No obstante, al día siguiente tuvo que ir a trabajar. Tenía la cabeza a punto de estallar por la ginebra y a veces le daba vueltas de una manera que casi le hacía perder el equilibrio, pero tenía que trabajar. En todas las visitas que realizó le contó al cliente que había dimitido de su empleo y que iba a montar un negocio propio. Si les interesaba que él les siguiera ofreciendo sus servicios les haría un precio especial, les cobraría menos de lo que habían estado pagando hasta ahora, y tendrían asegurado un servicio de primera. Tres de ellos dijeron que continuarían con la empresa donde estaban, pero el cuarto accedió a irse con él después de decirle que parecía pálido y de preguntarle si se encontraba bien. En la oficina central se topó con Ed, que le contó que Steph estaba embarazada, por lo que habían decidido posponer la boda hasta que hubiera nacido el bebé.
– Steph dice que no le apetece verse gorda el día de su boda. Su madre cree que la gente dirá que sólo se casa porque está embarazada.
– He dimitido -anunció Mix.
– Eso he oído.
La expresión de Ed le dijo que lo que éste había oído era una versión distinta de los acontecimientos.
– El hecho de que le dijeras a la dirección que te había fallado, lo cual fue una exageración, por no decir más, hizo imposible que me quedara.
– ¿Ah, sí? Entonces, ¿tú qué consideras que hiciste? ¿Piensas que actuaste como un compañero? ¿Me sustituiste cuando estuve enfermo?
– ¿Por qué no te vas a la mierda?
Fue el final de una hermosa amistad. A Mix no podía importarle menos. Pensó en acercarse en coche al gimnasio y hablar seriamente con Shoshana. Pero no debía olvidar que el local estaba en el número trece, un hecho que tal vez fuera la causa de todos sus problemas. Y cuando pensó en ello, en aquella habitación oscurecida con las colgaduras, las figuras, el mago, el búho y, por encima de todo, la propia Shoshana, quien, según le parecía a Mix, trataba con el amor y la muerte, se dio cuenta de que le tenía miedo. No es que él lo expresara así, ni siquiera en esa parte de su mente que hablaba consigo misma, aconsejando, advirtiendo y solucionando. En aquel momento se dijo que debía ser cauto. Una cosa era que la mujer cogiera el teléfono y levantara calumnias contra él; de lo que Mix recelaba era de actos más oscuros, como que lanzara algún hechizo o invocara a los demonios. Todo lo cual no eran más que sandeces, por supuesto, pero antes él también había creído que los fantasmas eran una tontería y ahora resultaba que vivía con uno.
El sábado tendría más tiempo, todo el tiempo del mundo, y entonces empezarían sus verdaderos esfuerzos para ver a Nerissa. Mientras tanto, planearía cuál iba a ser su campaña.
Una empresa de cosméticos con una línea de maquillaje para mujeres de color que se estaba expandiendo con rapidez le había pedido a Nerissa que fuera su «Rostro de 2004». Aquel año habían utilizado a una famosa modelo blanca y Nerissa sería la primera mujer negra que desempeñara ese tipo de papel. La paga era alucinante y el trabajo mínimo. Durante su visita al salón de belleza de Mayfair para unas pruebas preliminares, se preguntó por qué no estaba más ilusionada. Pero no se lo estuvo preguntando mucho tiempo. Ya lo sabía.
Darel Jones había dejado claro que la quería sólo como amiga, quizá como a alguien a quien proteger, una compañera, una reserva para completar los invitados a la cena. Su madre decía que un hombre y una mujer no podían ser amigos, tenían que ser amantes o nada. Nerissa sabía que las cosas eran muy distintas. Quizá lo que su madre decía hubiera sido cierto cuando ella era joven. ¿Acaso no era verdad que hoy en día las mujeres tenían una carrera profesional y se acercaban casi a la igualdad? Ella conocía a hombres que no eran homosexuales y que tenían una amiga con la que habían ido a la escuela o a la universidad y con la que habían sido íntimos durante años sin haber intercambiado ni siquiera un beso. ¿Iba a ser así para ella y Darel?
No si podía evitarlo. A veces se sentía segura y otras veces, como en aquellos momentos, un tanto abatida, sin que nada la distrajera de la certeza de que lo que ella quería más que nada en el mundo, que Darel se enamorara de ella, nunca ocurriría. Ese tal Cellini no había aparecido frente a su casa desde que lo había visto el sábado. Lo que menos deseaba era verle, pero, por otro lado, si aparecía en su coche y esperaba a que ella saliera, sería una excusa para llamar a Darel.
Deambuló por la casa, que Lynette acababa de limpiar y ordenar, y decidió intentar mantenerla así. No tenía que ser tan descuidada. Su madre se lo estaba diciendo continuamente, decía que la habían educado para ser una persona pulcra y que su descuido era el resultado de ganar demasiado dinero demasiado pronto. El piso de Darel era un milagro del orden. No siempre sería así, pensó ella al tiempo que recogía un pañuelo de papel que se le había caído en el suelo del cuarto de baño. Sin duda se había esmerado para recibir a sus invitados, pero estaba claro que era un hombre muy disciplinado. En el poco probable supuesto de que él fuera a su casa (cosa que parecía volverse menos probable con cada día que pasaba), reaccionaría con rechazo al ver todas las tazas y vasos que normalmente había por ahí, las revistas tiradas por el suelo y las combinaciones absurdas como un frasco de laca de uñas en el frutero. Nerissa pensaba que tenía su casa tan desordenada como la vieja señorita Chawcer, quien, según decía la tía Olive, guardaba una linterna en la nevera y el pan en el suelo dentro de una bolsa.
El viernes por la tarde, como su padre se había vuelto a llevar el coche de los Akwaa, Nerissa había prometido a su madre que la llevaría en coche a Saint Blaise House. Hazel dijo que sería de buena educación que pasara a ver a la señorita Chawcer para preguntarle cómo se encontraba y si había algo que pudiera hacer por ella. La señorita Chawcer era una mujer anciana y frágil, había estado enferma y la verdad es que debía de estar absolutamente indefensa.
– Ay, mamá, no me lo pidas a mí. Ese hombre vive allí. ¿No puede llevarte Andrew?
– Andrew estará en los juzgados en Cambridge. No es necesario que entres, Nerissa, sólo que me dejes allí.
De modo que la joven había dicho que lo haría. Dejaría a su madre y pasaría a recogerla una hora más tarde. Al fin y al cabo, si veía a ese hombre, o si el hombre la veía a ella y salía para hablarle, podía llamar a Darel desde el teléfono del coche. Se vistió con esmero, maestra como era del aspecto elegante a la par que informal, con unos pantalones nuevos estilo militar de un verde oliva apagado, un top escotado y una chaqueta de satén. Pero cuando estuvo lista se dio cuenta de que la ropa pensada para atraer a Darel también le resultaría atractiva a ese hombre, de manera que se lo quitó todo y volvió a ponerse los vaqueros y una camiseta. Además, aunque iba en contra de todo aquello que se esforzaba por conseguir y de todo aquello que las personas para las que trabajaba se tomaban como una doctrina, Nerissa creía que los hombres nunca se fijaban en la ropa de una mujer, sólo en si «estaba bien» o no.
Ya sería mala suerte que se encontrara al hombre esperando fuera, pero allí no había nadie. Campden Hill Square estaba desierta y silenciosa, crepitando por el calor que continuaba en el mes de septiembre. Su coche había estado al sol y el asiento del conductor estaba tan caliente que casi la quemó. Fue a recoger a su madre a Acton, la llevó hasta Saint Blaise Avenue y la dejó delante de la casa de la señorita Chawcer. Allí no había ni rastro de ese hombre y tampoco lo vio conduciendo de camino al supermercado Tesco, en West Kensington, donde hizo la compra de la semana, y donde también compró una gran cantidad de agua mineral con gas, ingredientes para hacer ensaladas, pescado y dos botellas de un Pinot Grigio muy bueno, porque se había fijado que era el que bebía Darel.