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Sonaba música de fondo, pero muy baja. Era música clásica, de la que ella siempre decía que no entendía, pero aquélla le gustaba. Era suave y dulce, sin un ritmo discordante subyacente. Aparte de las reuniones en casa de sus padres, aquélla era la primera fiesta a la que Nerissa había asistido donde nadie bebía demasiado, nadie desaparecía en un dormitorio con un desconocido, donde la conversación no era aguda y malintencionada y el lenguaje no degeneraba en la obscenidad. Por lo tanto, tenía que haber sido una velada aburrida, pero no lo era. Los temas de conversación tampoco se centraron en la política nacional y el mercado inmobiliario. Su hermano y su cuñada eran abogados y hablaron de casos que se habían visto recientemente en los tribunales. Pasaron al tema del mercado de valores, sobre el que Darel habló encantado, con el mismo gusto con el que habló de política. Todo el mundo tenía opiniones diversas, aunque no malhumoradas, sobre la guerra de Iraq. El señor Jones era un director de colegio con opiniones informadas y radicales sobre la educación. Si bien Nerissa echó de menos los cotilleos, le gustó mucho que le preguntaran lo que pensaba y que no la trataran como la modelo cabeza hueca de la que sólo cabía destacar su belleza y su dinero. Una sola vez se sintió incómoda, y fue cuando Andrew mencionó un caso del que había llevado la acusación y en el que la acusada era una adivina. Todos los presentes, aunque de manera comedida y civilizada, condenaron la adivinación, junto con la astrología, diciendo que no eran más que tonterías. Darel fue particularmente mordaz. Nerissa no dijo nada, pues no quería dar la impresión de ser la única que conocía los nombres de las cartas del Tarot y a la que, de hecho, le habían predicho el futuro.

Sin embargo, le desconcertaba el motivo por el que Darel la había invitado. No se le ocurría ninguna razón, pero veía su visita como un preludio de algo más. Cuando la velada llegara a su fin, seguro que habría una continuación. Y ella intentaría parecerse más a la clase de mujer que a él le gustaba. Aprendería a ser más ordenada y más metódica, leería más para así poder comprender mejor aquello sobre lo que conversaba la gente como los Jones y hablar como lo hacían ellos. Se compraría algún cedé de música clásica y dejaría de poner hip-hop y esa canción sobre la chica más guapa de la ciudad.

Sus padres fueron los primeros en marcharse y Darel los acompañó a la puerta. Nerissa se había fijado en que, con la puerta cerrada, los que estaban en el salón no oían nada de lo que se decía en el vestíbulo. Sólo resultó audible la voz de Darel diciendo adiós y el sonido de la puerta al cerrarse.

Dejó que se marcharan también su hermano y su cuñada, consciente de que no tenía que ser la última en irse. De todos modos, ¡cuánto le hubiese gustado serlo! Estaba enamorada de Darel Jones, y lo sabía perfectamente porque nunca había estado enamorada. Él nunca la había besado, nunca había hecho nada más que estrecharle la mano, pero ella sabía que quería pasar el resto de su vida con él. Se creía condenada a pensar en él todo el tiempo que pasara despierta, sin esperanzas de que su amor fuera correspondido. Pero seguro que aún quedaba un poco de esperanza, ¿no?

Al cabo de cinco minutos de marcharse su hermano, Nerissa se levantó para irse, se despidió del señor y la señora Jones de manera educada, si bien no excesivamente obsequiosa, y salió de la habitación acompañada por Darel. Cuando éste cerró la puerta del salón tras él, un escalofrío de expectación recorrió la espalda de la joven. El anfitrión fue a por su abrigo, se lo sostuvo para que se lo pusiera y, cuando ella ya pensaba que iba a guardar un silencio absoluto hasta la despedida, dijo:

– ¿Has tenido más problemas con ese tipo que te seguía?

– Pues no -respondió ella, pero pensó que por qué iba a mentirle precisamente a él-. Bueno, sí, la verdad es que sí. Hoy mismo. No voy a entrar en detalles, es una larga historia, pero me habló. Lo cierto es que casi pegó su rostro al mío y me dijo cosas. Nada horrible, no, sólo cumplidos.

– Entiendo -guardó silencio, pensativo-. La próxima vez que te ocurra, la próxima vez que ocurra cualquier cosa, ¿me llamarás? Toma, aquí tienes mi tarjeta con mi número de móvil. ¿Lo harás?

– Pero es que estás muy lejos de mi casa.

– Tampoco tanto, y conduzco deprisa. Tú llámame. Sobre todo por la noche. No dudes en hacerlo después de anochecer.

– De acuerdo -asintió-. Adiós. Gracias por invitarme, lo he pasado estupendamente. Eres muy buen cocinero.

– Buenas noches, Nerissa.

El domingo por la noche, antes de acostarse, Shoshana comprobó el correo electrónico. Sólo le había llegado un mensaje que decía:

Shoshana: después de madurarlo, he decidido que lo más sensato es que llames al director ejecutivo de la empresa. La teratomancia me ha revelado que el nombre de ese individuo es Desmond Pearson. También te he preparado un hechizo que no voy a arriesgarme a enviarte por Internet, sino por correo convencional, aunque sea más lento. Es un hechizo muy efectivo que paraliza temporalmente la espina dorsal del sujeto y dura hasta una semana, aunque es renovable. Tuya en las sombras, Hécate.

Muy satisfactorio. Lo primero que haría al día siguiente por la mañana (es decir, a las diez, lo más tarde que este tipo de personas entraban a trabajar) sería telefonear a Desmond Pearson y contarle que Mix Cellini estaba incumpliendo las reglas al haber firmado un contrato de mantenimiento con ella, y en cuanto le llegara el hechizo, ya pensaría en las formas de administrarlo. Siempre se le ocurría algo, era un don que tenía.

20

El huésped podía estar en casa, o no. Por una vez, Gwendolen no tenía ni idea. Estaba demasiado débil para preocuparse, demasiado soñolienta para escuchar sus idas y venidas. La estupidez de aquella mañana, unos jóvenes comportándose sin control, como ella nunca se había comportado, la había dejado sin fuerzas. Estaba convencida de que, si todo el mundo se hubiese marchado en cuanto ella llegó a casa, ahora se encontraría mucho mejor en lugar de sentirse débil como un gatito. Hablando de gatos, entre las pocas cartas que había recibido, había una del señor Singh quejándose de que Otto había matado a sus dos gallinas de Guinea y se las había comido. Le escribía que, como era un hombre amante de la paz, no tenía intención de «llevar el asunto más lejos». Sólo quería que fuera consciente de los «instintos depredadores» de su «mascota salvaje». Mientras tanto, el hombre había adquirido dos gansos que podían dar mucha guerra a la «bestia ornitófaga». A Gwendolen le importaban muy poco las gallinas de Guinea y, a decir verdad, Otto tampoco le importaba demasiado, pero comparó con tristeza el dominio del idioma de aquel «nativo» magníficamente culto, su uso de palabras polisílabas y su ortografía perfecta con el inglés analfabeto de la generación actual. Ni siquiera ella estaba completamente segura de si «ornitófago» significaba «que se alimenta de aves».

El resto del correo consistía en la factura de la electricidad, el menú para llevar de un restaurante vietnamita y una invitación para asistir a la inauguración de una nueva tienda en Bond Street. No había nada de Stephen Reeves. Quizás estuviera de vacaciones. Siempre había viajado mucho y sin duda eso no habría cambiado. Gwendolen nunca olvidaría, ni siquiera después de que al fin se reencontraran, que, mientras ella había esperado y esperado a que viniera, él estaba de luna de miel. Dondequiera que estuviera ahora, probablemente regresaría aquel mismo día, o al siguiente.