Aun así, sostuvo la vela allí como si el hecho de continuar iluminando el espacio hueco acabara por revelar que no estaba vacío como había creído en un primer momento. Se quedó mirando abajo, cerrando los ojos y abriéndolos de nuevo hasta que una gota de cera ardiendo que le cayó en el pulgar lo hizo retroceder de un salto y casi soltar un grito. En cambio, soltó una maldición entre dientes, apagó la llama con los dedos y volvió a dejar la vela y las cerillas allí donde las había encontrado. Regresó caminando despacio y pasó por delante de la puerta del salón. La vieja Chawcer continuaba dormida. ¿Había encontrado ella el tanga? ¿O había sido alguna de las otras dos? A Mix le parecía que habrían sabido de inmediato que había pertenecido a la chica desaparecida cuya fotografía aparecía en los periódicos casi a diario. Sólo que aquel día aparecía con un llamativo titular: ¿HABÉIS VISTO A DANILA?
Una vez en su piso, Mix se preguntó si debería hacer algo. ¿Preguntárselo a la vieja Chawcer o a una de las otras? Sin embargo, era muy consciente de lo embarazoso del tema. ¿Cómo iba a explicar qué estaba haciendo él en el lavadero, qué razón tenía para tocar siquiera el caldero? Querrían saber a quién pertenecía el tanga. A él no se le ocurría ninguna manera de explicar cómo había llegado el tanga hasta allí si no era con la verdad. Tal vez no se lo preguntaran. Mix no tenía mucha idea de cómo podrían reaccionar otras personas a sus actividades, o si tal vez podían tener un concepto muy distinto de cosas que él consideraba normales y corrientes. No obstante, por algunos comentarios de las tres ancianas, Mix tenía el leve presentimiento de que una prenda tan ostensiblemente sexual como un tanga podría incomodar a las personas de esa otra generación mucho mayor que la suya. De ser así, tal vez no lo mencionarían, quizá preferirían fingir que no se lo habían encontrado, quizá lo tirarían asqueadas u horrorizadas. «Esto es lo que tú querrías», se dijo, pero empezaba a pensar que podría darse esa posibilidad.
Mientras la vieja seguía dormida, Mix entró en su dormitorio y examinó los frascos y cajas que la mujer había traído del hospital y había dejado en su mesilla de noche. Entre ellos había un bote con una etiqueta en la que se leía: «Tomar dos por la noche para inducir el sueño». Seguro de que no las habría contado, Mix se agenció ocho pastillas. Si después de cuatro noches necesitaba más, siempre podía volver. En lugar de dos, se tomó tres y durmió profundamente durante tres horas, tras las cuales se despertó y pasó el resto de la noche intranquilo.
No dejaba de idear argumentos en contra de su teoría optimista de que las tres ancianas (o una o dos de ellas) se deshicieran del tanga. Supongamos que la abuela Fordyce, por ejemplo, hubiera leído todo eso de que Danila trabajaba en lo que los periódicos llamaban un «salón de belleza y gimnasio», supongamos que supiera muy bien lo que era un tanga y que decidiera que era más que probable que una chica en un lugar como aquél llevara tanga… Suponiendo todo esto, ¿acudiría a la policía? Resultaba fácil saber, como había descubierto Mix bajo la brillante luz del sol de la tarde, que era una idea descabellada y rocambolesca. Durante la madrugada parecía razonable.
Mix tenía que pasar a ver a la mujer de Holland Park a las nueve y media y llegaba con veinte minutos de retraso. Ella se puso tan contenta de que hubiera acudido que no le reprochó el retraso. De camino a Chelsea comprobó las llamadas y se sorprendió mucho al ver un mensaje de la secretaria personal del señor Pearson. ¿Haría el favor de llamar para concertar una entrevista urgente con el director ejecutivo? Mix se quedó helado al ver este mensaje, pero fue una sensación muy distinta al temblor que lo había sacudido cuando recordó el tanga desaparecido. Seguro que Pearson no estaba en absoluto preocupado por el hecho de que se hubiese saltado unas cuantas visitas. Mix había sido muy educado con el hombre de Chelsea y le enseñó cómo ajustar él mismo la cinta de la máquina de correr, siempre y cuando ese alfeñique tuviera fuerza suficiente para utilizar la llave inglesa. A pesar de todo el ejercicio que hacía, el tipo seguía teniendo la musculatura igual de desarrollada que una chica anoréxica. Desde sus proezas con el pico y la pala, Mix había empezado a enorgullecerse de su fortaleza física.
Como no quería por nada del mundo que pareciera que tenía prisa, fue primero a Primrose Hill para colocar una nueva cinta en una máquina y luego llamó a la secretaria personal del señor Pearson. Ésta era una joven fría que se creía muy importante.
– Te lo has tomado con calma -le dijo-. No tiene mucho sentido dejaros mensajes si no los miráis.
– ¿A qué hora quiere verme?
– Inmediatamente. A eso de las doce y media.
– ¡Por el amor de Dios, pero si ya son las doce y cuarto!
– Entonces será mejor que te des prisa, ¿no te parece? -De pronto se convirtió en casi humana, si bien de un modo desagradable-. Está que echa humo. No me gustaría estar en tu pellejo.
Mix se dio prisa, o mejor dicho, condujo con toda la rapidez que le permitió el tráfico por el Outer Circle y Baker Street. Aún no era la una menos cuarto cuando la secretaria personal lo hizo pasar al despacho del señor Pearson. Pearson era la única persona que Mix había conocido que llamaba a la gente, en este caso a sus empleados, sólo por el apellido. Mix asociaba esta costumbre con lo que sabía del ejército, de los hombres encarcelados o en los tribunales, y no le gustaba.
– ¿Y bien, Cellini?
¿Cómo se suponía que debía responder a eso?
– Su adusta respuesta fue no contestar -dijo Pearson, riéndose de su chiste malo. Entonces, como si se le hubiera ocurrido en el último momento, le espetó-: Vamos a tener que prescindir de sus servicios.
21
Gwendolen vio llegar al cartero desde su sofá del salón. Vio que se acercaba por el sendero y oyó el ruido del buzón cuando el hombre depositó en él la carta de Stephen Reeves que cayó sobre el felpudo. Como ya se sentía más fuerte, se levantó del sofá sin demasiado esfuerzo y fue a buscar la carta a la puerta principal. No era de Stephen, sino de una organización benéfica que solicitaba fondos para la investigación de la fibrosis cística. Su desencanto no tardó en dar paso a la razón. Si Stephen estaba de vacaciones, no debía de haber regresado hasta el sábado o el domingo, por lo cual difícilmente podía haberle hecho llegar aún una carta.
Cuando acababa de regresar al sofá pensando que al cabo de una hora más o menos subiría y se daría un baño, llegó Queenie, quien se negaba a ir cargada con bolsas y había traído sus ofrendas en un carrito de la compra.
– Olive y tú debéis creer que tengo un apetito enorme -comentó Gwendolen, que examinó sin entusiasmo el paquete de galletas Dutchy Originals, la bolsa de malvaviscos, los dos tubos de caramelos Rolos, los yogures sin lactosa y la ensalada de cuscús-. Quizá quieras ponerlo todo en la nevera. ¡Ah! Y, por favor -añadió mientras su amiga se iba-, no me pierdas la linterna otra vez.
Queenie se preguntó qué clase de excéntrica rareza o capricho haría que alguien guardara la linterna en la nevera, pero la dejó donde estaba y, al regresar, tomó asiento mansamente en una silla situada frente a Gwendolen. Como hacía un calor anormal para la época, se había puesto su traje nuevo de color rosa y, aun sabiendo que era poco probable que sucediera, había albergado la esperanza de que su amiga alabara su aspecto. En cambio, lo que ésta hizo fue enseñarle una cosa roja y negra con forma de bolsa en una especie de cinturón estrecho y, aunque nunca había visto nada parecido, ella supo de inmediato que formaba parte del vestuario (si es que se podía denominar así) de cierto tipo de bailarinas. El hecho de darse cuenta hizo que se ruborizara intensamente.