Mix la había dejado tal como estaba, desnuda y envuelta en la sábana roja. Le había quitado la bolsa de plástico y la había llevado a su piso, donde la había cortado minuciosamente en pedazos pequeños que depositó en una bolsa de basura. Había comprobado dos veces el caldero para asegurarse de que no se dejaba nada. El lavadero estaba oscuro y resultaba imposible ver el fondo de la tina, pero Mix vio que no había espacio para que se hubiese dejado nada olvidado…
Un escalofrío recorrió su cuerpo. El tanga. ¿Qué había pasado con el tanga? Entonces recordó claramente haberse percatado de que llevaba el bulto en el bolsillo y haberlo tirado al caldero después de haber metido dentro el cuerpo. No lo había recuperado, de eso estaba seguro. Aún debía de estar ahí dentro. Pensó que no tenía importancia, que nadie miraría allí, hacía años que esa mujer no había levantado la tapa y lo más probable era que no volviera a hacerlo nunca. Además, podía ir a cogerlo prácticamente cuando quisiera. En aquel mismo momento, por ejemplo. Estaba casi seguro de que, cuando regresara de su paseo hasta Campden Hill, la vieja Chawcer seguiría en la cama y que, cuando se levantara, se iría directa a ese sofá del salón.
Mix se metió las llaves en el bolsillo y salió al rellano. La brillante luz del sol entraba a raudales por la ventana de las escaleras, por lo que, por supuesto, el fantasma de Reggie se hallaba escondido en algún rincón oculto. Cuando empezaba a descender por los peldaños embaldosados, oyó que se abría la puerta principal y una voz que indudablemente pertenecía a la abuela Fordyce exclamó:
– ¡Hola, Gwen! ¿Sigues en el mundo de los vivos?
¡Esa vieja idiota! Ahora Mix tendría que esperar a que se marchara y podrían pasar horas antes de que lo hiciera.
Con la esperanza de no tener que subir todas esas escaleras, Olive entró directamente al salón cargada con las dos bolsas de comida que había comprado por el camino. Llevaba sus pantalones nuevos negros y una chaqueta de lino de color limón que hacía juego con su nuevo tinte de pelo. Para su alivio, Gwendolen estaba levantada, aunque seguía con la ropa de dormir, tumbada en el sofá.
– Te he traído unas cuantas cosas ricas, querida.
– Timeo Danaos et dona ferentes -dijo Gwendolen.
– No conozco a ningún Tim, Gwen -repuso Olive con una sonora carcajada-, y no entiendo ni una palabra de esa jerigonza. ¿Cómo te encuentras?
– Tan bien como se puede esperar. No tengo apetito, de modo que no hacía falta que te molestaras con las «cosas ricas», como tú las llamas.
– ¡No seas tan cascarrabias! Intento ayudar. Voy a preparar café, no tardaré.
Mientras estuvo ausente Gwendolen investigó las bolsas. Chocolate (bueno, eso sí podía comérselo), galletas, frutas de mazapán, un bizcocho repugnante con sucedáneo de nata… De todos modos, Olive no lo había hecho mal. Al menos no había un montón de cosas para hacer ensalada y manzanas verdes que no sabían a nada.
Su amiga reapareció con unos cafés con leche y un plato con galletas de jengibre.
– Eres tan delgada que puedes comer todo lo que quieras. ¡Anda que no tienes suerte!
– No me digas que estás a dieta. ¿A tu edad?
– Yo siempre digo que nunca eres demasiado mayor para enorgullecerte de tu aspecto.
– Hablando de aspecto, ¿esto es tuyo?
El objeto que le puso entre las manos hizo que Olive soltara una risita.
– ¿Estás de broma, Gwen? ¿Acaso se trata de alguna especie de juego?
– Lo encontré en el fondo de mi caldero, en mi lavadero. ¿Es tuyo?¿Qué es?
– Bueno, Gwen, tú no has estado casada y sabía que eras ingenua respecto a muchas cosas, pero no imaginaba que llegaras a este extremo. -De esta manera Olive se vengó de años de grosería e ingratitud-. ¡Hasta un niño sabría lo que es!
– Gracias. Ya has dicho bastante. Ahora tal vez quieras explicarme qué es.
Esto resultaba un poco embarazoso para Olive, pero intentó que no se le notara.
– Pues bien, es un… una especie de par de…, bueno, de bragas. Las llevan las chicas. Antes habría dicho que sólo lo llevaban esa clase de chicas, pero las cosas han cambiado, ¿no? Hoy en día hasta las buenas chicas las llevan, quiero decir las que no son actrices o…, bueno, las que hacen striptease, no sé si me entiendes…
– Oh, sí, claro que te entiendo. A pesar de mi profundo candor y mi semejanza a un niño retrasado…
– Yo no he dicho eso, Gwen. -Pese a no ser una esclava de la corrección política, Olive se estremecía cuando oía algunas de las cosas que soltaba la lengua de Gwendolen.
– ¿Ah, no? Pues a mí me parece que sí. Pese a todas mis deficiencias cerebrales, resulta que sé más o menos lo que quieres decir. No me digas que es tuyo, por favor, no me lo digas.
Olive ya había llegado al punto de la indignación.
– ¡Pues claro que no es mío! ¿Piensas que me rodearía las caderas con esto, aun en el caso de que fuera tan… tan…
– ¿Una meretriz? ¿Licenciosa? ¿Concupiscente? ¿Vanidosa?
– Mira, no tengo paciencia para esto. De no ser porque estás mal y no sabes lo que dices, me enfadaría de verdad.
Al final Gwendolen vio que se había pasado de la raya. Aquel día no era capaz de hacer acopio de energía suficiente para mantener un altercado semejante. Se bebió el café, que, tuvo que admitir (aunque no en voz alta), estaba muy bueno.
– ¿Crees que podría ser de Queenie?
– Por supuesto que no. Esto lo ha llevado una mujer joven. Una chica de veinte años.
Gwendolen pensó de inmediato en Nerissa y, acto seguido, en el huésped, Cellini. Cuando llegó a casa, él estaba saliendo de su cocina. ¿Por qué? Ya disponía de una cocina para él solo.
– ¿Queenie o tú pusisteis mi bolsa de ropa vieja encima del caldero?
– De ninguna manera. Encontré una bolsa de ropa en el lavadero y la dejé allí. Las prendas olían mucho a humedad, pero se quedaron allí…, no es cosa mía.
– En efecto, no lo es -dicho lo cual, Gwendolen decidió mostrarse cortés-. Has sido muy amable al comprarme el chocolate y todo lo demás. ¿Cuánto te debo?
– Nada, Gwen. No seas ridícula. Si quieres mi opinión, y me atrevería a decir que no la quieres, ese tal señor Cellini trajo una chica a esta casa mientras tú estabas en el hospital y estuvieron haciendo el tonto allí donde no debían. Hoy en día la gente…, bueno, no me gusta hablar de estas cosas, pero…, bueno, se bañan juntos y es posible… Verás, en un caldero podrías permanecer de pie mientras que en un baño normal no podrías hacerlo.
– No tengo ni idea de a qué te refieres -dijo Gwendolen-. Necesito algo para leer que sea más ligero que Darwin. Antes de marcharte, ¿querrías ver si encuentras La copa dorada? Henry James, ya sabes.
Vio marcharse a la abuela Fordyce, y en cuanto la vio desaparecer por la esquina, bajó por las escaleras procurando pisar con suavidad. La puerta del salón estaba abierta y en el sofá vio a la vieja Chawcer tumbada de espaldas, dormida con la boca abierta. Como siempre fue de los que se fijaban en el orden doméstico y en su contrario, observó que la cocina estaba volviendo rápidamente a su caos habitual. Y eso que la mujer sólo llevaba en casa veinticuatro horas.
Seguro de que encontraría el tanga allí donde lo había dejado, entró al lavadero de puntillas y alzó la tapa del caldero. Por supuesto, resultaba imposible ver el fondo. ¿Cómo sacarían las mujeres el agua de allí dentro? Tal vez no lo hacían. Quizá siempre quedara un poco de agua estancada y maloliente en lo más hondo. Tenía que haber una linterna en alguna parte. Estaba casi seguro de que una vez había visto a la mujer con una en la mano, de modo que recorrió la cocina sin hacer ruido, mirando en los armarios y abriendo cajones. Ni rastro de la linterna, pero lo que sí encontró fueron una vela y una caja de cerillas. Como tenía miedo de que la vieja hubiera oído prenderse la cerilla, aguardó y escuchó, con la vela encendida en la mano. Cuando estuvo seguro de que no se estaba levantando penosamente del sofá, metió la mano con la vela y la bajó cuanto pudo hacia el profundo pozo del caldero. La luz era suficiente para mostrarle las paredes, una base que al parecer estaba hecha de una especie de cerámica azulada… y nada más. Nada. El tanga no estaba. El caldero estaba vacío.