramienta estaba corroída por el óxido. En el mango se veía una zona podrida.
Mix trató de balancear el pico tal como había visto hacer a los obreros en las calles, pero después de tres intentos fallidos tuvo miedo de herirse. Le sorprendió que para utilizar una herramienta como aquélla uno tuviera que estar más en forma de lo que él estaba. Tal vez se hubiera equivocado con respecto a las características del suelo en aquel punto. Se alejó del muro para acercarse más a la casa llevándose el pico y la horca consigo y con los hombros ya entumecidos. Desde allí, por encima del muro del fondo, alcanzaba a ver el jardín del otro lado, donde, en lugar de las gallinas de Guinea, dos gansos canadienses paseaban ufanos por entre la maleza. Un hombre con turbante y una mujer con sari estaban sentados en unas tumbonas leyendo; él, el periódico de la tarde, y ella, una revista. Aunque Mix los veía, no sabía si ellos podían verle a él. Quizá no tuviera importancia. Esas tumbonas eran las primeras que veía aparte de aquella en la que se había sentado su abuela cuando él era pequeño. Sin embargo, en lugar de hacerle pensar en ella y en sus rarezas, le recordaron a Reggie, quien había amueblado la cocina con unas tumbonas como aquéllas después de vender el mobiliario.
Empezó a cavar una vez más, pero esta vez utilizó la horca. Le fue mejor. Las puntas eran lo bastante afiladas para atravesar la capa superior y de forma paulatina Mix desarrolló una técnica para clavar la horca de manera perpendicular en lugar de ladeada que resultó más efectiva. Aprendió incluso a hundir más la herramienta para acometer el nivel de suelo más duro. Tuvo que hacerlo. Aunque perdió las esperanzas de llegar a casi los dos metros, la profundidad que según había oído debía tener una tumba, sabía que, como mínimo, tenía que conseguir cavar un poco más de un metro.
Al cabo de aproximadamente una hora descansó. Tenía la pechera de la camiseta empapada de sudor. Necesitaba beber algo, aunque fuera té, pero tenía miedo de que si entraba, tal vez no pudiera volver a salir. La idea un tanto optimista de que quizá con perseverancia los músculos se acostumbrarían al esfuerzo y dejarían de dolerle no había quedado justificada. En cuanto se enderezó, un dolor ardiente le recorrió la espalda y el muslo derecho. Los hombros se le tensaron y agarrotaron en torno al cuello. Mientras intentaba destensarlos girando la cabeza de izquierda a derecha y viceversa, vio que Otto lo estaba observando desde su acostumbrado asiento en el muro de enfrente. El gato se hallaba tan inmóvil que parecía una escultura de un museo, con sus ojos redondos y verdes fijos en Mix y la habitual expresión de desprecio malévolo en su cara. La pareja asiática había entrado en casa, dejando fuera las tumbonas.
Mix comenzó a cavar más hondo con la horca, pero había empezado a comprender que tendría que utilizar la pala por difícil que pudiera resultarle. Al ir a recogerla vio algo en lo que no se había fijado antes, un montón de plumas moteadas de color gris y negro. Sin duda fue su imaginación la que le hizo ver una satisfacción petulante en el rostro del gato cuando volvió a mirarlo. De todos modos, recordó lo que ocurrió la otra vez que atribuyó algo a su imaginación.