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Era un trabajo pesado utilizar la pala. Con cada palada que daba era como si unas agujas afiladas se le clavaran en la parte baja de la espalda. «Tienes que hacerlo, tienes que hacerlo, no tienes alternativa», mascullaba para sí mientras seguía dando paladas. Vio que se le estaban formando ampollas en las palmas de las manos. Aun así, tenía que continuar al menos media hora más.

El sol seguía siendo abrasador, aunque ya casi eran las seis. Un fuerte cacareo que pareció haber sonado junto a su oído lo sobresaltó. Alzó la mirada, temeroso de que el sonido fuera humano, y vio al hombre del turbante que arrojaba puñados de grano a los gansos. Éstos se empujaban al tiempo que emitían sus graznidos discordantes. Para sorpresa de Mix, el hombre asiático lo saludó alegremente con la mano, por lo que él tuvo que devolverle el saludo. Siguió cavando durante diez minutos más y entonces supo que tenía que dejarlo por aquel día. Continuaría por la mañana. De todos modos, tampoco le había ido mal del todo. Debía de haber cavado unos treinta centímetros.

Guardó las herramientas y se dio una vuelta por el lavadero para echar un vistazo al caldero y su contenido. Subió las escaleras con gran esfuerzo, agarrándose a la barandilla y deteniéndose a menudo. Recordó que, una vez más, había olvidado darle de comer al gato. De todos modos, el animal parecía comer bastante bien cuando dejabas que se las arreglara solo. ¿Cómo había logrado Reggie cavar esas tumbas en el jardín a pesar de ser mayor que él? A juzgar por las fotografías que Mix había visto, el lugar parecía igual de abandonado y lleno de maleza que aquél, y el suelo igual de duro. Él había afirmado tener dolores de espalda, por supuesto; era la razón que había alegado en el juicio de Timothy Evans para afirmar que no hubiera sido capaz de mover el cadáver de Beryl Evans. Quizás el hecho de cavar las tumbas le había provocado daños permanentes.

Mix no sabía ni cómo había conseguido remontar el tramo embaldosado. El dolor que sentía disipó cualquier pensamiento sobre el fantasma. Entró tambaleándose en su piso, se sirvió una ginebra con tónica bastante fuerte y se dejó caer en el sofá. Al cabo de media hora cogió el mando a distancia y encendió el televisor, cerró los ojos y se quedó dormido de inmediato a pesar de la música rock que retumbaba en el aparato.

Lo despertó un ruido más fuerte. Estaba sonando el timbre de la puerta principal y alguien estaba haciendo ruido con el buzón y aporreando la puerta con los puños. Mix se acercó lentamente a la entrada de su piso y salió al rellano en lo alto del tramo embaldosado. Lo primero que pensó fue que era la policía. El hombre asiático les habría dicho que alguien estaba cavando una tumba en el jardín de la señorita Chawcer y habían acudido a comprobarlo. Últimamente tenían que alcanzar unos objetivos establecidos y no desaprovecharían la posibilidad de descubrir un crimen. Desde su piso Mix no veía el jardín ni la calle. Bajó un tramo de escaleras, luego otro, entró en el dormitorio de la vieja Chawcer y miró por la ventana.

Ya estaba oscureciendo. A la luz de las farolas vio que allí no había ningún vehículo policial ni el precinto que tanto había temido antes. El ruido cesó de pronto. Por el sendero apareció un haz de luz seguido de Queenie Winthrop, que llevaba una linterna en la mano. Mix se agachó cuando la mujer se dio media vuelta y miró hacia las ventanas. Supuso que había venido a controlarlo, a asegurarse de que había hecho la compra. Pues bien, tendría que quedarse sin saberlo. Él no iba a abrir esa puerta principal por nada ni por nadie hasta que hubiera terminado de enterrar el cadáver. Inició de nuevo el cansado ascenso.

La noche anterior había visto al fantasma allí arriba, en aquel dormitorio, lo había visto de verdad. Ya no cabía ninguna posibilidad de que sólo existiera en su imaginación. Steph y Shoshana tenían razón. No se trataba simplemente de que estuviera muy mal de los nervios, de que el estrés del trabajo lo estuviera afectando, todas las presiones por parte de Ed, su preocupación y anhelo por Nerissa, los recuerdos de su niñez. Había visto al fantasma de verdad.

19

El dolor de espalda no dejaba dormir a Mix. De no haber tenido tanto miedo del fantasma de Christie, hubiera bajado al cuarto de baño de la vieja Chawcer para ver si tenía somníferos. Seguro que sí, esas ancianas solían tenerlos. No obstante, la mera idea de abrir la puerta de su piso y ver ese rostro de rasgos marcados y expresión perdida, esos ojos mirándole fijamente desde detrás de las gafas, actuó como una espantosa fuerza disuasoria. En lugar de somníferos, se tomó unos analgésicos, esos de quinientos miligramos que, según le dijo el farmacéutico, eran los más fuertes que podías comprar sin receta. No resultaron lo bastante fuertes y el dolor ardiente y punzante continuó. La última vez que había sentido un dolor semejante fue cuando Javy le había pegado una paliza después de acusarlo de lo que le había intentado hacer a Shannon.

A las cinco de la mañana, tras tomar una taza de café con una tostada, se obligó a empezar de nuevo. Comenzaba a clarear, el amanecer teñía el cielo de rojo y gris y la hierba estaba cubierta de escarcha, pero no tanto como para endurecer aún más el suelo. Había descubierto que no había nada como saber que tenías que hacer algo, no tenías más remedio que obligarte a seguir con ello y hacerlo. Seguro que no podían traer a la vieja Chawcer de vuelta a casa antes de mediodía, ¿no? En cualquier caso, aunque lo hicieran no podrían entrar. Mix ya sabía que físicamente era incapaz de cavar ni siquiera hasta alcanzar una profundidad de un metro ochenta, lo cual eran unos centímetros más de lo que medía él. Era imposible. Bastaría con poco más de un metro, tendría que bastar con eso.

Los gansos habían estado encerrados durante la noche, pero entonces, cuando el hindú con el turbante y la bata de pelo de camello les abrió la puerta, salieron graznando. Mix había visto o leído en alguna parte que los gansos eran muy buenos guardianes. Él no quería que lo vigilaran. A Otto no se le veía por ninguna parte. Siguió cavando, aceptando el dolor, consciente de que debía hacerlo, pero, de vez en cuando, seguía preguntándose si no se estaba provocando daños irreparables en la espalda, si no estaría haciendo de sí mismo un inválido de por vida. Se preguntó de nuevo cómo lo había hecho Reggie y cómo, llegado a ese punto, había logrado permanecer tan calmado, firme y tranquilo cuando se veía sorprendido por la llegada de alguna persona, por las preguntas, por su propia esposa. «Tal vez él estaba loco y yo no lo estoy -pensó Mix-. O quizá yo estoy loco y él estaba cuerdo y era un hombre fuerte y valiente.» Cuando casi eran las diez, sacó la última palada de tierra y se sentó en el suelo frío y húmedo para descansar.

– Quiero irme a casa -dijo Gwendolen-. Ahora mismo.

– Supongo que podría llamarte a un taxi.

La enfermera de sala le había dicho a Queenie Winthrop que una ambulancia llevaría a Gwendolen a su casa a las cuatro de aquella tarde. «Como muy pronto.»

– El precio de los taxis es escandaloso -repuso Gwendolen-. Los fines de semana son más caros.

– Ya lo pagaré yo.

Gwendolen replicó con esa risita forzada tan propia de ella, pero que nadie había oído durante los últimos días.

– Nunca he aceptado caridad de nadie y no voy a empezar a hacerlo ahora. Seguro que conoces a alguien que tenga coche.

– Antes Olive conducía, pero ha dejado que le caduque el carnet.

– Sí, eso resulta muy útil. ¿Y qué me dices de su sobrina, la señora con el nombre africano?

– Ah… es que no puedo pedírselo, Gwendolen.

– ¿Y por qué diantre no puedes? Lo único que puede pasar es que te diga que no, pero sería muy grosero por su parte si lo hiciera.