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El maleficio que actuaba sobre la columna vertebral de la víctima llegó por correo ordinario. Hécate siempre había sido tacaña como ella sola. Shoshana se había esperado alguna poción o unos polvos, lo cual la habría obligado a tener que idear una manera de administrarlo y eliminaba a cualquier persona a la que no tuviera fácil acceso, pero aquello consistía únicamente en unos ensalmos que debían realizarse sobre una mezcla humeante en un crisol. Se lo podía haber enviado por correo electrónico.

– Pues será mejor que lo pruebe -dijo Shoshana dirigiéndose al mago y al búho. ¿Quién mejor que ese tal Mix Cellini para probarlo?

Gwendolen había pasado del sofá a un sillón en el que entonces se hallaba sentada y absorta en la lectura del último capítulo de La copa dorada con el tanga en el regazo, metido en una bolsa de papel marrón, preparado para enseñárselo a su huésped. Hazel había entrado con la llave de su tía y, aunque Gwendolen no se sobresaltó ni puso cara de que fuera a darle un infarto, no pareció muy contenta de verla.

No preguntó exactamente a su visita qué estaba haciendo allí.

– Tengo que recuperar esas llaves. Supongo que tu tía hizo otra copia. Sin pedirme permiso, por supuesto.

– ¿Cómo se encuentra?

– Bueno, pues estoy mucho mejor, querida. -Gwendolen se estaba ablandando. Dejó el libro y utilizó la carta de la organización benéfica contra la fibrosis cística para marcar la página-. ¿Qué llevas ahí? -Uva blanca sin pepitas, peras Williams, bombones Ferrero-Rocher y una botella de Merlot. Gwendolen estaba menos censuradora que de costumbre. Nunca comía otra fruta que no fueran manzanas asadas, pero disfrutaría de los bombones y el vino-. Veo que tienes más criterio que tu tía y su amiga.

Hazel no supo qué decir. Se había dado cuenta de que iba a resultarle difícil mantener una conversación con aquella anciana a quien una vez, hacía mucho tiempo, su padre había llamado una intelectualoide. Hazel no leía mucho y era consciente de que no podía hablar de libros ni de ningún otro tema de los que probablemente interesaran a la señorita Chawcer. Intentaba encontrar palabras para hacer algún comentario sobre el tiempo, la mejoría de la señorita Chawcer y lo bonita que era su casa cuando sonó el timbre de la puerta.

– ¿Quién demonios podrá ser?

– ¿Quiere ver a alguien o prefiere que diga que regresen en otro momento?

– Tú quítatelos de encima -repuso Gwendolen-. Di lo que quieras.

Podría tratarse de una carta de Stephen Reeves que llegara por correo exprés. Gwendolen aún no había tenido noticias suyas y cada vez estaba más inquieta al respecto. ¿Y si la carta que le mandó se había extraviado? Hazel fue a abrir la puerta. En el umbral había un hombre de unos sesenta años, alto, atractivo y con turbante. A ojos de Hazel se parecía mucho a un guerrero que había visto en una ocasión en una película sobre la India.

– Buenas tardes, señora. Soy el señor Singh, de Saint Mark’s Road, y vengo a ver a la señorita Chawcer, por favor.

– Me temo que la señorita Chawcer no se encuentra muy bien estos días. Ha estado en el hospital. ¿Le sería posible volver mañana? Bueno, mañana no. ¿Qué tal el domingo?

– Por supuesto, señora, volveré el domingo. Vendré a las once de la mañana.

– ¿Qué quería? -preguntó Gwendolen.

– No se lo he preguntado. ¿Debería haberlo hecho?

– No tiene importancia. De todos modos, ya lo sé. Viene por lo de sus espantosas gallinas de Guinea. Otto debe de habérselas comido. Encontré plumas en las escaleras. Supongo que ahora ese hombre quiere una compensación.

Entre la anciana intelectualoide, el acosador del piso de arriba y ahora una persona con nombre alemán que se comía las aves del vecino, Hazel estaba empezando a pensar que aquella casa era muy extraña. Estaba deseando que Nerissa volviera a buscarla y se sintió aliviada cuando sonó el timbre.

– ¿Y ahora quién será? No sé por qué me he vuelto tan popular de repente.

– Es mi hija.

– Ah. -Inevitablemente, Gwendolen asoció a la hija, y la asociaría durante el resto de la vida que le quedara, con el incontrolado comportamiento insinuante en su vestíbulo-. Me imagino que no querrá entrar.

Hazel se tomó sus palabras como un desprecio inmotivado y se alegró mucho de marcharse de allí. ¿Cómo es que la tía Olive nunca le había dicho que la señorita Chawcer era una vieja tan horrible? Le dijo adiós con frialdad y salió a toda prisa para reunirse con Nerissa, que esperaba en la puerta hecha un manojo de nervios por si acaso aquel hombre aparecía de repente.

En cuanto la mujer se hubo marchado, Gwendolen se quedó dormida. Desde que la habían hospitalizado, encontraba que no le bastaba tomarse un descanso por la tarde; necesitaba dormir. No necesitaba soñar, pero el sueño le sobrevino más intenso y vívido que cualquier otro episodio nocturno, parecía real y ocurría en el presente. Ella era joven, como siempre en sus sueños, e iba a visitar a Christie en Rillington Place. La guerra continuaba, la única en la que ella pensaba como en «la guerra», descartando los conflictos en Corea, Suez, las Malvinas, Bosnia y el golfo Pérsico. Sonaban las sirenas cuando llamó a la puerta de Christie, pues en el sueño que parecía real era ella la que estaba embarazada y la que iba a verlo para que le practicara un aborto. Pero ocurrió que, igual que Bertha, aunque en aquella realidad no había ninguna Bertha, tuvo miedo del hombre y huyó de allí decidida a no volver. Al salir de la casa, tal como ocurre en los sueños, en lugar de estar en Rillington Place estaba con Stephen Reeves en el salón de Saint Blaise House y él le estaba diciendo que era el padre de su hijo. Se sobresaltó, para ella fue una sorpresa así como un alivio. Entonces pensó que le pediría que se casara con ella, pero la escena cambió de nuevo. Se hallaba sola en Ladbroke Grove, frente al consultorio de Stephen en un repentino anochecer, y a él no lo veía por ninguna parte. Gwendolen iba corriendo de un lado para otro, buscándole, y entonces se cayó, se golpeó en la cabeza y se despertó.

Tardaba más en recuperarse de esos sueños diurnos que de cualquier pesadilla que la asaltara durante la noche. Permaneció unos momentos en el sillón preguntándose dónde estaba él y cuándo regresaría. Incluso se miró las manos y se maravilló de que, siendo tan joven, las tuviera tan arrugadas, con las venas ramificadas que sobresalían como las raíces de un árbol en la tierra seca. Regresó paulatinamente a una realidad bienvenida y sin embargo poco grata y se incorporó en su asiento.

Mientras dormía, o quizá mientras estaba hablando con Hazel Akwaa, la bolsa de papel marrón que contenía el tanga se había deslizado entre el almohadón del asiento y el brazo del sillón. Gwendolen ya se había espabilado, pero había olvidado que la bolsa estaba allí.

22

Mix dejó la empresa para la que había trabajado durante nueve años sin armar ningún escándalo. Se sentía muy enojado porque nadie había sugerido invitarlo a tomar una copa, no lo habían obsequiado ni mucho menos con un reloj o una vajilla y tampoco le habían comentado nada sobre una indemnización por despido. Lo peor de todo fue que tuvo que devolver las llaves del coche que había dejado en el aparcamiento subterráneo de la empresa.

No obstante, se consoló pensando que había conseguido que cinco de sus clientes se comprometieran a seguir contando con él para el mantenimiento y la reparación de sus máquinas. Al comprobar el estado de su cuenta bancaria en un cajero automático descubrió que tenía un saldo a favor de casi quinientas libras. Y eso antes de que le ingresaran lo que la empresa le debía por las tres semanas que no querían que trabajara. Aun así, no se encontraba con ánimos de volver a Campden Hill Square. Cuando lo hiciera, no tendría más remedio que ir andando. Por lo menos, el paseo le haría bien.