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Llorar era una liberación, más saludable que intentar calmarse, y era demasiado joven para temer que eso dejara marcas duraderas en su rostro. Telefoneó al salón de belleza que frecuentaba y reservó hora para la peluquería, para un masaje facial y una manicura. Cuando iba a salir de casa, pensó en él otra vez y miró por una de las ventanas delanteras para ver si el coche azul estaba aparcado más abajo. Se sabía el número de matrícula de memoria, no había tenido que apuntarlo, pero no había ni rastro de él. De todos modos, fue hasta su coche con nerviosismo y siguió intranquila y alerta hasta que estuvo en el salón y empezaron a lavarle el pelo. Mientras el agua caliente le mojaba la cabeza, no dejó de dar vueltas y más vueltas al asunto y de especular sobre aquel hombre. ¿Qué era lo que quería de ella? ¿No pretendería que saliera con él?

Se dijo que no debía ser elitista, casi segura de haber utilizado bien esa palabra tan difícil. Quizá no debía ser esnob. Bien sabía Dios que no tenía derecho a mostrar esnobismo con nadie, pues su familia no era para tanto, aun cuando la abuela afirmara ser hija de un jefe. Probablemente ese hombre (cayó en la cuenta de que no sabía cómo se llamaba) fuera más culto que ella y tuviera un trabajo de verdad. No le había hecho ningún daño, ¿por qué le tenía tanto miedo entonces? Una vez un hombre le dijo que poseía verdaderos poderes de intuición femenina, y tal vez fuera cierto porque intuía algo alarmante en él, algo casi malvado, algo que se había hecho particularmente obvio cuando le acercó el rostro. Su mirada parecía muerta y su expresión totalmente vacía, incluso cuando le estaba diciendo todo eso de que era hermosa. ¡Ojalá se le ocurriera una forma de quitárselo de encima y cerciorarse de que no volviera a acercársele nunca más!

Nico se acercó a ella con el secador y el cepillo. Nerissa se volvió hacia él y le dedicó su maravillosa sonrisa que derretía los corazones.

Mix se encontraba sentado en su piso, leyendo El asesino extraordinario. Se topó enseguida con una ilustración, una fotografía que ocupaba toda una página y que le recordó al fantasma. Dejó el libro. Antes de empezar a leer había oído que Nerissa se marchaba (¡qué simpática se había mostrado, qué dulce y tierna!) junto con la abuela Winthrop y esa bruja que tenía de madre. ¿Cómo podía ser que una mujer como aquélla tuviera una hija tan maravillosa? Era inimaginable. ¡La manera en que había hablado de él cuando se fue arriba! Cuando Nerissa y él salieran juntos… o, mejor aún, cuando estuviesen casados, se vengaría. Haría que su esposa le prohibiera la entrada en su casa. Y su matrimonio tendría lugar. Ahora estaba seguro de ello. Se había acercado a su rostro casi tanto como para besarla y ella no se había apartado. Le gustaba que le dijeran que era hermosa, por supuesto que sí. Al día siguiente iría a pie hasta su casa y la esperaría fuera. Si supiera cantar, le daría una serenata.

Mix reconoció lo mucho que había mejorado su autoestima desde que se había deshecho tan exitosamente del cadáver de esa chica. Era como si después de haber hecho eso, con las dificultades que ello entrañaba, fuera capaz de hacer cualquier cosa. Claro que él no había cometido un asesinato deliberado, no era un asesinato, ni siquiera un homicidio sin premeditación, sino un cuasidelito de homicidio. Lo llamaban así cuando se daban cuenta de que no pudiste evitarlo. Pero si tenía que hacerlo, volvería a matar. Tampoco era para tanto. Mix sabía que aquella noche iba a dormir de un tirón. Se habían terminado sus preocupaciones, y entonces, al considerarlo en retrospectiva, se preguntó por qué lo habían abrumado tanto. Él las había superado, él las había resuelto y se habían desvanecido como el humo.

Estaba mejor de la espalda. Le había ayudado muchísimo tomarse dos ibuprofenos más y poner los pies en alto. En cuanto al fantasma, nunca entraba en su piso. Si procuraba no mirar por los pasillos ni entrar en esa habitación, lo más probable era que no volviera a verlo. Tenía que mudarse, eso por supuesto. Era una lástima después de todo el dinero que se había gastado en el piso, sencillamente le estaría regalando una buena suma a la vieja Chawcer, pero era inevitable. Puede que no lo encontrara tan provechoso cuando el próximo inquilino viera cosas que no esperaba ver ahí arriba.

Los zahorís, que bajaban en fila por una calle lateral de Kilburn hacia unas antiguas caballerizas reformadas bajo las cuales les habían dicho que aún fluía un arroyo arcaico, iban charlando de manera agradable unos con otros sobre temas tan habituales como la astrología, la cartomancia, el exorcismo, la numerología, el Tarot, la erulofilia, el hipnotismo, el culto a Astarté y los leprechauns. Era demasiado pronto para sacar sus varas de zahorí. Por regla general, Shoshana se procuraba una compañera femenina para estos paseos, una bruja o una adivina, pero aquel día caminaba sola pensando en el dilema de Mix Cellini. Después de pasarse unos diez minutos así, decidió que necesitaba consejo y aflojó el paso hasta que la bruja del final de la fila la alcanzó.

Era una vieja amiga, por lo que Shoshana, aunque no dio ningún nombre, no vaciló en plantearle el problema.

– ¿Qué crees que debería hacer, Hécate?

En realidad, la bruja no se llamaba Hécate. El nombre con el que sus padres católicos la habían bautizado era Helena. Pero Hécate tenía un sonido más mágico y siniestro y siempre impresionaba a sus clientes más cultos que comprendían sus orígenes.

– Podría prepararte un hechizo -dijo-, con descuento, claro. He conseguido uno nuevo que provoca psoriasis en el sujeto.

– Suena muy bien, pero como ya tengo estas dos pistas más o menos preparadas no me gustaría desaprovecharlas. Quiero decir que no me gustaría desaprovechar ambas.

– Entiendo a qué te refieres -repuso Hécate-. Mira, dentro de un minuto estaremos encima de la corriente subterránea. ¿Por qué no me lo dejas a mí y te doy mi respuesta el lunes?

– Bueno, pero no tardes más de lo que sea imprescindible. No quiero que se borre el rastro.

– El lunes por la mañana sin falta te mandaré un correo electrónico -le aseguró Hécate.

El piso era más amplio de lo que Nerissa se esperaba y estaba muy ordenado. En ocasiones su casa también podía parecerse a uno de esos interiores que aparecían en las revistas que leía en la consulta del dentista, pero sólo después de que Lynette se hubiera pasado tres o cuatro horas allí y luego no duraba así mucho tiempo. A través de la puerta abierta del comedor vio una mesa puesta con mucho esmero, con ocho cubiertos, pero también con flores y velas. Ninguno de sus novios había recibido nunca a nadie en su casa de esta manera. Todos ellos habían sido personas acomodadas, algunos muy ricos, pero cuando Nerissa los había acompañado a sus casas o pisos, éstos habían estado igual de desordenados que el suyo y, aunque abundaban la bebida, los cigarrillos y otras sustancias para alterar la consciencia, nunca había visto una mesa puesta o ni siquiera comida en una bandeja. Sin embargo, recordó con tristeza que Darel no era su novio y que no era probable que lo fuera.

Era un anfitrión muy cortés. Nerissa estaba acostumbrada a que los hombres la señalaran y se mostraran particularmente simpáticos con ella, lo cual siempre la había maravillado porque sabía que si hubiese sido fea y desconocida la mayoría de ellos no le habrían hecho ni caso. Y el hecho de que Darel tratara a Nerissa, a la madre de ésta, a la suya propia y a la esposa de Andrew exactamente de la misma manera, con atención y buenos modales, lejos de irritarla le hizo sentir que así era como deberían ser las cosas entre la gente en general. No obstante, sí se fijó en que, cuando Darel estaba en el otro extremo de la habitación, sirviendo las bebidas o echando un vistazo a la cena que por lo visto estaba cocinando él mismo, cruzaba la mirada con ella a menudo y siempre le sonreía. Además, al llegar, aunque él no le había hecho ningún cumplido, Nerissa fue consciente de que la mirada que le dirigió mientras le tomaba el abrigo era, inequívocamente, de admiración por su aspecto, su cabello recogido en alto y el vestido rojo y dorado de líneas elegantes que llevaba. Decidió que aquella noche se olvidaría de su estricta disciplina con respecto a la dieta y comería todo lo que le ofrecieran. Le haría justicia a las dotes culinarias de Darel.