El nuevo orden en la cocina, que inspeccionó después de dormir un poco, le dio rabia. ¿Qué derecho tenían esas dos a ponerse a ordenar su casa? Ahora no sería capaz de encontrar nada. Toda la comida enlatada estaba en un armario, todos los cepillos y trapos del polvo en otro. Alguien había lavado los trapos y había sacado la mugre incrustada con los años que los había transformado cómodamente de amarillos a grises, de grises a un marrón oscuro. Ahora volvían a ser más o menos amarillos. Indignada, cerró la puerta del armario de golpe. ¿Y qué había pasado con todas las cosas que guardaba en el lavadero?
La bombilla de la lámpara del techo se había fundido. En su estado actual de salud no iba a subirse a ninguna silla para cambiarla. Olive o Queenie podían hacerlo al día siguiente. Buscó la linterna que debería haber estado en el frigorífico, pues allí siempre la encontraba cuando, al abrir la puerta, se encendía la luz. La linterna no estaba allí y tuvo que buscarla hasta que al final la descubrió en el estante de un armario junto con algunos abrecartas, un destornillador y una caja con enseres para limpiar zapatos. ¡Esas Olive y Queenie y su dichosa obsesión por el orden! Levantó la tapa del caldero en la penumbra. Anteriormente había contenido un montón de ropa. Aunque eran prendas que ya no se podían llevar, hubieran resultado útiles para hacer trapos con ellas y tapar el fregadero, pues el tapón original se había deteriorado años atrás. Olive y Queenie, en su prepotencia, se habían desecho de todo. Enfocó el interior con la linterna para iluminar el fondo.
¿Qué era eso que había en el fondo? Era un objeto misterioso a ojos de Gwendolen. Al principio lo vio como una honda, el tipo de arma que, según recordaba haber aprendido en la escuela dominical, David había empleado contra Goliat, después pensó que seguramente sería una prenda de ropa. ¿Una especie de braguero? No daba precisamente la impresión de ser tan fuerte como para contener una hernia. Quizá fuera una correa para colgarse algo al cuerpo, pero, de ser así, carecía de cualquier cosa propia de un bolso. Después de varios intentos, consiguió sacarlo mediante un palo que tenía un gancho en la punta pensado originariamente para abrir un tragaluz. Se lo enseñaría a Olive o a Queenie. Esa cosa debía de pertenecer a una de las dos.
Sus exploraciones la dejaron agotada, por lo que se fue a la cama y durmió profundamente hasta la mañana.
Nerissa iba a pasar el domingo fuera, con unos amigos que tenían una propiedad frente al río en Marlow, y se fue de casa en el coche de Rodney diez minutos antes de que Mix llegara a pie. Éste había leído en una revista que la estrella de cine de los años treinta Ramón Novarro mantenía la figura caminando un kilómetro y medio por Hollywood cada día, apretando el ombligo hacia adentro, lo más cerca posible de la columna vertebral. Mientras lo emulaba en aquel paseo bastante largo, pues seguro que había un kilómetro y medio desde Saint Blaise Avenue, bajando por Ladbroke Grove y siguiendo por Holland Park Avenue hasta Campden Hill Square, Mix se dio cuenta de que sentía unas punzadas en la espalda. No se parecían en nada al dolor que había sufrido la otra noche e intentó no hacerles caso.
El coche de Nerissa estaba aparcado fuera. Bien. Temía haber salido demasiado tarde y que ella se hubiera ido. Estuvo esperando en la plaza durante más o menos media hora, caminando de un lado a otro. Llegó el lechero y depositó la botella en el umbral a pleno sol. La joven debía contar con que la brisa mantendría la temperatura baja. Cuando Mix se estaba preguntando si ya habría cogido el periódico, lo trajeron y lo depositaron en el felpudo junto a la leche.
Alguien podría robárselo, y la leche también. Ella le daría las gracias por llamar a su puerta y entregarle la botella de leche y el enorme periódico dominical. Tal vez incluso le fuera posible no tan sólo entregárselos, sino entrárselos en casa. Si hacía eso, seguro que ella le pedía que se quedara a tomar un café. Probablemente sólo iría medio vestida, en déshabillé, como solían decir. Se la imaginó con un camisoncito apenas cubierto por una bata transparente, se dirigió a la puerta con paso firme y pulsó el timbre.
No hubo respuesta. Pegó la oreja a la rejilla del portero automático. Silencio. Llamó de nuevo. Nerissa no estaba en casa. Debía de haber salido a pie, quizás a correr o a coger un tren para ir a alguna parte. Mix quedó amargamente decepcionado. ¡Tan cerca y aun así tan lejos!, se dijo mientras volvía a bajar las escaleras, pero se quedó un rato por si acaso ella regresaba de correr.
Nadie se pasaba dos horas haciendo footing. Ya volvería a probarlo mañana. Entonces, mientras caminaba de regreso a casa, recordó que sería mejor que mañana acudiera a trabajar y recordó también que el viernes no había llamado a la oficina central para avisar que estaba enfermo, no les había dicho absolutamente nada. Y tampoco había mirado si tenía mensajes en el móvil ni había comprobado el contestador. Claro que eso no era importante. Después de todos sus años de servicio, ¿quién si no él podía tomarse una tarde libre sin tener que arrastrarse ante la dirección como un aprendiz? Esperaba haber recibido mensajes de al menos uno de los tres clientes que había dejado plantados el viernes, pero resultó que le habían telefoneado los tres, uno defraudado y suplicante, otro furioso y el tercero amenazándolo con prescindir de sus servicios y buscarlos en alguna otra parte. No había nada de la oficina central. Nada de parte de Jack Fleisch. A Mix le hubiese asombrado que el señor Pearson se molestara con él y tampoco había ningún mensaje suyo. Sin duda se lo había pensado mejor antes de hacerle más reproches a un empleado tan valioso para la compañía como era Mix, con su experiencia y eficiencia.
El día era cálido. Los gansos del hombre hindú se arreglaban mutuamente el plumaje al sol, debajo de una palmera. Era el único árbol que había en el jardín. Mix fue capaz de identificarla y la reconoció de una ilustración que había en la Biblia de su abuela. No tenía ni idea de qué había pasado con aquella Biblia, pero recordaba la imagen. La palmera del hindú daba la impresión de llevar allí años y años, desde mucho antes de que él y su esposa se trasladaran a vivir a la casa. A Mix le sorprendió que sobreviviera a los inviernos cuando Notting Hill era un lugar mucho más frío que Jerusalén. Hasta aquella mañana no se había fijado en el árbol. Pero lo cierto es que no había pasado mucho tiempo observando el jardín tal y como lo estaba haciendo entonces.
Mix podía distinguir a primera vista los dos trozos de tierra recién removida, el que había cavado al principio y en el que la dureza del suelo lo había hecho desistir y el otro que había elegido para que fuera la tumba de Danila. No podía hacer nada al respecto. Tendría que esperar a que volviera a crecer la maleza y no tenía ni idea de cuánto tardaría en hacerlo. ¡Ojalá hubiese dispuesto de más tiempo para cavar más hondo! Le preocupaba un poco que el cuerpo yaciera a tan sólo un metro de profundidad o menos aún, en realidad, porque, si bien la chica era delgada, una sección de su caja torácica mediría casi un palmo. De todos modos, ¿quién iba a mirar?
La vieja Chawcer nunca salía allí fuera, o al menos nunca lo había hecho que él supiera, y ahora era menos probable que lo hiciera. Mix nunca había visto ni a la abuela Winthrop ni a la abuela Fordyce aventurarse a salir al jardín. Por lo que Mix sabía, el anciano vecino, el del jardín de invierno, nunca miraba por encima del muro. La casa del otro lado era toda de pisos, pero el apartamento del sótano, o «planta baja con jardín», llevaba vacío desde que Mix se había mudado allí y había oído decir que la humedad lo hacía inhabitable. Nadie se interesaría por dos pedazos de tierra removida. Según decía el doctor Camps en su libro Investigaciones médicas y científicas en torno al caso Christie, los cadáveres enterrados en la tierra se convertían en esqueletos al cabo de pocos meses. O ni siquiera eso. La próxima primavera, de la chica ya no quedarían más que huesos.